Poseo admiración por los escritores austriacos, como por Peter Handke. Hoy encontré un archivo guardado con una parte de El peso del mundo, fue publicado en Página/12 hace tres años. "A lo largo de El peso del mundo, Handke, como Greta Garbo, sólo quiere una cosa: estar solo. Las visitas lo perturban; le molesta que le hablen desconocidos por la calle; va de visita a casa de alguien y sólo siente bienestar cuando lo dejan solo en una habitación durante un rato. "Un escritor o cualquiera que ya no soportara estar solo no podría interesarme". (Crónica de un hombre solo. Nota madre).
El peso del mundo
24 de marzo
Durante mucho tiempo de mi vida rechacé con toda mi alma el mundo exterior y ahora que creo estar abierto a él, el mundo exterior ataca mi cuerpo. ¡Ojalá de una vez por todas, como ahora, el miedo a la muerte, amenazante y ensordecedor, se convierta en un tranquilo dolor corporal! (Ya ni me escucho a mí mismo).
El frío teléfono
Lo que me pareció un maligno chisporroteo mecánico entre la gente del parque, resultaron ser unos carritos para bebés.
Me doy cuenta de que en los momentos de pánico mortal tengo las patas levantadas como un conejo, saco el trasero, una especie de homosexual.
Incluso al subir un cierre pensar que ése va a ser el golpe de muerte.
Quizá el pánico mortal durante el cual todo me golpea de muerte –un grano de arroz pegado en el fondo de la olla, el chillido de un corcho– me cure de mi falta de control. Sin embargo, hace un ratito, cuando estaba ese matrimonio de idiotas y yo pensaba que debía deshacerme escuchando lo que decían, aprehendiendo lo que ellos son, mi estado fue peor: creí poder huir de mí mismo percibiendo a los otros o alguna otra cosa, y me di cuenta de que era eso lo que me enfermaba.
El presidente de la república, hablando en la televisión, está intimidado y tiene los rasgos de las caricaturas que siempre hacen sobre él; a veces, antes de decir una palabra, hace en el aire movimientos equivocados con la lengua, hasta que por fin encuentra el principio correcto de la palabra. (El presidente nunca va a aceptar que franceses disparen contra franceses).
Cuando se termina la televisión a medianoche, estoy de nuevo en peligro. (Me volví a reír con los chistes).
En el momento más terrible quise comprar un diario para simular un día normal.
Levantarse y caminar, ¡qué felicidad!
A pesar de todo, siguen los presentimientos y alusiones a un esqueleto de dolor dentro de mí, dentro de mi suave y casi insensible borrachera.
Mi incapacidad para dejar que me ayuden: es también una especie de frialdad, de indiferencia.
Y este que se está cambiando, éste sigo siendo yo.
Alguien me llamó por teléfono para visitarme al día siguiente y no sé por qué le dije que insistiera con el timbre.
25 de marzo
Me desperté con pánico en la oscuridad y salí a la calle, apenas un sobretodo y el pijama; un pájaro silba como cuando un dueño llama a su perro.
Pequeño y estrecho mundo del asustado.
Caminaba rápido por la calle, pasó un ómnibus y descubrí en la oscuridad a algunos pasajeros. El ómnibus todavía no tenía las luces de adentro encendidas.
Como salvación, adecuarse a otro dolor.
Si alguna luz está encendida, casi seguro que es en las buhardillas.
De pronto, aunque pasan muy pocos autos, la sensación de que se ha desatado el infierno (anotaciones del pánico).
La lluvia en los ojos, fría y reconfortante.
Después de una larga “indescriptibilidad” por fin conseguí volver a percibir mis pensamientos (anotar lo más mínimo enseguida, para saber qué es lo que me ha calmado).
Por primera vez en mucho tiempo, mientras comía uvas y escupía las semillas en la mano, parado frente a la pileta de la cocina, pude pensar en un futuro (de noche).
26 de marzo
Estiraron encima de mí la sábana sobre la cual estaba acostado.
Estar acostado en la ambulancia en contra de la dirección de marcha, en un embotellamiento en la autopista; el sol brillaba muy fuerte y yo para nada tenía la necesidad de estar acostado, ellos me obligaron. En el hospital: cuando le pregunté a la doctora si quizá podría salir mañana, ella respondió: “Eso no está descartado”.
Ya he vuelto a hablar conmigo, aunque sólo interiormente: ¿una buena señal?
Leyendo Bajo la rueda: escribir para darle a la juventud la dignidad que se le niega en la vida.
El único instante de tranquilidad, de silencio, durante el horario de visitas, le es concedido a mi compañero de habitación cuando la esposa se despide de su esposo enfermo con dos besos en las mejillas... mejor dicho, un momento después.
27 de marzo
La doctora le preguntó al viejo enfermo (tres infartos de corazón) la fecha de nacimiento y cuando él respondió, en agosto, ella estalló en un suave y fingido entusiasmo: “¡Oh, justo en mitad de las vacaciones!” Me di cuenta de que para todas las historias ella tenía preparadas las mismas preguntas y observaciones: que había que buscar en uno la causa de la enfermedad, que a ella también las cosas le iban así, etc. ¡Con qué rebosante ausencia nos miraba y se quedaba con nosotros! A menudo, aparentando gran interés y atención, preguntaba lo mismo dos veces. ¡Había olvidado no sólo la respuesta sino también su propia pregunta! Su mente estaba en otro lado con expresiones y gestos de estar con nosotros. (En realidad me gustaría probar al menos una vez a esta mujer, para “mi placer privado”). Hace un ratito vino y dijo mientras hacía un gesto tranquilizador con la mano: “¡Conserven la calma! ¡No hagan montañas de sus problemas! ¡No se queden atrapados en el túnel! (Y su reemplazante nos observa a los ojos con una mirada igual de larga y vacía).
Sentí que la doctora antes de irse me iba a dar la mano y sostuve mis manos contra la corriente de aire para que no sudaran.
Esa cosa que durante la noche saltaba bajo mi cama, como si estuviera dentro del colchón; y cuando me tiré en otra cama, sin saber si se trataba de una pesadilla, volvió a saltar algo, como atrapado, algo salvaje, con claustrofobia. Y dos días después encontré una rata agonizante respirando sin hacer ruido sobre el rojo piso plástico de la cocina; la barrí con la escoba de mano y la pala y la tiré en una bolsa de plástico; después puse la bolsa en el patio junto a la basura.
Los médicos dicen a menudo “un poquito”, “un poquitito”: “Volvió a escupir hoy un poquito de sangre”. “Su presión sanguínea subió un poquitito”.
Todas estas personas desconocidas, todo este ajetreo ruidoso... de hecho tranquilizan “un poquito”.
Sentirse de nuevo señor de sí y del propio cuerpo: ¡sentimiento señorial!
De pronto la idea de que cuando me abandone la opresión en el pecho también me abandonará el sentimiento de estar vivo.
El anciano, después de su tercer infarto, acompaña todo lo que cuenta, incluso las bromas, con un movimiento que consiste en dejar caer con resignación sus brazos o manos.
Miedo mortal: no poder sentir ninguna de las cosas que uno ve, porque uno ya no tiene humor.
Asesinado por la realidad ortodoxa.
Cuando el doctor dijo que yo debía volver a la sala de reanimación, el paciente de al lado puso enseguida en mi mesita un diario que le había prestado.
Casi espero con ganas el momento en que me saquen sangre.
La luz intermitente del cardiógrafo y la luz intermitente de los aviones que aterrizan delante de la ventana.