Recuerdos de Rulfo
Edmundo Lizardi
Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno (Sayula, Jalisco, 16 de mayo de 1917 - Ciudad de México, 7 de enero de 1986).
Pudo haber sido Juan Pérez, pero resultó Juan Rulfo. Que por estas fechas cumple 31 años de haber regresado definitivamente a su “natal” Comala.
LA SECRETARIA IRAÍZ
Poco después de la muerte de Rulfo, acudí a la que había sido su oficina en el INI(San Angel, DF), a entrevistar a Iraíz Ramírez, quien había sido la secretaría del escritor en los últimos 20 años. Iraíz era una mujer en sus cuarenta, extremadamente delgada, pálida, que hablaba en susurros. Un personaje Rulfiano.
Me contó muchas anécdotas y me regaló un fajo de cuartillas con "calaveritas" y otros apuntes del puño y letra de "Don Juanito".
Al célebre jefe de Iraíz le incomodaba el asedio de una fauna variopinta interesada en su obra y en su personaje, y a veces se divertía a sus costillas. Como cuando al salir de su cubículo se topó con unos jóvenes que le preguntaron por el "maestro Rulfo", y don Juanito -adelantándose a Iraíz- les respondió que el "maestro Rulfo andaba en China".
China: uno de los temas que le fascinaban tanto como la nota roja al autor de Pedro Páramo, quien por cierto hacía fila para cobrar su cheque de funcionario de segundo plano en el INI, donde su jefe inmediato era en el tijuanense Virgilio Muñoz Pérez (¿su pariente?), quien años después sería mi director en Diario 29, y luego director del Cecut. Virgilio presumía de una corbata que le había regalado “don Juanito”
RULFO EN LA PAZ
A principios de los ochenta, Juan Rulfo estuvo en La Paz en varias ocasiones gracias a los buenos oficios del escritor sudcaliforniano, Fernando Escopinicchi, residente desde tiempos inmemoriales en la Ciudad de México, donde había entablado una cordial relación con Rulfo, asiduo cliente de la librería El Juglar al igual que Fernando.
Una de esas ocasiones fue con motivo de la entrega del Premio Internacional de Poesía Ciudad de La Paz 1980, otorgado al poeta sinaloense, Jaime Labastida, por un fraternal jurado: Juan Bañuelos, Eraclio Zepeda y Oscar Oliva, los otros "espigos amotinados". Junto a los mencionados “ espigos”, completaban el elenco literario Marco Antonio Montes de Oca, Alí Chumacero, Alvaro Mutis, y Carlos Montemayor, entre otros.
En mi papel de flamante subdirector de la Dirección Cultural y de Extensión Universitaria de la recién fundada UABCS - una de las instituciones involucradas en el evento-, acompañaba a Rulfo en el vestíbulo del Cinema La Paz, esperando el inicio de la ceremonia de premiación que no podía darse sin la presencia del gobernador, Angel César Mendoza Arámburo, el Mecenas que había habilitado a Escopinichi como promotor cultural plenipotenciario, mucho antes de la fundación del Programa Cultural de las Fronteras y Conaculta.
Llegó Ángel César con su séquito de funcionarios bonachones (“Quiúbole amigo, ¿cómo está la familia?”) , y se dirigió a Rulfo.
Con buen olfato político y una decorosa formación cultural- bohemio, pianista él mismo-, y seguramente asesorado por el Escopas, el Ejecutivo no recurrió al clásico medio abrazo- tres cuartos, sin contacto corporal ni visual- del priismo de los tiempos felices del carro completo.
Optó por un discreto apretón de manos, acariciadora palmadita en el hombro, y un breve pero sustancioso mensaje de bienvenida.
-Maestro Rulfo: es un orgullo para los sudcalifornianos tenerlo entre nosotros. Está usted en su casa. Bienvenido.
Luego procedió a presentarle al ilustre invitado a dos de sus “colaboradores”. Uno de ellos se lució:
-Qué le puedo decir yo, amigo Ruffo… Muy bonita obra,¿eh?... ¡ sobre todo esta última...! ¡El Páramo en Llamas! ¡Un novelón!
Angel César apenas pudo disimular un “¡trágame tierra!” mientras apuraba el desafane ante un don Juan impasible.
Cuando por fin se retiró la avanzada gubernamental, para romper nuestro bochorno e hilaridad contenida, “Ruffo” comentó:
-Qué jóvenes…
En su mirada creí ver bailotear una sonrisa. Una carcajada implosiva.
Ya en el "acto solemne", el maestro de ceremonias empezó desgranar los nombres de cada uno de los escritores invitados que se encontraban en la primera fila.
Nombró a todos, menos uno: Rulfo...
Chumacero se levantó de su butaca y alzó su voz, bien afinada por los tequilas de la víspera y la antevíspera, para desfacer el entuerto... Y dar paso a la entrega del jugoso cheque, diploma y Flor Natural al poeta laureado, con el fondo musical de la marcha Aída.
Al día siguiente, encontramos a Rulfo solo en una mesa de la Terraza del Perla, bogarteando uno de sus Delicados sin filtro, ante una taza de café, con la mirada clavada en la bahía de aguas tornasoladas. Al rato aparecieron sus compañeros escritores. Algunos habían amanecido con las luces encendidas y con mucha aviada.
Con su inseparable copa de coñac en mano, Montes de Oca le preguntó a don Juan si los acompañaría a Los Cabos, a donde estábamos a punto de salir.
-No-respondió Rulfo-, tengo muy malos recuerdos de San José.
-Pero... ¿Cuándo estuvo usted en San José, don Juanito?
Entonces el autor de "Luvina" contó una historia fulgurante protagonizada por un agente de ventas que algunas décadas atrás había sido sorprendido en San José por un chubasco devastador que lo retuvo en aquellos lares por varios meses. ¿El chubasco del 59 o puro temporal imaginario?
Poco después, compartiendo en el restaurante-bar del Gran Hotel Baja con los pintores Raúl Virgen y Bernardo Arellano y el poeta Víctor Bancalari, se nos apareció el fantasma de Juan Rulfo formado en la fila frente a la caja con su cuenta en la mano.
Bancalari fue quien se adelantó para ver si no estábamos alucinando. ¿Qué hacía Rulfo solo, haciendo fila para pagar su consumo, en un hotel de La Paz, y, hasta donde nosotros sabíamos, sin evento literario de por medio?
Había venido a pasar unos días de descanso, invitado por Fernando.
Pagamos su cuenta y lo encaminamos hasta el elevador. Por esos días, acababa de publicarse una polémica declaración del silencioso escritor jalisciense -"de chispa retardada"-, cuestionado sobre el panorama literario mexicano. -¿Es cierto que usted dijo eso de que el mejor poeta mexicano era Sabines?- preguntó Bancalari, más borgiano que paciano.
-Sí, Sabines... Pacheco...
-¿Y Octavio Paz?
-A ese no se le entiende nada... ¿Ustedes lo entienden? -respondió el novelista en receso; ahora sí, con una sonrisa de niño travieso a flor de piel, que nos hizo estallar en una carcajada mientras el amigo de Fernando Escopinicchi desaparecía en el rectángulo de luz blanquecina del elevador del Gran Baja.
ES UN VERDADERO PLACER COMO NOS ACERCAS A ESE GRAN ESCRITOR.
ResponderBorrarSu vida cotidiana,las pequeñas ironias y sobre todo la risa.
Bsssss