3 de abril de 2007

El espejo ciego: Joseph Roth

Joseph Roth, El espejo ciego, Trad. Berta Vias Mahon (Barcelona: Acantilado, 2005)

El escritor y periodista Joseph Roth nace en Galitzia oriental en 1894, territorio que formaba parte del Imperio Austrohúngaro, sus padres eran judíos. La guerra y la caída del Imperio le provocó, según se cuenta en su biografía, un sentido de “pérdida de la patria”. Imaginemos lo que fue para ellos el repartir este Imperio en varios estados europeos… Roth “murió en París el 27 de mayo de 1939, al parecer consumido por el alcohol, hundido en un delirium tremens, según leemos. Fue enterrado en el cementerio Thiais, en la zona sur de París, en una extraña ceremonia en la que, según los biógrafos D. Bronsen y H. Kesten, se mezclaron judíos y católicos, comunistas y monárquicos. En su tumba dice, simplemente, “écrivain autrichien mort à Paris” (escritor austríaco muerto en París). Su familia desapareció en un campo de concentración. Su mujer fue asesinada en aplicación de las leyes eugenésicas y fue objeto de eutanasia legal, para eliminar enfermos mentales”.

La protagonista de El espejo ciego, Fini, es una joven vienesa de los años veinte, una Viena:

Donde las mujeres recibían por su trabajo la mitad del salario de los hombres, y los emigrantes luchaban por salir del arrabal y el gueto, la prostitución se enseñoreaba de la vida diaria. Hacia 1880, los archivos de la ciudad señalan la existencia de 2 mil prostitutas en el centro de la ciudad. Después de la catástrofe de la Primera Guerra Mundial, el año de 1918, los archivos señalan más de 28 mil. La explotación sexual abarcó cada vez más zonas de la vida diaria. De un modo casi natural, las sirvientas eran los objetos sexuales de sus patrones de la clase media y alta. La misoginia era la altanería hegemónica de los caballeros vieneses. A principios del siglo XX, los vieneses esperaban el castigo en algún momento de su vida; el pago bajo la forma de la sífilis y su efecto ineludible: la destrucción de la salud mental de la víctima. El tema del joven devastado por una enfermedad venérea, su estación final en la locura después de un periodo de intensa elegancia y creatividad artificiales, todo esto fue una constante del arte y la literatura de la época. Karl Kraus, el escritor satírico europeo más importante desde Jonathan Swift, vio en la hipocresía y el cinismo de la vida erótica vienesa el centro de una corrupción más universal. Kraus nos dice que muchas veces un aura de prostitución rodea siempre el esplendor y la ingenuidad del matrimonio aristócrata y burgués. Los favores sexuales se ofrecieron e intercambiaron no sólo en el burdel y en el ático de la criada, sino también en el palacio, en el salón art nouveau y en los salones intelectuales, en las salas de consulta de los eminentes profesores, de los médicos, abogados y jueces que Robert Musil describió con insuperable ironía en El hombre sin atributos.

En este contexto vivía Fini, con una madre dominante, arbitraria, opresora, y un padre que regresa lisiado de la guerra “misteriosamente empequeñecido y cargando con el olor a yodoformo, a higiene, a Cruz Roja y a tren”. La joven trabajaba en una oficina cuyo jefe, el doctor Finkelstein, gustaba de dictarle nombres en latín, palabras grandes y extrañas, que la ponían nerviosa. Una tarde va a una reunión con su amiga, Tilly, y conoce a un pintor llamado Ernest con quien inicia una grata relación amorosa pero que abandona al involucrarse con el que fuera novio de su amiga, Ludwig, un hombre mayor que ella con el que se une en matrimonio casi sin darse cuenta. A Ernest lo vuelve a ver después, pero ya las cosas son diferentes. Desde este momento ya nada le resulta admirable, su vida se convierte en días vacíos, sin esperanza, “como habitaciones sin amueblar”. El matrimonio es gris, sin nada que lo haga romántico como ella soñaba, se la pasa “llorando por dentro”. Pero en su destino estaba que conociera a Rabold, un revolucionario perseguido, lo escucha hablar en una plaza y “supo que a partir de entonces él colmaría sus días, todos sus sueños”. Regresan a ella las ilusiones y deja todo para irse con él:

En la oscuridad del atardecer, Fini se escurrió hasta la estación. Rabold no vivía lejos, a unas seis horas. En la sala de espera escribió un par de cartas. A casa y a Ludwig. Por la noche lo alcanzó y se hundió en su cama. La inquietud que la corroía había quedado aplacada. Todo deseo, sofocado. Fini, la infeliz, estaba muerta, felizmente resucitada en el mundo de Rabold.

Más la ironía del destino, y no sólo la del narrador (que usa notablemente, como podemos ver), decide por Fini...