Escribir ensayos es quizás una manera de evitar o retrasar el momento de escribir. En la forma del ensayo la palabra tiende un puente hacia otras palabras que la esperan en la orilla opuesta y esta seguridad es al mismo tiempo un descanso y una incitación. Descanso porque se tiene el conocimiento de que el movimiento del lenguaje cuenta con un apoyo seguro al buscar su meta; incitación porque es apoyo, que es la obra de la que estamos hablando, la obra de la que el ensayo extraerá su forma, nos abre la posibilidad de tocar esa meta, que no es otra que la incierta realidad que la literatura nos parece capaz de tocar, pero que ahora se presenta sostenida por la realidad que ella misma ha creado en vez de lanzar nuestras palabras hacia lo desconocido como cuando partimos en su búsqueda sin más seguridad que la que su propio despliegue va creando.
En este sentido, el ensayo es una forma de creación que nos habla también de la angustia de la creación cuando ésta busca su respuesta en el propio acto; pero lo hace de una manera indirecta. En él celebramos desde el principio la existencia de la forma misma de arte en cuyo examen encuentra su fin. Sin embargo, este examen no es siempre un fin absoluto, porque también el ensayo aspira a constituirse en una forma que se sume a su textura, esa red de alusiones abiertas creada por la literatura mediante la palabra que, al decirse a sí misma, se convierte en el fundamento, alimenta y hace posible la imagen en que se abre y se muestra la realidad. Y así, con él, contribuimos a extender y afirmar el campo en el que encuentra refugio la creación pura, aquélla que parte en busca de su propio objeto confiada sólo en sí misma.
Juan García Ponce, El reino milenario.