Las letras producidas en el naciente México del siglo XIX se definieron por la búsqueda de una identidad, sobre todo en la segunda mitad. Durante las primeras cinco décadas, inmersos en las luchas por la Independencia, los hombres de letras vivían los propios avatares de la guerra, ya fuera en el campo de batalla o desde las trincheras políticas y periodísticas. Aun cuando el país tuvo pocos periodos de paz, la segunda parte de aquella centuria se caracterizó por la presencia de políticos-periodistas-escritores-historiadores-poetas: infinidad de rostros en personajes como Guillermo Prieto, Ignacio Ramírez El Nigromante, Francisco Zarco e Ignacio Manuel Altamirano, quienes produjeron una obra a caballo entre la crónica, el ensayo y la literatura, que poco se conoció a lo largo del siglo XX.
Desdeñados por ciertos escritores de la primera parte de ese siglo, muchos de aquellos hombres y mujeres de letras permanecieron olvidados, aunque en los últimos años se han producido una serie de esfuerzos para difundir su trabajo más allá de los círculos especializados. Tal es el objetivo de la serie Viajes al siglo XIX, impulsada por el Fondo de Cultura Económica, la Fundación para las Letras Mexicanas y la UNAM, cuyos primeros cinco tomos serán presentados en el marco del Día Internacional del Libro y los Derechos de Autor. La intención es recuperar la obra de autores decimonónicos, a través de antologías de la obra de Ignacio Manuel Altamirano, Joaquín Fernández de Lizardi, José T. Cuellar, Amado Nervo y Laura Méndez de Cuenca, los primeros que aparecen en la colección.
"Hacer un artículo"
Para escribir un artículo no se necesita más que un asunto: lo demás... es lo de menos. Hay en esto del periodismo mucho de maquinal. Lo más importante es saber bordar el vacío, esto es, llenar las cuartillas de reglamento con cualquier cosa. El periodista que es hábil en su métier, de nada, como Dios, hace un mundo de artículos, economizando con maestría laudable su sustancia gris para las grandes ocasiones, no de otra suerte que el tenor que sabe la Biblia economiza el caudal de su voz, reservándolo para el do de pecho que el público aguarda con impaciencia.
Decía Santa Teresa: “Prometedme un cuarto de hora diario de oración mental, y en nombre de Jesucristo os prometo el cielo”. Y –perdóneme la Santa esta parodia– yo digo: Prometedme un asunto diario, y en nombre de mi conocimiento del “oficio” os prometo un artículo diario; advirtiendo que no se necesita un gran asunto. Dénmelo ustedes mediano, grande o pequeño, que el artículo saldrá, aunque su importancia, es claro, estará en proporción del tópico. Si ustedes se achican, me achico, y si se acrecen, me acrezco. Desplúmese, por curiosidad, una ave del paraíso, y véase lo que queda. Así, exactamente, son muchos artículos de esos que agradan al público, de esos opulentos por su fraseología, de esos que divierten y aun encantan: aves del paraíso multicolores. Arranquen ustedes las plumas y hallarán... nada entre dos platos. Esto, por lo que ve a los artículos: en cuanto a los reportazgos, la cosa es peor aún.
Supongamos que un reporter hábil, hábil ante todo, gana uno cincuenta por columna y se lanza por esas calles de Dios, resuelto a encontrar hasta debajo de la tierra tres columnas para el periódico. Como los sucesos explotables escasean, el hurón del noticierismo anda y anda sin gran provecho. En las comisarías, nada; en el Palacio de Justicia, nada; en el ayuntamiento, nada. Total y fuerza, tras una mañana de huronear, dos noticias: un homicidio por celos y un rapto, acontecidos entre gente del pueblo. Aquí la cuestión es más difícil; no se trata de buscar asunto, que ya lo hay, sino de vestirlo de tal manera que ocupe lugar amplísimo. Al articulista le basta con una columna, con menos acaso. El reporter necesita tres; es decir, necesita cuatro pesos cincuenta centavos. Manos a la obra.
Empieza por el rapto:
La raptada, Fulana de Tal, nació en un pintoresco pueblecillo del distrito, famoso por sus flores y por su benigno clima; sus padres eran pobres, pero honrados, y ella constituía la dicha del hogar. Se levantaba cantando y se acostaba... cantando también: era muy cantadora. Su casita, blanca y aislada de las otras, levantábase en medio de un campo baldío (por ese campo entra el drama, en forma de Juan Rodríguez o de Pedro García). La familia era dichosa; el padre guiaba la yunta, la madre hacía la comida y la hija iba por agua a la fuente. Ahí, como los hijos de los patriarcas, el tal Juan Rodríguez y la raptada en ciernes se entendieron a maravilla, y el papá de la niña, que no era buey, aunque araba, descubrió el pastel y mandó a México a la enamorada, bajo la vigilancia de la mamá. Aquí la mamá se descuidó, y una noche (el reporter la describe con todos los colores imaginables) Juan Rodríguez o Pedro García, que para el caso es lo mismo, echaron a volar.
Sigue el reporter describiendo la desesperación de la madre, su queja a la autoridad, las diligencias de ésta, el hallazgo de los “tórtolos” y, por último, la pena que se les aplicará. En seguida hace el cómputo de las cuartillas: dos columnas; magnifico. ¡Si tendrá él buen cálculo!
Después la emprende con el homicidio por celos; otras dos columnas: cuatro pesos cincuenta, y dos o tres asuntos en perspectiva. El reporter enciende un cigarro y va a dar una vueltecita por Plateros. He aquí el procedimiento de eso que se llama escribir en los periódicos. El público gusta de él, porque al público le disgustan los esqueletos y le seducen las aves del paraíso. ¡Pero que no las desplume...!
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