"Once años antes de conocer a su futura esposa, Jacqueline Lamba, André Breton había escrito un poema con detalles que parecían una premonición de ese encuentro. No fue la única vez que le ocurrió algo semejante. El poeta surrealista se apoyaba en esas coincidencias para abonar sus teorías estéticas.
La escena tiene lugar el 29 de mayo de 1934, a las 19 horas, en el "Café de la Place Blanche" donde se reúne el grupo surrealista presidido por André Breton. El creador del movimiento está sentado de espaldas a la puerta cuando, de pronto, las miradas de los parroquianos (no las de sus apóstoles, inútil aclararlo, sino las de la "concurrencia vulgar"), adquieren ese "carácter hostil que, tanto en la vida como en el arte -escribirá más tarde Breton en L amour fou -, siempre me ha indicado la presencia de lo bello". Se da vuelta a mirar y, en efecto, así es. Iluminada "como si se desplazara en pleno día a la luz de una lámpara", una mujer de "cabellos pálidos", "escandalosamente bella", acaba de entrar al sacrosanto café. Lleva en la mano un cuadernito, se instala ante una mesa y, sin mirarlo, se dedica a escribir. Breton tiene la "vaga intuición" de que la vida de esa mujer se unirá con la suya. También intuye que ella le está escribiendo una carta. A él.
Nada más cierto. Sin embargo, el mozo no tiene la delicadeza de acercarle el sobre. Esa misma noche, Breton se encuentra en la calle con la muchacha de escandalosa hermosura, ella se asombra de que el mozo no le haya dado la carta y se presenta: Jacqueline Lamba, pintora y bailarina de ballet acuático en una vieja piscina de la rue Rochechouart transformada en music-hall. Breton se maravilla. El que la bella sea pintora lo fascina bastante menos que su condición de nadadora. Porque el arte femenino le inspira una genuina desconfianza; porque le encantan las criaturas fantásticas del music-hall (su ídolo es la cantante Musidora, "hada moderna adorablemente dotada para el mal, y pueril, ¡oh, su voz de niña!"); y porque su creencia en el "azar objetivo" lo lleva a valorar de manera exclusiva los encuentros signados por la predestinación. Dicho en otras palabras, nadie puede aspirar a sus favores si no se halla en perfecta adecuación con los grandes principios del surrealismo. En el caso de una mujer, ésta deberá encarnar el doble papel de vampiresa y de nena. Imposible presentarse ante él así nomás, porque sí, privados de atributos y señales surrealistamente correctos.
Jacqueline cae bien. Días atrás, en un bar, Breton ha conocido a una camarera a la que llaman "la Ondina". Más no necesita el poeta para que la aparición de una sirena rubia forme parte de los "hallazgos fortuitos y necesarios" que fundamentan su teoría. Durante toda la noche Breton y la rubia caminan por París. Casi no se hablan. A Breton le impresiona el modo de caminar de esa chica tan joven (él le lleva catorce años), como si apenas apoyara los pies en tierra. Pasan por Les Halles, por la torre Saint-Jacques, por el mercado de flores, cruzan el Sena, se besan. Después él la acompaña al Médical Hotel, donde ella vive. Unico punto flojo en el conjunto, el nombre de este hotel no pareciera pegar con nada. Pero el enamorado no se inmuta. Cuando alguien desea, con tamaña intensidad, meter la realidad en el corset del sueño, tironea, empuja y, al final, lo consigue. De modo que esa noche, André y Jacqueline se van a dormir, cada uno por su lado, con la sonrisa en los labios. La sonrisa que debe ser, la del "amor admirable" preconizado por el jefe del surrealismo, y sobre el que otro poeta, Paul Eluard, tanto más práctico en amores, suele mascullar entre dientes: "el amor admirable mata".
Sólo tiempo después André Breton se da cuenta de que el paseo nocturno ya ha sido escrito, y nada menos que por él mismo. Un poema de 1923, perteneciente a su período de mayor exaltación -el del reciente descubrimiento de la escritura automática-, intitulado "Tournesol" y que nunca le ha gustado gran cosa, vuelve incansablemente a su memoria. Al buscarlo entre sus libros, la revelación lo fulmina.
Todo está allí. "La viajera que atravesó Les Halles a la caída del verano/ caminaba en puntas de pie/... En El Perro que fuma/ donde acaban de entrar el pro y el contra/ Sólo podían verla mal y de soslayo/...Las promesas de las noches por fin se realizaban/ Las palomas mensajeras los besos de auxilio/ se unían a los senos de la bella desconocida/... Una granja prosperaba en pleno París/... algunos como esta mujer parecen nadar", etcétera. Poco importa que el verano, a fines de mayo, en Europa no haya siquiera comenzado, ni que el Café de la Place Blanche no se llame Au Chien qui fume . Las cosas son así y no de otra manera: Jacqueline ha llegado hasta él prefigurada por la Ondina, y por ese poema, decretado profético, donde la viajera atraviesa Les Halles, es "mal vista" en un café, envía mensajes, tiene senos, pasa por la "granja" (el mercado de flores) y parece nadar, en evidente alusión a esa profesión de nadadora que a Breton lo encandila.
A partir de este momento Jacqueline deja de ser la joven inteligente y ambiciosa que en realidad es, alumna de la Ecole des arts décoratifs, interesada por las posiciones políticas del surrealismo y que, de modo no accesorio, busca trabajo, para volverse la náyade soñada. "El veía en mí lo que deseaba ver, pero, de hecho, nunca me vio realmente", diría Jacqueline algunos años después, así como, poco antes, la precedente amiga de Breton, Suzanne Muzard, había declarado con tristeza: "Breton incensaba sus amores: modelaba a la mujer amada para que, de acuerdo con sus aspiraciones, se convirtiera a sus ojos en un valor seguro".
Todo había comenzado, para Breton, en 1926. Caminaba por la calle cuando se topó de improviso con una chica muy rara que pronunciaba frases "oraculares". El lo narra en Nadia , donde también reproduce sus paseos callejeros, tal como en L amour fou lo hará con Jacqueline. Nadia se transforma en "genio libre", en "alma errante", en hada Melusina, en sirena, en mujer-niña, en la "mujer surrealista" por excelencia, y en la amante del poeta. Esto último no le impide a Breton huir despavorido cuando ella se vuelve loca de verdad. "No quiero hacerte perder un tiempo necesario para las cosas superiores -le escribe Nadia desde el Sainte-Anne, ese hospital psiquiátrico donde tantos surrealistas, sobre todo mujeres, se irán dando cita con el correr del tiempo-. Es sabio no demorarse en lo imposible". Aceptando magnánimo la ofrenda de la jovencita (hacerse a un lado para no molestar), Breton cuida su tiempo y omite visitarla. En cambio Paul Eluard, el que descree de lo admirable pero no del cariño, tiene la gentileza de llevarle flores.
Para Breton los hallazgos de personas no se diferenciaban de los hallazgos de cosas. Estas, decía, nos ponen en contacto con nuestras zonas desconocidas y, al igual que los sueños, con nuestros actos futuros. Junto al pintor De Chirico y al escultor Giacometti, Breton vagaba por las calles en un estado pasivo y receptivo, idéntico al que dejaba pasar el flujo de la escritura, o al menos él se lo creía, sin intervención de su voluntad. ¿Las palabras "golpean al vidrio de la ventana" sin ser llamadas? Los objetos también. Criaturas inanimadas pero premonitorias, a veces están allí para decirnos algo que nos está dirigido en forma personal.
Hermosa imagen, y cierta, ésta del lenguaje que nos hace toc-toc en el vidrio. ¿Qué escritor no ha gozado alguna vez de esos inesperados obsequios, una frase o un verso llovidos del cielo, o entrados por la ventana, y que, además de "fortuitos y necesarios", suelen ser lo mejor que ese escritor haya escrito jamás? Lástima que la verdad de la imagen resulte oscurecida por lo mismo que el surrealismo manifestaba desechar: cierta decisión deliberada de concretar el hallazgo; cierto voluntarismo que terminó por encerrar una percepción sutil y un descubrimiento revolucionario dentro de criterios bastante estrechos. Susan Sontag se ha mostrado muy crítica en relación con esos surrealistas errabundos a los que llama "paseantes de clase media", ávidos de estremecimientos pero también de cosas para coleccionar. Lo innegable es que la manía acumulativa típica del anticuario no les fue ajena. Frecuentar los mercados de pulgas, tanto como programar sesiones colectivas de escritura "dictada", son formas activas y resueltas de institucionalizar el azar. Pero si las cosas esperan a que el coleccionista se desplace hacia ellas, algunas mujeres saben tomar por su cuenta las riendas del acaso. Mujeres de otra época, se entiende, inseguras de triunfar por sus propios medios, que se apoyaban en una complicidad femenina porque la masculina, por el momento, no se derramaba sobre ellas a manos llenas.
Es lo que sucedió con Jacqueline Lamba. Un día, cansada de estar sola y harta de ser pobre, le preguntó en confianza a Dora Maar, su compañera de estudios en la escuela de artes decorativas: "¿Y esos surrealistas de los que tanto se habla, cómo se hace para verlos? ¡Me vendría de bien conocer a alguno!". "No va a ser nada difícil -le contestó Dora-. Breton está todas las tardes en el Café de la Place Blanche". A él también se lo notaba solo. Acababa de divorciarse de su primera mujer, Simone Kahn, y Suzanne Muzard se había casado con otro que no encendía tanto incienso sobre su altar. Así fue como entre las dos amigas planificaron la llegada de la bella desconocida al susodicho café, con sus cabellos decolorados, bastante pajizos, y su cuaderno a la vista. La confabulación, como hemos visto, fue coronada por el éxito. Un año después, en octubre de 1935, la propia Dora habría de montar una puesta en escena que volvería a dejar por los suelos las ocurrencias de lo fortuito. Y aun más surrealista, si cabe: ¿acaso no decía Breton que la belleza "será convulsiva o no será"?
Dora Maar, una morena tempestuosa de padre croata y madre francesa, pero criada en Buenos Aires, no era una humilde huerfanita como su compañera, sino la hija de un arquitecto enriquecido en la Argentina, y una fotógrafa surrealista de extraordinario talento. Estaba en la cúspide de su carrera, dentro de los límites que el sexismo, surrealista o no, lo permitía por entonces. Pero si bien ella no necesitaba a un amante poderoso por razones de supervivencia, lo precisaba por ambición. Y por admiración. En esta ocasión el papel de Celestina le tocó al amigable Eluard, quien le avisó sonriendo con esa tolerancia tan suya: "Esta tarde voy a estar con Picasso en Les Deux Magots ".
La escena se la contó diez años después el propio Picasso a Françoise Gilot, la joven pintora por la que acababa de abandonar a Dora. El está con su corte de adulones en el célebre bar de Saint-Germain des Près, cuando entra una mujer escandalosamente bella, aunque de pelo azabache. Va vestida del color de su pelo. Tiene una expresión inmutable, un aire de tanguera que avanza por la pista con arrogante sumisión. Picasso pregunta quién es (ya ha visto su fotografía en el estudio del fotógrafo norteamericano Man Ray), Eluard se lo chismea al oído: "Ha sido la amante de Georges Bataille". El dato significa que la morocha se las trae (adorador del Marqués de Sade, el autor de la horripilante Histoire de l oeil no tiene fama de ser ningún angelito). Cuando Picasso la taladra con esa mirada que hace temblar las piernas de las mujeres, Dora se la sostiene sin pestañear. Después se quita los guantes, también negros pero con aplicaciones de florcitas rosadas, se sienta, saca de la cartera un cuchillo afilado, planta sobre la mesa la mano izquierda y, a toda velocidad, traza el contorno de sus dedos a punta de puñal. Algún error comete, pese a su precisión, ya que la mano sangra. Picasso, embelesado, se acerca a pedirle el guante manchado de rojo. Hasta el final de su vida conservará ese objeto en la vitrina donde amontona sus tesoros.
André y Jacqueline se casaron, tuvieron una hija, Aube, visitaron a Frida Kahlo y a Diego Rivera en la Casa Azul, donde conocieron a Trotzki que se espantó de la frivolidad del poeta francés (Breton interrumpía conversaciones serias para robarse los ex votos de las iglesitas indígenas) y, a su debido tiempo, se divorciaron. Dora y Pablo no se casaron ni tuvieron hijos pero estuvieron juntos durante toda una década; ella le inspiró el Guernica y una fabulosa colección de retratos que van desde la joven inocente hasta la prisionera, la loca, la calavera o el perro; y, cuando él la abandonó, se encerró en su casa durante cuarenta años sin ver a nadie. "Después de Picasso, sólo Dios", explicó simplemente.
Pero lo que me importa destacar en estas historias no es el final sino el instante del encuentro. Historias universales, en las que una mujer resuelve sacudir el destino como un peral. Cleopatra haciéndose envolver en un tapiz que se coloca a los pies de Julio César, para surgir ante él como un presente. Evita abriéndose camino a codazos para instalarse junto a Perón en el acto del Luna Park. O, para retomar otro cuento que relaté hace poco en estas mismas páginas, la espía Africa Las Heras seduciendo al escritor Felisberto Hernández por orden de los servicios secretos soviéticos.
Y sin embargo, en todos estos comienzos hay una parte azarosa, imposible de proyectar. Breton, Picasso, Perón, Julio César o Felisberto habrían podido no plegarse al designio femenino. Por pícara que sea, la tesis del complot no lo abarca todo. Si esas mujeres lograron su objetivo, fue porque otro titiritero tan malicioso como ellas, llámese química amorosa, sino, estrella o hasta voluntad divina, manejaba los hilos.
Lo cual nos lleva de regreso a las fulgurantes intuiciones de André Breton, opacadas por su autoritarismo, su pedantería y su inenarrable ingenuidad, pero de una profundidad tan admirable como el amor que él amaba. Jacqueline Lamba se complotó con Dora Maar para conquistar al jefe poderoso de un movimiento artístico, pero el jefe poderoso supo descubrirla en la realidad y, por qué no, identificarla en un poema y armonizar el augurio con la conjura.
No desvariaba en absoluto Breton al afirmarlo: disponerse al hallazgo hace que los regalos del azar, "manifestación de la necesidad interior que se abre camino en el inconsciente del hombre", se vuelvan perceptibles. Lo mejor de Breton está en haber propiciado, en un país racionalista como el suyo, ese estado de alerta y transparencia al que él llamaba de "distracción superior". Una forma fluida de la concentración, que permite oír los golpecitos en la ventana, dados por el poema, o por la cosa, o por unos nudillos humanos que han decidido despertarnos porque ya es hora".
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La escena tiene lugar el 29 de mayo de 1934, a las 19 horas, en el "Café de la Place Blanche" donde se reúne el grupo surrealista presidido por André Breton. El creador del movimiento está sentado de espaldas a la puerta cuando, de pronto, las miradas de los parroquianos (no las de sus apóstoles, inútil aclararlo, sino las de la "concurrencia vulgar"), adquieren ese "carácter hostil que, tanto en la vida como en el arte -escribirá más tarde Breton en L amour fou -, siempre me ha indicado la presencia de lo bello". Se da vuelta a mirar y, en efecto, así es. Iluminada "como si se desplazara en pleno día a la luz de una lámpara", una mujer de "cabellos pálidos", "escandalosamente bella", acaba de entrar al sacrosanto café. Lleva en la mano un cuadernito, se instala ante una mesa y, sin mirarlo, se dedica a escribir. Breton tiene la "vaga intuición" de que la vida de esa mujer se unirá con la suya. También intuye que ella le está escribiendo una carta. A él.
Nada más cierto. Sin embargo, el mozo no tiene la delicadeza de acercarle el sobre. Esa misma noche, Breton se encuentra en la calle con la muchacha de escandalosa hermosura, ella se asombra de que el mozo no le haya dado la carta y se presenta: Jacqueline Lamba, pintora y bailarina de ballet acuático en una vieja piscina de la rue Rochechouart transformada en music-hall. Breton se maravilla. El que la bella sea pintora lo fascina bastante menos que su condición de nadadora. Porque el arte femenino le inspira una genuina desconfianza; porque le encantan las criaturas fantásticas del music-hall (su ídolo es la cantante Musidora, "hada moderna adorablemente dotada para el mal, y pueril, ¡oh, su voz de niña!"); y porque su creencia en el "azar objetivo" lo lleva a valorar de manera exclusiva los encuentros signados por la predestinación. Dicho en otras palabras, nadie puede aspirar a sus favores si no se halla en perfecta adecuación con los grandes principios del surrealismo. En el caso de una mujer, ésta deberá encarnar el doble papel de vampiresa y de nena. Imposible presentarse ante él así nomás, porque sí, privados de atributos y señales surrealistamente correctos.
Jacqueline cae bien. Días atrás, en un bar, Breton ha conocido a una camarera a la que llaman "la Ondina". Más no necesita el poeta para que la aparición de una sirena rubia forme parte de los "hallazgos fortuitos y necesarios" que fundamentan su teoría. Durante toda la noche Breton y la rubia caminan por París. Casi no se hablan. A Breton le impresiona el modo de caminar de esa chica tan joven (él le lleva catorce años), como si apenas apoyara los pies en tierra. Pasan por Les Halles, por la torre Saint-Jacques, por el mercado de flores, cruzan el Sena, se besan. Después él la acompaña al Médical Hotel, donde ella vive. Unico punto flojo en el conjunto, el nombre de este hotel no pareciera pegar con nada. Pero el enamorado no se inmuta. Cuando alguien desea, con tamaña intensidad, meter la realidad en el corset del sueño, tironea, empuja y, al final, lo consigue. De modo que esa noche, André y Jacqueline se van a dormir, cada uno por su lado, con la sonrisa en los labios. La sonrisa que debe ser, la del "amor admirable" preconizado por el jefe del surrealismo, y sobre el que otro poeta, Paul Eluard, tanto más práctico en amores, suele mascullar entre dientes: "el amor admirable mata".
Sólo tiempo después André Breton se da cuenta de que el paseo nocturno ya ha sido escrito, y nada menos que por él mismo. Un poema de 1923, perteneciente a su período de mayor exaltación -el del reciente descubrimiento de la escritura automática-, intitulado "Tournesol" y que nunca le ha gustado gran cosa, vuelve incansablemente a su memoria. Al buscarlo entre sus libros, la revelación lo fulmina.
Todo está allí. "La viajera que atravesó Les Halles a la caída del verano/ caminaba en puntas de pie/... En El Perro que fuma/ donde acaban de entrar el pro y el contra/ Sólo podían verla mal y de soslayo/...Las promesas de las noches por fin se realizaban/ Las palomas mensajeras los besos de auxilio/ se unían a los senos de la bella desconocida/... Una granja prosperaba en pleno París/... algunos como esta mujer parecen nadar", etcétera. Poco importa que el verano, a fines de mayo, en Europa no haya siquiera comenzado, ni que el Café de la Place Blanche no se llame Au Chien qui fume . Las cosas son así y no de otra manera: Jacqueline ha llegado hasta él prefigurada por la Ondina, y por ese poema, decretado profético, donde la viajera atraviesa Les Halles, es "mal vista" en un café, envía mensajes, tiene senos, pasa por la "granja" (el mercado de flores) y parece nadar, en evidente alusión a esa profesión de nadadora que a Breton lo encandila.
A partir de este momento Jacqueline deja de ser la joven inteligente y ambiciosa que en realidad es, alumna de la Ecole des arts décoratifs, interesada por las posiciones políticas del surrealismo y que, de modo no accesorio, busca trabajo, para volverse la náyade soñada. "El veía en mí lo que deseaba ver, pero, de hecho, nunca me vio realmente", diría Jacqueline algunos años después, así como, poco antes, la precedente amiga de Breton, Suzanne Muzard, había declarado con tristeza: "Breton incensaba sus amores: modelaba a la mujer amada para que, de acuerdo con sus aspiraciones, se convirtiera a sus ojos en un valor seguro".
Todo había comenzado, para Breton, en 1926. Caminaba por la calle cuando se topó de improviso con una chica muy rara que pronunciaba frases "oraculares". El lo narra en Nadia , donde también reproduce sus paseos callejeros, tal como en L amour fou lo hará con Jacqueline. Nadia se transforma en "genio libre", en "alma errante", en hada Melusina, en sirena, en mujer-niña, en la "mujer surrealista" por excelencia, y en la amante del poeta. Esto último no le impide a Breton huir despavorido cuando ella se vuelve loca de verdad. "No quiero hacerte perder un tiempo necesario para las cosas superiores -le escribe Nadia desde el Sainte-Anne, ese hospital psiquiátrico donde tantos surrealistas, sobre todo mujeres, se irán dando cita con el correr del tiempo-. Es sabio no demorarse en lo imposible". Aceptando magnánimo la ofrenda de la jovencita (hacerse a un lado para no molestar), Breton cuida su tiempo y omite visitarla. En cambio Paul Eluard, el que descree de lo admirable pero no del cariño, tiene la gentileza de llevarle flores.
Para Breton los hallazgos de personas no se diferenciaban de los hallazgos de cosas. Estas, decía, nos ponen en contacto con nuestras zonas desconocidas y, al igual que los sueños, con nuestros actos futuros. Junto al pintor De Chirico y al escultor Giacometti, Breton vagaba por las calles en un estado pasivo y receptivo, idéntico al que dejaba pasar el flujo de la escritura, o al menos él se lo creía, sin intervención de su voluntad. ¿Las palabras "golpean al vidrio de la ventana" sin ser llamadas? Los objetos también. Criaturas inanimadas pero premonitorias, a veces están allí para decirnos algo que nos está dirigido en forma personal.
Hermosa imagen, y cierta, ésta del lenguaje que nos hace toc-toc en el vidrio. ¿Qué escritor no ha gozado alguna vez de esos inesperados obsequios, una frase o un verso llovidos del cielo, o entrados por la ventana, y que, además de "fortuitos y necesarios", suelen ser lo mejor que ese escritor haya escrito jamás? Lástima que la verdad de la imagen resulte oscurecida por lo mismo que el surrealismo manifestaba desechar: cierta decisión deliberada de concretar el hallazgo; cierto voluntarismo que terminó por encerrar una percepción sutil y un descubrimiento revolucionario dentro de criterios bastante estrechos. Susan Sontag se ha mostrado muy crítica en relación con esos surrealistas errabundos a los que llama "paseantes de clase media", ávidos de estremecimientos pero también de cosas para coleccionar. Lo innegable es que la manía acumulativa típica del anticuario no les fue ajena. Frecuentar los mercados de pulgas, tanto como programar sesiones colectivas de escritura "dictada", son formas activas y resueltas de institucionalizar el azar. Pero si las cosas esperan a que el coleccionista se desplace hacia ellas, algunas mujeres saben tomar por su cuenta las riendas del acaso. Mujeres de otra época, se entiende, inseguras de triunfar por sus propios medios, que se apoyaban en una complicidad femenina porque la masculina, por el momento, no se derramaba sobre ellas a manos llenas.
Es lo que sucedió con Jacqueline Lamba. Un día, cansada de estar sola y harta de ser pobre, le preguntó en confianza a Dora Maar, su compañera de estudios en la escuela de artes decorativas: "¿Y esos surrealistas de los que tanto se habla, cómo se hace para verlos? ¡Me vendría de bien conocer a alguno!". "No va a ser nada difícil -le contestó Dora-. Breton está todas las tardes en el Café de la Place Blanche". A él también se lo notaba solo. Acababa de divorciarse de su primera mujer, Simone Kahn, y Suzanne Muzard se había casado con otro que no encendía tanto incienso sobre su altar. Así fue como entre las dos amigas planificaron la llegada de la bella desconocida al susodicho café, con sus cabellos decolorados, bastante pajizos, y su cuaderno a la vista. La confabulación, como hemos visto, fue coronada por el éxito. Un año después, en octubre de 1935, la propia Dora habría de montar una puesta en escena que volvería a dejar por los suelos las ocurrencias de lo fortuito. Y aun más surrealista, si cabe: ¿acaso no decía Breton que la belleza "será convulsiva o no será"?
Dora Maar, una morena tempestuosa de padre croata y madre francesa, pero criada en Buenos Aires, no era una humilde huerfanita como su compañera, sino la hija de un arquitecto enriquecido en la Argentina, y una fotógrafa surrealista de extraordinario talento. Estaba en la cúspide de su carrera, dentro de los límites que el sexismo, surrealista o no, lo permitía por entonces. Pero si bien ella no necesitaba a un amante poderoso por razones de supervivencia, lo precisaba por ambición. Y por admiración. En esta ocasión el papel de Celestina le tocó al amigable Eluard, quien le avisó sonriendo con esa tolerancia tan suya: "Esta tarde voy a estar con Picasso en Les Deux Magots ".
La escena se la contó diez años después el propio Picasso a Françoise Gilot, la joven pintora por la que acababa de abandonar a Dora. El está con su corte de adulones en el célebre bar de Saint-Germain des Près, cuando entra una mujer escandalosamente bella, aunque de pelo azabache. Va vestida del color de su pelo. Tiene una expresión inmutable, un aire de tanguera que avanza por la pista con arrogante sumisión. Picasso pregunta quién es (ya ha visto su fotografía en el estudio del fotógrafo norteamericano Man Ray), Eluard se lo chismea al oído: "Ha sido la amante de Georges Bataille". El dato significa que la morocha se las trae (adorador del Marqués de Sade, el autor de la horripilante Histoire de l oeil no tiene fama de ser ningún angelito). Cuando Picasso la taladra con esa mirada que hace temblar las piernas de las mujeres, Dora se la sostiene sin pestañear. Después se quita los guantes, también negros pero con aplicaciones de florcitas rosadas, se sienta, saca de la cartera un cuchillo afilado, planta sobre la mesa la mano izquierda y, a toda velocidad, traza el contorno de sus dedos a punta de puñal. Algún error comete, pese a su precisión, ya que la mano sangra. Picasso, embelesado, se acerca a pedirle el guante manchado de rojo. Hasta el final de su vida conservará ese objeto en la vitrina donde amontona sus tesoros.
André y Jacqueline se casaron, tuvieron una hija, Aube, visitaron a Frida Kahlo y a Diego Rivera en la Casa Azul, donde conocieron a Trotzki que se espantó de la frivolidad del poeta francés (Breton interrumpía conversaciones serias para robarse los ex votos de las iglesitas indígenas) y, a su debido tiempo, se divorciaron. Dora y Pablo no se casaron ni tuvieron hijos pero estuvieron juntos durante toda una década; ella le inspiró el Guernica y una fabulosa colección de retratos que van desde la joven inocente hasta la prisionera, la loca, la calavera o el perro; y, cuando él la abandonó, se encerró en su casa durante cuarenta años sin ver a nadie. "Después de Picasso, sólo Dios", explicó simplemente.
Pero lo que me importa destacar en estas historias no es el final sino el instante del encuentro. Historias universales, en las que una mujer resuelve sacudir el destino como un peral. Cleopatra haciéndose envolver en un tapiz que se coloca a los pies de Julio César, para surgir ante él como un presente. Evita abriéndose camino a codazos para instalarse junto a Perón en el acto del Luna Park. O, para retomar otro cuento que relaté hace poco en estas mismas páginas, la espía Africa Las Heras seduciendo al escritor Felisberto Hernández por orden de los servicios secretos soviéticos.
Y sin embargo, en todos estos comienzos hay una parte azarosa, imposible de proyectar. Breton, Picasso, Perón, Julio César o Felisberto habrían podido no plegarse al designio femenino. Por pícara que sea, la tesis del complot no lo abarca todo. Si esas mujeres lograron su objetivo, fue porque otro titiritero tan malicioso como ellas, llámese química amorosa, sino, estrella o hasta voluntad divina, manejaba los hilos.
Lo cual nos lleva de regreso a las fulgurantes intuiciones de André Breton, opacadas por su autoritarismo, su pedantería y su inenarrable ingenuidad, pero de una profundidad tan admirable como el amor que él amaba. Jacqueline Lamba se complotó con Dora Maar para conquistar al jefe poderoso de un movimiento artístico, pero el jefe poderoso supo descubrirla en la realidad y, por qué no, identificarla en un poema y armonizar el augurio con la conjura.
No desvariaba en absoluto Breton al afirmarlo: disponerse al hallazgo hace que los regalos del azar, "manifestación de la necesidad interior que se abre camino en el inconsciente del hombre", se vuelvan perceptibles. Lo mejor de Breton está en haber propiciado, en un país racionalista como el suyo, ese estado de alerta y transparencia al que él llamaba de "distracción superior". Una forma fluida de la concentración, que permite oír los golpecitos en la ventana, dados por el poema, o por la cosa, o por unos nudillos humanos que han decidido despertarnos porque ya es hora".
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