Evodio Escalante, doctor en Letras, investigador del departamento de Filosofía de la UAM Iztapalapa y crítico literario, es un colega y amigo al que estimo y admiro. Hoy publica en el suplemento cultural Laberinto de Milenio, este interesante reportaje sobre la crítica literaria en México, un recuento. Va sólo una parte:
La crítica ha de ser levantisca. Lo afirmo en el doble sentido de que debe contribuir a elevar el nivel general de una literatura, y en el de que está llamada a levantarse o sublevarse contra los lugares comunes y los prestigios establecidos. Si lo primero se antoja un ideal metafísico o una hipótesis difícil de comprobar, lo segundo era la realidad voluntariosa entre los críticos más señalados de los años setenta y ochenta. Aguerridos, militantes, contestatarios, los críticos de esa generación con la que de algún modo me identifico no conocieron cotos sagrados ni figuras que resultaran intocables pese a su pedestal. De esa época son los memorables ataques de José Joaquín Blanco contra la logomanía mitologizante de Carlos Fuentes en Terra Nostra, y contra las presuntas metáforas tercermundistas que Octavio Paz habría desplegado en El mono gramático.
El progresivo declive de Fuentes entre los lectores mexicanos tiene en este texto de Blanco un decisivo punto de partida. No es un detalle menor señalar que Fuentes ni siquiera se molestó en acusar recibo de la crítica. Todavía lejos del Nobel, aunque cada vez más cerca de él, Octavio Paz también fue pasto de los jóvenes zorros. No le tembló la mano a José Joaquín Blanco para indicar su distancia frente a uno de los libros de prosa más felices de Paz. La imagen en la que el poeta narra cómo durante algunos de sus paseos por las praderas de la India tuvo que servirse de una vara para ahuyentar a una manada de monos que trataba de acercársele, la interpretó Blanco como una metáfora que hablaba del poeta exquisito y su afán por mantener a raya a las hordas empobrecidas del tercer mundo, que, por supuesto, le disgustaban.
Aunque estimo que el libro de Paz no se merecía esa interpretación pendenciera, lo interesante del asunto era justamente la franca irreverencia ante uno de nuestros monstruos, en plena carrera internacional que ya le redituaba toda suerte de premios y distinciones. Había resultado chocante, y creo que esto explica en parte la virulencia de Blanco, el hecho de que la versión francesa de este libro había aparecido… ¡dos años antes que la española de Seix Barral! ¿No significaba esto una suerte de menosprecio hacia los lectores de nuestra lengua, que nos convertíamos así en lectores de segunda clase? Blanco le cobraba caro al poeta este desdén a sus interlocutores más inmediatos.
No se quedó atrás Jorge Aguilar Mora. Con instinto dinamitero publicó un libro que los reflejos autoritarios del México de entonces habían considerado como de aparición imposible: La divina pareja. Historia y mito en Octavio Paz. El autor, que se decía había sido alumno de Roland Barthes en Francia y que se acababa de doctorar en El Colegio de México, intentó mostrar en este libro que la obra literaria de Paz no era sino un gigante con los pies de barro. Aunque fue silenciado en su momento, y al parecer no hubo repercusiones del mismo en las secciones de reseñas, que “enmudecieron” de modo unánime y sospechoso, este libro marcó un precedente de gran importancia: más allá de sus fallas argumentativas, y hasta de sus excesos, que por supuesto los tenía (Aguilar Mora cometió el gafe de acusar a Paz de “cobardía”… ¡basándose para ello en una lectura sesgada de unos versos de Piedra de sol!), la sola existencia de este título demostró que era posible sentar incluso a los dómines más célebres en la silla de los acusados.
No sólo monolitos como Fuentes y Paz, también escritores de nuevo cuño como José Agustín podían ocupar el sitial de una bête noire. Paloma Villegas y Adolfo Castañón, cada quien por su lado (pero no fueron los únicos, ni los primeros), arremetieron con distintos argumentos contra uno de los inventores de lo que se llamó “literatura de la onda”. La velocidad de la prosa de Agustín, lo mismo que su eficaz registro de los giros coloquiales de la chaviza, parecieron un mero artilugio taquigráfico que no merecía mayor atención, y que quedaba fuera de lo que en sano juicio se consideraba “obra literaria”.
Castañón incluso se metió con Pacheco. Estimó que la mayoría de los relatos fantásticos contenidos en El principio del placer… “no resisten una valoración literaria rigurosa”. Con estas palabras, Castañón ponía en duda, ni más ni menos, a una de las inteligencias literarias más impresionantes que ha habido en nuestro país. (Y a uno de sus mejores volúmenes, habría que agregar, pues ahí se encuentran esos relatos magistrales llamados “La fiesta brava” y “Tenga para que se entretenga”).
En esta misma vena iconoclasta, a mí me tocó mantener a fines de los años ochenta una discusión periodística con Antonio Alatorre acerca de los nuevos métodos de análisis literario, a los que el filólogo había ridiculizado en sendos ensayos aparecidos en la Revista de la Universidad y en la desaparecida Vuelta. Mi fallecido amigo José Amezcua me comentó por esos días, no sin un dejo admirativo, que se repetía la querella de los antiguos y los modernos.
No cualquier bodrio merece la gloria de la imprenta. Toda idea merece ser discutida. Estas podrían ser dos de las consignas a las que respondía, sabiéndolo o no, esa generación crítica que ya pertenece a la nostalgia.
Los aires contestatarios del post-68 han sido sustituidos por una ola posmoderna y plural, por una tribu letrada menos belicosa. De aquella tolvanera, empero, se desprende una secuencia de nombres entre los que pueden mencionarse desde Jaime Moreno Villarreal (perspicaz en La línea y el círculo, aunque, hasta donde me doy cuenta, dejó la crítica literaria para especializarse en la de artes plásticas) hasta Armando González Torres, quien también ha incidido por cierto en una revisión de los logros discursivos de Paz y sus consiguientes polémicas.
La crítica ha de ser levantisca. Lo afirmo en el doble sentido de que debe contribuir a elevar el nivel general de una literatura, y en el de que está llamada a levantarse o sublevarse contra los lugares comunes y los prestigios establecidos. Si lo primero se antoja un ideal metafísico o una hipótesis difícil de comprobar, lo segundo era la realidad voluntariosa entre los críticos más señalados de los años setenta y ochenta. Aguerridos, militantes, contestatarios, los críticos de esa generación con la que de algún modo me identifico no conocieron cotos sagrados ni figuras que resultaran intocables pese a su pedestal. De esa época son los memorables ataques de José Joaquín Blanco contra la logomanía mitologizante de Carlos Fuentes en Terra Nostra, y contra las presuntas metáforas tercermundistas que Octavio Paz habría desplegado en El mono gramático.
El progresivo declive de Fuentes entre los lectores mexicanos tiene en este texto de Blanco un decisivo punto de partida. No es un detalle menor señalar que Fuentes ni siquiera se molestó en acusar recibo de la crítica. Todavía lejos del Nobel, aunque cada vez más cerca de él, Octavio Paz también fue pasto de los jóvenes zorros. No le tembló la mano a José Joaquín Blanco para indicar su distancia frente a uno de los libros de prosa más felices de Paz. La imagen en la que el poeta narra cómo durante algunos de sus paseos por las praderas de la India tuvo que servirse de una vara para ahuyentar a una manada de monos que trataba de acercársele, la interpretó Blanco como una metáfora que hablaba del poeta exquisito y su afán por mantener a raya a las hordas empobrecidas del tercer mundo, que, por supuesto, le disgustaban.
Aunque estimo que el libro de Paz no se merecía esa interpretación pendenciera, lo interesante del asunto era justamente la franca irreverencia ante uno de nuestros monstruos, en plena carrera internacional que ya le redituaba toda suerte de premios y distinciones. Había resultado chocante, y creo que esto explica en parte la virulencia de Blanco, el hecho de que la versión francesa de este libro había aparecido… ¡dos años antes que la española de Seix Barral! ¿No significaba esto una suerte de menosprecio hacia los lectores de nuestra lengua, que nos convertíamos así en lectores de segunda clase? Blanco le cobraba caro al poeta este desdén a sus interlocutores más inmediatos.
No se quedó atrás Jorge Aguilar Mora. Con instinto dinamitero publicó un libro que los reflejos autoritarios del México de entonces habían considerado como de aparición imposible: La divina pareja. Historia y mito en Octavio Paz. El autor, que se decía había sido alumno de Roland Barthes en Francia y que se acababa de doctorar en El Colegio de México, intentó mostrar en este libro que la obra literaria de Paz no era sino un gigante con los pies de barro. Aunque fue silenciado en su momento, y al parecer no hubo repercusiones del mismo en las secciones de reseñas, que “enmudecieron” de modo unánime y sospechoso, este libro marcó un precedente de gran importancia: más allá de sus fallas argumentativas, y hasta de sus excesos, que por supuesto los tenía (Aguilar Mora cometió el gafe de acusar a Paz de “cobardía”… ¡basándose para ello en una lectura sesgada de unos versos de Piedra de sol!), la sola existencia de este título demostró que era posible sentar incluso a los dómines más célebres en la silla de los acusados.
No sólo monolitos como Fuentes y Paz, también escritores de nuevo cuño como José Agustín podían ocupar el sitial de una bête noire. Paloma Villegas y Adolfo Castañón, cada quien por su lado (pero no fueron los únicos, ni los primeros), arremetieron con distintos argumentos contra uno de los inventores de lo que se llamó “literatura de la onda”. La velocidad de la prosa de Agustín, lo mismo que su eficaz registro de los giros coloquiales de la chaviza, parecieron un mero artilugio taquigráfico que no merecía mayor atención, y que quedaba fuera de lo que en sano juicio se consideraba “obra literaria”.
Castañón incluso se metió con Pacheco. Estimó que la mayoría de los relatos fantásticos contenidos en El principio del placer… “no resisten una valoración literaria rigurosa”. Con estas palabras, Castañón ponía en duda, ni más ni menos, a una de las inteligencias literarias más impresionantes que ha habido en nuestro país. (Y a uno de sus mejores volúmenes, habría que agregar, pues ahí se encuentran esos relatos magistrales llamados “La fiesta brava” y “Tenga para que se entretenga”).
En esta misma vena iconoclasta, a mí me tocó mantener a fines de los años ochenta una discusión periodística con Antonio Alatorre acerca de los nuevos métodos de análisis literario, a los que el filólogo había ridiculizado en sendos ensayos aparecidos en la Revista de la Universidad y en la desaparecida Vuelta. Mi fallecido amigo José Amezcua me comentó por esos días, no sin un dejo admirativo, que se repetía la querella de los antiguos y los modernos.
No cualquier bodrio merece la gloria de la imprenta. Toda idea merece ser discutida. Estas podrían ser dos de las consignas a las que respondía, sabiéndolo o no, esa generación crítica que ya pertenece a la nostalgia.
Los aires contestatarios del post-68 han sido sustituidos por una ola posmoderna y plural, por una tribu letrada menos belicosa. De aquella tolvanera, empero, se desprende una secuencia de nombres entre los que pueden mencionarse desde Jaime Moreno Villarreal (perspicaz en La línea y el círculo, aunque, hasta donde me doy cuenta, dejó la crítica literaria para especializarse en la de artes plásticas) hasta Armando González Torres, quien también ha incidido por cierto en una revisión de los logros discursivos de Paz y sus consiguientes polémicas.