3 de marzo de 2007

El año de Gabo

El Universal, en su apartado de cultura, dedicará estos días que vienen a Gabriel García Márquez, presentará trabajos especiales sobre la vida y la obra del Gabo. De inicio, hoy, su sabatino y magnífico suplemento cultural Confabulario, le realiza un homenaje titulado El año de Gabo. Publica textos de Orlando Castellanos, Plinio Apuleyo Mendoza, Mario Benedetti, Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco, Eduardo Mejía, y Julio Ortega, quien "convoca en este espacio un conjunto de voces —Carlos Fuentes, Vila-Matas, Bryce Echenique— que desde el asombro y la complicidad, desentrañan los poderes vitales de un autor que cambió para siempre la literatura".

Para empezar, se rescata una entrevista concedida a Radio Habana en 1976, la cual permaneció guardada en una cinta durante mucho tiempo. Ahí, García Márquez habló de su pasión por el periodismo, y de “los trucos de la carpintería secreta” que da forma a sus novelas. Cuando Orlando Castellanos le dice: "Estoy hablando con Gabriel García Márquez y no le he preguntado nada sobre Cien años de soledad y sobre El otoño del patriarca. Vamos a tener que hablar de Cien años de soledad. Creo que no te vas a disgustar por eso", García Márquez responde: "Lo que pasa es que yo no la he leído", "Pero hiciste lo más grande, que fue escribirla", le dice Castellanos, y el escritor colombiano radicado desde hace muchos años en México, expresa:

Fíjate, Cien años de soledad fue la primera novela que yo empecé a escribir cuando tenía... al principio, cuando estaba trabajando en el periódico ese de que estábamos hablando antes. Debía tener 18 años o algo así. Ya había publicado cuentos. Recuerdo que la decisión que tomé era escribir una novela en la cual sucediera todo. Y me senté y tenía una noción bastante clara de cómo debía ser la novela. Y rápidamente me di cuenta, y ahora me alegro porque fue una decisión que revelaba una gran modestia, que no estaba preparado para escribirla, que me faltaba mucha experiencia vital, mucha experiencia literaria, mucho aprendizaje. Y, digamos, mucha cultura literaria y cultura en general. Para escribir a los 18 años una novela en la cual sucediera todo.

Entonces me hice proyectos más modestos que fui desarrollando. Escribí una novela: escribí La hojarasca. Escribí El Coronel no tiene quien le escriba. Escribí un libro de cuentos que se llama Los funerales de la Mamá Grande. [...] Y seguía siempre pendiente de esa novela que yo quería escribir y que era la novela en que sucediera todo. Lo intenté otra vez recién llegado a México, en 1961. Y me parecía que ya salía mejor, pero no era todavía la concepción que yo tenía del libro. Y entonces me di cuenta, no de lo que me di cuenta la primera vez: que no estaba preparado culturalmente, profesionalmente, sino que la estaba abordando por un lado que no era.

A fines de 1964 iba yo hacia Acapulco —con Mercedes y mis dos hijos— y, entonces, como una revelación, encontré exactamente el tono que necesitaba. Y el tono era contarlo como contaba las cosas mi abuela. Porque yo recuerdo que mi abuela contaba las cosas más fantásticas, y lo contaba en un tono tan natural, tan sencillo, que era completamente convincente. Y entonces no llegué a Acapulco. Regresé y me senté a escribir Cien años de soledad. Desde el primer momento me di cuenta que había vencido el gran obstáculo, que era el tono. El tono era exactamente eso: contarlo como lo contaba mi abuela, sin asombrarme yo mismo de las cosas que sucedían. Ver con absoluta naturalidad las cosas más extraordinarias, que es como es la realidad, la realidad en el Caribe. Porque en este continente de la América Latina hay un país que no es de tierra, sino de agua, que es el Caribe. En Colombia tú te encuentras que un hombre de Barranquilla o de Cartagena se parece más a un hombre de Puerto Rico o de Venezuela que a un hombre del interior, de Bogota. En Venezuela sucede lo mismo: los venezolanos de la costa se parecen más a los cubanos que a los venezolanos del interior.

Entonces me di cuenta de que esa realidad del Caribe era la realidad que a mí me había interesado siempre, porque era la realidad. Yo quería escribir una novela donde todo sucediera y ese mundo donde todo sucede es el Caribe. [...] No hay un solo episodio de Cien años de soledad, por fantástico, extravagante y raro e inverosímil que parezca que no tenga un origen en la realidad de algo que yo vi, de algo que me sucedió, de algo que me contaron. Y lo que hice fue empezar a sacar de los recuerdos de ese baúl de cosas viejas que es la infancia de un hombre en el Caribe todas las leyendas, supersticiones. Además, empecé a darme cuenta que la realidad, pues, no es solamente la historia importante ni son los acontecimientos que lo afectan a uno realmente, sino es también la subjetividad, son también las supersticiones, son los miedos, son las creencias, las alegrías, todas esas cosas.
Y el libro fue saliendo con una absoluta naturalidad que no me costó absolutamente ningún trabajo escribirlo.

¿En qué lapso lo escribiste?

Lo escribí en dos años... en 18 meses. Sólo que tuve problemas en el camino porque yo no tenía dinero para escribirlo. Ese es un libro que la única manera de escribirlo es como lo escribí: me encerré en el cuarto y salí dos años después con el libro. Ahora, eso presentaba un problema logístico muy serio. En realidad, nosotros vivíamos de lo que yo trabajaba. No podíamos parar dos años. Yo nunca había recibido un centavo por mis libros. Los libros no se vendían. Se vendían 700 ejemplares, 500 ejemplares. Inclusive, yo sabia a quién. Conocía el nombre de los clientes: fulano, zutano, por orden alfabético.

Entonces, nada, nos pusimos de acuerdo Mercedes y yo. Dije: “Hagamos una cosa, tú te haces cargo de la casa por dos años, y te prometo que yo me hago cargo por el resto de la vida”. Teníamos un automóvil y lo empeñé. Estuvo empeñado casi todo el tiempo. Además, eso generaba otro problema: era que cada cierto tiempo había que pagar los intereses del préstamo del automóvil. Pero, en fin, así nos íbamos defendiendo de muchas maneras. Y salió el libro. Ahora, lo que es extraño y lo que si no tengo nada que ver ni he tenido que ver jamás es con el éxito del libro: tiene algo mágico. Y digo algo mágico no en términos metafísicos, sino en que hay algo que todavía no me puedo explicar racionalmente. Indudablemente, el libro lleva más de 3 millones de ejemplares en castellano, está traducido a 21 idiomas. Solamente aquí, en Cuba, debieron hacer 120 mil, una cosa así. Y si no se vende más, si no circula más, es porque no ha habido más papel para editar más. Pero por la gente que yo trato, por la gente que conozco, me doy cuenta de que se pudiera seguir vendiendo indefinidamente. Es un libro que ha tenido, además, una cosa extraordinaria que no le sucede a otros libros, y es que ha pasado de una generación a otra. Es un libro que le gustó a una generación y le gustó también a otra generación, y eso le asegura a un libro una larguísima vida. Pero lo que yo no entiendo, además, me doy cuenta objetivamente, es que es un libro que lo han vendido mis lectores. Es un libro que se ha vendido con muy poca publicidad. Lo que pasa es que el que lo lee quiere hablar de él y quiere que sus amigos lo lean para poder hablar del libro. O lo presta y los libros circulan de mano en mano.

La Habana, julio de 1976

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