"Cada día otorgo menos valor a la inteligencia. Cada día soy más consciente de que sólo al margen de ella puede rescatar el escritor alguna parcela de sus impresiones pasadas, es decir, alcanzar algo de sí mismo y también la única materia del arte. Lo que la inteligencia nos devuelve con el nombre de pasado no es tal. En realidad, al igual que sucede con el alma de los difuntos en ciertas leyendas populares, cada momento de nuestra vida, tan pronto muere, se encarna y se oculta tras algún objeto material. Y allí permanece prisionero, eternamente prisionero, a no ser que demos con el objeto. A través de éste lo reconocemos, lo llamamos, y queda liberado. Es perfectamente posible que el objeto donde se oculta –o la sensación, ya que, con relación a nosotros, todo objeto es sensación- no lo encontremos jamás. Y así, hay momentos en nuestra vida que nunca resucitarán. ¡Es tan pequeño ese objeto, está tan perdido en el mundo, existen tan pocas posibilidades de que se cruce en nuestro camino!
La otra noche, como regresé helado por la nieve y no podía entrar en calor, me puse a leer en mi habitación a la luz de la lámpara, y mi anciana cocinera se ofreció a prepararme una taza de té, infusión que no tomo nunca. Y quiso el azar que me trajera unas tostadas. Mojé la tostada en el té, y en el momento en que me llevé la tostada a la boca y la sentí ablandarse mientras el sabor del té me impregnaba el paladar, me invadió una turbación, efluvios de geranios y naranjos, una sensación de luz extraordinaria, de felicidad. Permanecí inmóvil, temiendo interrumpir con un solo movimiento aquello que se forjaba en mi mente sin entenderlo, aferrándome a ese sabor de pan humedecido que parecía producir tantas maravillas, cuando de repente los tabiques conmocionados de mi memoria cedieron, y los veranos que pasaba en la casa de campo irrumpieron en mi conciencia, con sus mañanas, arrastrando con ellos el desfile, la carga incesante de las horas felices. Entonces recordé: todos los días, después de vestirme, bajaba a la habitación de mi abuelo, que acababa de despertarse y tomaba el té. Mi abuelo mojaba una tostada y me la daba. Y cuando pasaron esos veranos, la sensación de la tostada ablandada en el té fue uno de los refugios donde las horas muertas –muertas para la inteligencia- fueron a agazaparse, y donde sin duda nunca las hubiera encontrado si aquella noche de invierno, al regresar helado por la nieve, mi cocinera no me hubiera ofrecido la infusión a la que la resurrección estaba ligada, en virtud de un pacto mágico que yo desconocía.
La inteligencia no podrá hallar cobijo en los objetos en los que tratemos de establecer conscientemente relaciones con el momento que vivimos. Es más, si hay algo que pueda resucitarlos, cuando resuciten con ellas se verán despojados de poesía".
Fragmento del Prólogo de Contra Sainte-Beuve. Recuerdos de una mañana, de Marcel Proust. Los subrayados son míos.
La otra noche, como regresé helado por la nieve y no podía entrar en calor, me puse a leer en mi habitación a la luz de la lámpara, y mi anciana cocinera se ofreció a prepararme una taza de té, infusión que no tomo nunca. Y quiso el azar que me trajera unas tostadas. Mojé la tostada en el té, y en el momento en que me llevé la tostada a la boca y la sentí ablandarse mientras el sabor del té me impregnaba el paladar, me invadió una turbación, efluvios de geranios y naranjos, una sensación de luz extraordinaria, de felicidad. Permanecí inmóvil, temiendo interrumpir con un solo movimiento aquello que se forjaba en mi mente sin entenderlo, aferrándome a ese sabor de pan humedecido que parecía producir tantas maravillas, cuando de repente los tabiques conmocionados de mi memoria cedieron, y los veranos que pasaba en la casa de campo irrumpieron en mi conciencia, con sus mañanas, arrastrando con ellos el desfile, la carga incesante de las horas felices. Entonces recordé: todos los días, después de vestirme, bajaba a la habitación de mi abuelo, que acababa de despertarse y tomaba el té. Mi abuelo mojaba una tostada y me la daba. Y cuando pasaron esos veranos, la sensación de la tostada ablandada en el té fue uno de los refugios donde las horas muertas –muertas para la inteligencia- fueron a agazaparse, y donde sin duda nunca las hubiera encontrado si aquella noche de invierno, al regresar helado por la nieve, mi cocinera no me hubiera ofrecido la infusión a la que la resurrección estaba ligada, en virtud de un pacto mágico que yo desconocía.
La inteligencia no podrá hallar cobijo en los objetos en los que tratemos de establecer conscientemente relaciones con el momento que vivimos. Es más, si hay algo que pueda resucitarlos, cuando resuciten con ellas se verán despojados de poesía".
Fragmento del Prólogo de Contra Sainte-Beuve. Recuerdos de una mañana, de Marcel Proust. Los subrayados son míos.
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