7 de junio de 2007

Teoría del culo

Hace ya varias décadas, Witold Gombrowicz proclamó el advenimiento de la civilización del culo. El anuncio causó sensación, y las reacciones de pensadores e intelectuales no se hicieron esperar. Entre nosotros, Josep Pla, afirmaba hacia 1970 que nunca la parte posterior del ser humano había sido puesta en evidencia como en esta época, ni por medios más sabiamente concertados, y que esa ostentación sólo podía ser un signo de decadencia, porque cuanto más cerca está una civilización del culo, más lejos está de la cabeza. La idea tiene la ventaja de ser elegante, pero el inconveniente de ser falsa: sería como afirmar que, cuanto más sexo, menos amor, y cuanto más amor, menos sexo; esto podía permitirse pensarlo -digamos- un moralista francés del XVIII, pero a nosotros, incluidos a los moralistas de nuestro tiempo, la experiencia nos veda ese dudoso privilegio. ¿Significa todo esto que, cuanto más cerca está una civilización del culo, más cerca está también de la cabeza? No necesariamente, pero yo no me atrevería a descartarlo sin más. Y si es así, ¿tenemos el culo más cerca que nunca de la cabeza?, ¿vivimos de verdad en la civilización del culo?

Tal vez no sea pecar de optimismo reconocer que algunos indicios apuntan que así es. No me refiero a la televisión, ni al cine, ni a Internet, ni a los quioscos, ni a las playas; me refiero a cosas menos visibles, pero más significativas. Por ejemplo, desde hace tiempo, al menos en castellano, ya casi nadie se atreve a sustituir la hermosa y rotunda palabra culo por ningún eufemismo, sobre todo por ninguno de esos eufemismos (como pompis) que son completamente imposibles de escuchar sin sentir un impulso irreprimible de soltarle un tremendo guantazo a quien lo usa. Por otra parte, la pintura y la escultura siempre han sido generosas con el culo, pero la literatura -con la salvedad de la literatura pornográfica- siempre ha sido muy mezquina, con el resultado palpable de que ignoramos cómo eran los culos de los grandes mitos eróticos de nuestra civilización: no sabemos cómo era el culo de Helena de Troya; no sabemos cómo era el culo de Isolda, ni el de Beatriz, ni el de Laura, ni el de Julieta -ni siquiera sabemos cómo era el culo de Dulcinea-; no sabemos cómo era el culo de Emma Bovary, ni tampoco el de Ana Karenina. El vacío es desolador, pero lógico: la espiritualidad del amor romántico -ese gran género literario acuñado en el siglo XII por Occidente, y que durante siglos ha contaminado la realidad- no es compatible con la redonda carnalidad del culo.

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