Las cabezahuecas, las sinseso, las rubias tontas: las adolescentes obstinadas que son demasiado bobas para hacer caso de sus madres: Todas aquellas que tienen la cabeza llena de pájaros, todas las camareras exuberantes que nos desean un buen día y nos dan mal el cambio mientras se inspeccionan el peinado en el espejo, todas las que ponen a secar al caniche recién lavado en el microondas, todas aquellas cuyos novios les dicen que el chicle de clorofila es un anticonceptivo, y que se lo creen; todas las que se muerden las uñas porque no saben si mear o salir del tiesto, todas las que no se atreven a pronunciar la palabra “mear”, todas las que se ríen de buena gana con chistes tontos como éste, aunque no entiendan su significado.
“No viven en el mundo real”, nos repetimos afectuosamente: pero ¿qué clase de crítica es ésa? Si consiguen no vivir en él, mejor para ellas. Nosotros también lo preferiríamos. Y de hecho no viven en él, porque esas mujeres son pura ficción: una ficción normalmente compuesta por otros, pero a veces incluso por ellas mismas, aunque ni siquiera las mujeres tontas son tan tontas como fingen ser: fingen por amor.
Los hombres las aman porque hacen que incluso los tontos se sientan listos: las mujeres, por la misma razón, y porque les recuerdan todas las bobadas que han cometido ellas mismas, pero sobre todo porque sin ellas no habría historias. ¡No habría historias! ¡No habría historias! ¡Imaginad un mundo sin historias! Pues eso es exactamente lo que tendríais si todas las mujeres fueran listas.
Las vírgenes sabias mantienen los candiles preparados y llenos de aceite, y el novio llega, como es debido, y llama a la puerta principal a la hora de cenar; ni ruido, ni nueces, ni tampoco historia. ¿Qué puede decirse de las Vírgenes Sabias, esos dechados de sosería? Se muerden la lengua, piensan lo que van a decir, se cosen su ropa, alcanzan un gran reconocimiento profesional, lo hacen todo bien y sin esfuerzo. En cierto sentido son insoportables: no tienen vicios narrativos: sus sabias sonrisas destilan demasiado conocimiento, saben demasiadas cosas de nosotros y nuestras tonterías. Sospechamos que albergan un corazón mezquino. Son demasiado listas, no para su propio bien sino para el nuestro. Las vírgenes bobas, por otro lado, dejan que se les apaguen los candiles: y cuando el novio aparece y llama al timbre, ellas están dormidas en la cama, y él tiene que entrar por la ventana; y la gente grita y tropieza, y las identidades se confunden, y se dan escenas de persecución, de destrozos, y mucho bullicio satisfactorio: nada de esto sucedería si a estas chicas no les faltara un hervor.
¡Ah, la eterna mujer tonta! Cómo disfrutamos oyendo hablar de ella: cuando escucha los falsos cuentos de la plausible serpiente, y acaba mordiendo una muestra gratuita de la manzana del Árbol del Conocimiento, ocasionando así el nacimiento de la Teología; o cuando abre la engañosa caja que contiene todos los males del mundo, pero es lo bastante imbécil para creer que la Esperanza será una especie de alivio. Habla con los lobos, sin saber de qué clase de bestias se trata:
“¿Dónde has estado toda mi vida?”, preguntan ellos.
“¿Dónde he estado toda mi vida?”, replica ella.
¡Lo sabemos! ¡Lo sabemos! ¡Y reconocemos la esencia del lobo cuando la vemos!
“Cuidado”, le gritamos en silencio, pensando en todas las reacciones inteligentes que tendríamos si estuviéramos en su lugar. Pero, atrapada en las páginas blancas, ella no nos oye, y sigue brincando, y gorjeando, y avanzando inocentemente hacia su destino. (¡La inocencia! Tal vez ésa sea la clave de la estupidez, nos decimos para nuestros adentros, convencidos de que la perdimos hace ya mucho tiempo.) Si ella consigue escapar, es gracias a la suerte o al héroe de turno: esta chica no encontraría la salida ni de una bolsa de plástico.
A veces es de una valentía estúpida; por otro lado, también puede mostrarse temerosa, pero igualmente imbécil. Padres incestuosos la persiguen por los conventos en ruinas, a los que ha sido atraída mediante ardides que no engañarían ni a un cervatillo. Los ratones la hacen gritar: siente escalofríos y le castañetean los dientes al enfrentarse a las amenazas del mundo. Corre, pero correr implica a las piernas, es un movimiento carente de gracia, así que, mejor dicho, huye. Huye despavorida, tomando el camino equivocado en cada recodo, su pañuelo de seda blanco destaca en la oscuridad, y huimos con ella.
Huérfana y criada por tías mezquinas, elige mal a la hora de contraer matrimonio, y se ve obligada a esquivar cuerdas, cuchillos, perros enloquecidos, maceteros de piedra que caen de los balcones, dirigidos contra su cabeza por maridos zalameros y malvados que buscan su dinero y su sangre. No sintáis lástima por ellas cuando las veáis indefensas, retorciéndose las manos: el miedo es su armadura. ¡Asumámoslo, ella es nuestra inspiración! ¡La Musa de peluche!
¡Y también es fuente de inspiración para los hombres! ¿Por qué, si no, existen las sagas de héroes, de divinos poderes, capaces de obras sobrenaturales, si no es para ser admiradas por mujeres consideradas lo bastante tontas para creérselas? ¿De dónde proceden quinientos años de versos de amor, sin mencionar esas patéticas y lastimeras baladas que son todo gemidos y escalofríos musicales? ¡Dirigidas a mujeres que son lo bastante tontas para encontrarlas seductoras!
Cuando una mujer encantadora se inclina hasta perder la razón, haciendo gala de buenas intenciones, de sus ganas de complacer, y se aprovecha de ella alguien, normalmente famoso, ya sea tonto o inteligente, ella cae en sus redes, como en las novelas clásicas, y consigue abrirse paso hacia los titulares, perpleja y llorosa, y de allí va directa a nuestros corazones. “¡Te perdonamos!”, gritamos. “¡Lo comprendemos! ¡Sigue así un poco más!”
Rompamos una lanza a favor de las mujeres tontas, que nos han dado la Literatura.
A favor de las mujeres tontas, de Margaret Atwood
Érase una vez, Barcelona Lumen, 2007
“No viven en el mundo real”, nos repetimos afectuosamente: pero ¿qué clase de crítica es ésa? Si consiguen no vivir en él, mejor para ellas. Nosotros también lo preferiríamos. Y de hecho no viven en él, porque esas mujeres son pura ficción: una ficción normalmente compuesta por otros, pero a veces incluso por ellas mismas, aunque ni siquiera las mujeres tontas son tan tontas como fingen ser: fingen por amor.
Los hombres las aman porque hacen que incluso los tontos se sientan listos: las mujeres, por la misma razón, y porque les recuerdan todas las bobadas que han cometido ellas mismas, pero sobre todo porque sin ellas no habría historias. ¡No habría historias! ¡No habría historias! ¡Imaginad un mundo sin historias! Pues eso es exactamente lo que tendríais si todas las mujeres fueran listas.
Las vírgenes sabias mantienen los candiles preparados y llenos de aceite, y el novio llega, como es debido, y llama a la puerta principal a la hora de cenar; ni ruido, ni nueces, ni tampoco historia. ¿Qué puede decirse de las Vírgenes Sabias, esos dechados de sosería? Se muerden la lengua, piensan lo que van a decir, se cosen su ropa, alcanzan un gran reconocimiento profesional, lo hacen todo bien y sin esfuerzo. En cierto sentido son insoportables: no tienen vicios narrativos: sus sabias sonrisas destilan demasiado conocimiento, saben demasiadas cosas de nosotros y nuestras tonterías. Sospechamos que albergan un corazón mezquino. Son demasiado listas, no para su propio bien sino para el nuestro. Las vírgenes bobas, por otro lado, dejan que se les apaguen los candiles: y cuando el novio aparece y llama al timbre, ellas están dormidas en la cama, y él tiene que entrar por la ventana; y la gente grita y tropieza, y las identidades se confunden, y se dan escenas de persecución, de destrozos, y mucho bullicio satisfactorio: nada de esto sucedería si a estas chicas no les faltara un hervor.
¡Ah, la eterna mujer tonta! Cómo disfrutamos oyendo hablar de ella: cuando escucha los falsos cuentos de la plausible serpiente, y acaba mordiendo una muestra gratuita de la manzana del Árbol del Conocimiento, ocasionando así el nacimiento de la Teología; o cuando abre la engañosa caja que contiene todos los males del mundo, pero es lo bastante imbécil para creer que la Esperanza será una especie de alivio. Habla con los lobos, sin saber de qué clase de bestias se trata:
“¿Dónde has estado toda mi vida?”, preguntan ellos.
“¿Dónde he estado toda mi vida?”, replica ella.
¡Lo sabemos! ¡Lo sabemos! ¡Y reconocemos la esencia del lobo cuando la vemos!
“Cuidado”, le gritamos en silencio, pensando en todas las reacciones inteligentes que tendríamos si estuviéramos en su lugar. Pero, atrapada en las páginas blancas, ella no nos oye, y sigue brincando, y gorjeando, y avanzando inocentemente hacia su destino. (¡La inocencia! Tal vez ésa sea la clave de la estupidez, nos decimos para nuestros adentros, convencidos de que la perdimos hace ya mucho tiempo.) Si ella consigue escapar, es gracias a la suerte o al héroe de turno: esta chica no encontraría la salida ni de una bolsa de plástico.
A veces es de una valentía estúpida; por otro lado, también puede mostrarse temerosa, pero igualmente imbécil. Padres incestuosos la persiguen por los conventos en ruinas, a los que ha sido atraída mediante ardides que no engañarían ni a un cervatillo. Los ratones la hacen gritar: siente escalofríos y le castañetean los dientes al enfrentarse a las amenazas del mundo. Corre, pero correr implica a las piernas, es un movimiento carente de gracia, así que, mejor dicho, huye. Huye despavorida, tomando el camino equivocado en cada recodo, su pañuelo de seda blanco destaca en la oscuridad, y huimos con ella.
Huérfana y criada por tías mezquinas, elige mal a la hora de contraer matrimonio, y se ve obligada a esquivar cuerdas, cuchillos, perros enloquecidos, maceteros de piedra que caen de los balcones, dirigidos contra su cabeza por maridos zalameros y malvados que buscan su dinero y su sangre. No sintáis lástima por ellas cuando las veáis indefensas, retorciéndose las manos: el miedo es su armadura. ¡Asumámoslo, ella es nuestra inspiración! ¡La Musa de peluche!
¡Y también es fuente de inspiración para los hombres! ¿Por qué, si no, existen las sagas de héroes, de divinos poderes, capaces de obras sobrenaturales, si no es para ser admiradas por mujeres consideradas lo bastante tontas para creérselas? ¿De dónde proceden quinientos años de versos de amor, sin mencionar esas patéticas y lastimeras baladas que son todo gemidos y escalofríos musicales? ¡Dirigidas a mujeres que son lo bastante tontas para encontrarlas seductoras!
Cuando una mujer encantadora se inclina hasta perder la razón, haciendo gala de buenas intenciones, de sus ganas de complacer, y se aprovecha de ella alguien, normalmente famoso, ya sea tonto o inteligente, ella cae en sus redes, como en las novelas clásicas, y consigue abrirse paso hacia los titulares, perpleja y llorosa, y de allí va directa a nuestros corazones. “¡Te perdonamos!”, gritamos. “¡Lo comprendemos! ¡Sigue así un poco más!”
Rompamos una lanza a favor de las mujeres tontas, que nos han dado la Literatura.
A favor de las mujeres tontas, de Margaret Atwood
Érase una vez, Barcelona Lumen, 2007
Me encantaron estas líneas, concuerdo en la defensa de las mujeres tontas, en su importancia para nuestras histiorias... Acabo de encontrar este Blog y sin embargo me siento como en casa entre sus renglones. Gracias
ResponderBorrarGracias a ti, Roberto.
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