Todas las mañanas, después de despertarme me tomo un café y salgo a dar mi paseo. Son las siete. Recorro la calle en la que vivo, la Prokuratorska, en dirección a la Wawelska. Paso junto al consulado británico: ante la verja, a esta hora, ya espera un nutridísimo grupo de personas. Pasan allí la noche, duermen en los coches, en los céspedes, en los bancos: han venido para solicitar un visado. Enseguida sé que estoy en el Tercer Mundo. Tamañas aglomeraciones no se dan ni en Oslo ni en Berna, pero sí en Kampala y en Kuala Lumpur.
Los habitantes de los países más o menos pobres -como Polonia sin ir más lejos- ofrecen su barata mano de obra; los países ricos se defienden, tienen de sobra donde elegir. Hambrientos, aunque no tanto como para no poder moverse (como mis miserables del Sahel), intentan tomar por asalto a Occidente, donde, si se logra conseguir un empleo, aún se puede ganar un buen sueldo (un vecino de mi madre, pan Kucharski, un albañil ya entrado en años, preguntado un día cuál era su mayor deseo, le respondió sin pensárselo dos veces: "¿Sabe, señora?, sueño con ganarme un buen pellizco, ¡aunque sea una sola vez en mi vida!").
Hace 1 día.
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