31 de enero de 2009

Marco Antonio Millán y Pablo Neruda

De las memorias del editor de la revista América, que en breve aparecerán bajo el sello de Conaculta, Laberinto, el Suplemento cultural de Milenio, presenta el capítulo que dedica a su amistad con el autor de Odas elementales.

Neruda
Marco Antonio Millán *
31.1.2009

A principios de los cuarenta, Pablo Neruda fue nombrado cónsul en México. Una vez, él estaba en una cervecería de Cuernavaca; un grupo de alemanes reconocieron al poeta, lo agredieron y lo descalabraron con un tarro de cerveza. Nosotros publicamos un manifiesto protestando por ese hecho, y Pablo tomó nota de las firmas que amparaban el suelto en el periódico para invitarnos a una cena de agradecimiento. La reunión fue tan cálida que Pablo dijo: “La continuamos mañana”. Al menos para mí duró un par de años; en ese lapso estreché fuertes lazos de amistad con el chileno.

Yo ganaba dinero porque mis amigos ya estaban en el poder y no me exigían: mi cumplimiento era irme con Pablo e ilustrarme hasta donde podía. Oírlo sobre todo. Una jornada representativa de todas las que pasé con Pablo Neruda es la siguiente:

Llegaba a su casa a las once de la mañana. “Oye”, me decía, “he oído hablar de una tequilería donde dan unas botanas extraordinarias.” “Pues ya va siendo hora.” Y visitábamos los sitios más terribles en la colonia Guerrero o por el rumbo de Camarones, buscando unas botanas que le habían recomendado. Luego nos daba hambre, y regresábamos a la casa a beber whisky como aperitivo. Pablo preguntaba: “¿Qué hay de comer?”, y al oír el menú sugería algún añadido. Comíamos con vino, lo clásico: tinto para carnes rojas, blanco para pescados y mariscos. La comida era desbordante, salpicada de conversación, de risa y alegría. Entonces, Pablo: “¿Qué tal si nos echamos un sueñito?” “Nos lo echamos.” Había una recámara para visitantes, donde yo me quedaba; él se iba con su esposa, Delia del Carril, hermana del tanguista y de Adelina, que fue mujer de Ricardo Güiraldes.

Como a las cinco o seis de la tarde me despertaban. En el comedor había una gran fuente de cristal cortado con el contenido de seis o siete botellas de vino tinto chileno, en cuya superficie flotaban muy finas rebanadas de manzana. Con eso se curaba uno la cruda y nos aligeraba la digestión hasta llegada la hora del whisky; luego la cena, y después el café y los licores, para dar paso a la sobremesa bañada en coñac. Así muchísimas veces que fui a su casa.

Con él aprendí mucho, y me relacioné con las personas que iban a visitarlo y compartir la charla: José Gorostiza, González Martínez, Emilio Prados, Pedro Garfias, Wenceslao Roces (un sabio del marxismo, traductor de El capital), María Izquierdo (extraordinaria pintora, alguna vez elogiada por Artaud), todos ellos sintiéndose a gusto, como en familia, atraídos por la personalidad de un gran hombre.

Recuerdo la ocasión en que me dijo: “Ya estoy aburrido de mi casa. Voy a hacer un viajecito, tardaré unos tres días. Me haces favor de venirte con tu mujer y cuando yo regrese y toque, como dueños de la casa preguntan: ‘¿Quién es?’, y yo les digo: ‘El señor Neruda’. Entonces abren la puerta y me invitan a pasar: ‘¿Qué se le ofrece?’ Yo digo que nada, que simplemente venía a platicar con ustedes. Me ofrecen asiento y una copita. ‘¿De qué me darían la copita?’...” Pablo tenía esas cosas infantiles, el deseo de sentirse por una vez huésped de sí mismo, o de anfitriones por él nombrados.

Otra extravagancia que hacía más seguido era enrollarse las perneras del pantalón hasta las rodillas, pintarse unos bigotes, simular con algo una peluca; así ataviado, bajaba de pronto a la sala de su casa donde platicábamos sus amigos. Lo que hacía era pasear frente a nosotros en completo silencio, y volverse por donde vino para regresar al poco tiempo ya arreglado. Como si las desconociera, nunca aludía a esas apariciones. Una vez agotó terriblemente a mi mujer: ambos se aplicaron en la calle, por cinco o seis cuadras consecutivas, a tocar los timbres de cada puerta a las dos de la mañana; nosotros los esperábamos en un automóvil, y salíamos pitando hacia otro sitio y otra puerta y otro timbre.

Pablo me dio varios originales para América, y nunca aceptó un pago. Pero un día me dijo: “Esta vez sí te voy a cobrar la colaboración, porque necesito centavos”. “¿Cuánto quieres, Pablo?” “Doscientos pesos.” Se los di. De inmediato fuimos a una florería, compró un ramito de doscientos pesos, añadió una tarjetita y vaya uno a saber a quién se las mandaría. Y es que para eso no podía hacer uso de su sueldo o pedir prestado a Delia. La generosidad era de Pablo; en nadie he visto este gesto, característico suyo: llevarse la mano a la bolsa y hacer sonar las monedas que ahí guardaba. “Mira”, me decía, “¿no oyes un ruidito? Me acaban de mandar de Chile dos meses de sueldos atrasados y acabo de cambiarlos en el banco. ¿No necesitas algo?”

Hasta que una mañana me dijo, como debe haberle dicho a todos sus amigos: “Aquí va a terminar temporalmente nuestra amistad, porque me está llamando mi patria; quieren hacerme senador y luego presidente de la República”. Le dedicamos unos banquetes de despedida que sobrepasaron los mil asistentes. Él se fue de México glorificado por completo, envuelto por el cariño y la admiración.

El tango del viudo

Por el tiempo de nuestra amistad, Pablo me narró muchos episodios de su vida. Tenía un amigo poderoso, que le prometió hacerlo segundo o tercer secretario de alguna embajada chilena en un país lejano. Esa promesa se alargó durante un año, hasta que en una reunión encontraron casualmente al ministro de Relaciones Exteriores, quien de inmediato le preguntó: “¿Usted es Pablo Neruda?” “Sí, señor.” “Pues yo he leído cosas suyas. ¿No le gustaría trabajar en el medio diplomático?” Y ahí hundió la cara el amigo, que jamás le había dicho una palabra al ministro del empleo prometido a Pablo. Fue nombrado cónsul en Rangoon, Birmania, el año de 1927. El poeta se enamoró del Oriente; y una mujer oriental, Josie Bliss, se enamoró del poeta. En sus memorias, Neruda recupera la imborrable figura de esta “terrorista amorosa”. Poseo algunos matices que Pablo no incorporó en Confieso que he vivido. Por ejemplo me contaba que Josie nunca aceptó dormir con él en una cama; tras consumar el abrazo sexual, ella se deslizaba al suelo.

A la hora de la comida Pablo le preguntaba: “¿Qué tenemos de comer hoy?” Josie respondía: “Pan, vino...” “Esas cosas no se nombran, porque están siempre en la mesa.” “Tengo sopa.” “También eso debe estar en la mesa.” “Hay carne.” “Sí, pero ¿cómo está preparada la carne?” Josie nunca aprendió el rito occidental de la comida.

Era una mujer tremendamente celosa; varias veces, al despertar, Pablo la sorprendió rondando la cama con un enorme cuchillo en la mano, y el murmullo: “Cuando te mueras acabarán mis temores”. Dejando atrás ropa y libros, él huyó con rumbo a Ceylán donde tenía la oportunidad de un nuevo puesto diplomático. Un año después, hasta ese lugar fue Josie a seguirlo. Se estableció frente a la casa de Pablo para dedicarse a espantarle las visitas femeninas. Él titubeaba en aceptarla de nuevo a su lado. La situación llegó a hacerse tan intolerable, que decidió enviarla de regreso a Rangoon.

En el recuerdo de Pablo, la escena de la despedida en el muelle se concentraba en la siguiente imagen: Josie desprendiéndose de sus guardianes para llegar a donde Pablo y besarle el rostro, el traje, las manos, los zapatos. En el trópico hay la costumbre de cubrir el calzado blanco con una especie de yeso de nombre albayalde; las lágrimas de esta mujer diluyeron el albayalde y formaron una pasta gelatinosa que le manchó la cara. Aun amando a esa mujer de rostro emblanquecido, Pablo desconoció su amor y la dejó partir.

A ella escribió ese famoso “Tango del viudo”. Cito de memoria:

Ah infame, ya habrás encontrado esa carta,
ya habrás insultado el recuerdo de mi madre
llamándome perro, hijo de perra.
Debajo del cocotero está enterrado el cuchillo
[que ahí guardé
por temor a que me asesinaras.
Otra vez estará mi habitación desordenada,
otra vez en el tendedero mis pantalones estarán
[secándose vacíos,
como goteando lágrimas.

Es un poema muy largo y muy bello. Y luego de acumular imágenes oscuras, le dice:

Sin embargo,
qué daría porque volvieras a estar nuevamente a
[mi lado,
por volverte a oír mear en la oscuridad,
como si estuvieras vertiendo una miel trémula,
[argentina, obstinada.

Era fabuloso Pablo: ningún artificio, ningún adorno, la pura verdad de Dios. Según recuerdo, él mismo ofrece el mejor retrato de su poesía: “Dios me libre de mentir cuando estoy cantando”.

Protalamio

Mi amistad con Pablo nació en esa fiesta en que nos agradecía el manifiesto que publicamos en su defensa. Ya muy borracho, le dije: “Es una lástima que usted ande tan mal poéticamente”. Él preguntó, ofendido: “¡Cómo, insolente, quién es usted y con qué derecho me dice tal cosa!” Respondí: “Con el derecho de haberlo leído durante años y con la tristeza de encontrarlo ahora cantándole a Stalin”. “Es usted un canalla”, dijo, “yo nunca hice loas a Stalin.” Le recordé los versos a que me refería. “Ah sí, esas cosas; pero además usted qué derecho tiene a decirme nada.” “Ninguno, sólo el de un admirador frustrado que se entristece porque usted tome otras líneas.” “Pues estaría bien, pero además tendría usted que demostrarme si tiene algún sentido de lo que es la poesía. ¿Trae un poema suyo?” “No, pero me sé de memoria algunos pedacitos.”

Al acabar, me dijo: “Tú eres mi hermano, dame un abrazo”. Le caí en gracia.

Él escribió sobre mi trabajo, diciendo que mi poesía era como un árbol caído en medio del camino, y que la elogiaba no de forma circunstancial sino definitiva. El poema que le dije aquella noche en fragmento no tenía título; Pablo mismo lo bautizó: “Protalamio”. Me dijo: “Es tan claro el neologismo que tú verás: pro, por; talamio, tálamo, ¿para qué se usa? Tú lo que estás queriendo es acostarte con esa mujer”.

Y así era. El poema alude a una etapa de mi vida en que estaba de guardián en la frontera. Ahí, recuerdo, al mismo tiempo construían un puente; a cada golpe de martillo contra los pilotes, mi casita se levantaba. Eran verdaderos temblores. Todo el día pasaban los vehículos: era un vértigo constante. Los turistas me hablaban en inglés; y yo, que no conozco ese idioma, no hacía sino dos o tres preguntas, siempre las mismas (What is your name?, Where are you going?), para llenar el formulario sin otra posibilidad de establecer pláticas. No tenía amigos, estaba aislado por completo en la frontera.

Y en medio de ese exilio extrañísimo y vociferante vinieron a caer nostalgias y reclamos que me sacudían quizá más que los saltos del puente a todas horas:

Sobre el polvo y la larga odisea inevitable…

* La invención de sí mismo, memorias del editor de la revista América, es un libro editado por Alejandro Toledo y Daniel González Dueñas que en breve publicará Conaculta en la colección Memorias Mexicanas. En 1987, este libro obtuvo el Premio Nacional de Biografía otorgado por el Instituto Nacional de Bellas Artes en colaboración con la Universidad Autónoma de Colima. En él, Marco Antonio Millán (Morelia, 1913-Cancún, 1999) habla de su vida y experiencias profesionales, de sus amigos y colaboradores. Porfirio Barba Jacob, José Revueltas, Efrén Hernández, Benita Galeana son algunos de los personajes que aparecen en el recuerdo de Millán, poeta y editor durante más de treinta años de una revista donde publicaron sus primeros textos escritores como Rosario Castellanos, Luisa Josefina Hernández, Jaime Sabines y Juan Rulfo.