24 de enero de 2010

Corazón de tinta

Acabo de ver la película Corazón de tinta (Traducida al castellano como El libro mágico), es la primera parte de la trilogía escrita por Cornelia Funke (Corazón de tinta, Sangre de tinta y Muerte de tinta). Me gustó el paisaje, los efectos especiales no son malos, la ambientación y el tema:

Una noche está el padre (Mortimer Folchart, Mo), la madre (Resa) y la hija (Meggie, de tres años de edad) en la biblioteca de la tía del primero, el padre les está leyendo una historia. La tía había asistido a una feria del libro y el matrimonio cuidaba la casa. El padre ama los libros viejos, es un médico de libros que los restaura cuando están deteriorados. Sin saberlo, el padre es un "lengua de brujo", seres conocidos con este nombre porque cuando leen en voz alta su voz da vida a los personajes de la historia que leen. El peligro está en que por cada personaje de ficción que llega al mundo real una persona real desaparece en el mundo ficcional, entra al libro. Y así sucede, la madre de la niña desaparece esta noche de lectura. El libro que está leyendo el padre se llama Corazón de tinta, una historia de aventuras, magia, castillos medievales, ilustraciones y diversos personajes.

Desde entonces, el padre y su hija (que al inicio ignora que ha heredado el don del padre, también es una "lengua de brujo") viajan de país en país buscando el libro para poder leerlo y entrar a rescatar a la madre. Llegan a una librería de segunda mano y después de nueve años el padre escucha voces que lo llevan a encontrar, por fin, un ejemplar de Corazón de tinta. Pero al salir de la librería uno de los personajes de Corazón de tinta, "Dedo polvoriento", está frente a los ojos de Mo, es un "traga fuego" que necesita al "lengua de brujo" para que lea y pueda salir del libro y encontrarse con su familia.

Cuando Mo, sin querer hacerlo, hace aparecer en el mundo real a uno de los personajes del libro, Capricornio, un rufián que trabaja para un duque malvado, éste captura al padre, a la hija y al traga fuego (que tiene a un inteligente hurón por acompañante) y los encierra en su castillo. Capricornio tiene como proyecto no dejar salir a nadie del libro haciendo aparecer a "La sombra", otro personaje, y echando Corazón de tinta al fuego. Al no poder rescatar Corazón de tinta del fuego, a Meggie se le ocurre que el autor del libro puede tener una copia y buscan hallar una salida, ayudados por "Dedo polvoriento", para ir a buscarlo y pedírsela. Mientras tanto, en otra parte del libro, la madre está encadenada en la cocina y ha perdido la voz.

El escritor del libro no puede creer que ante sus ojos esté "Dedo polvoriento", ese personaje creado por él. Es, dice, "como entrar en mi propia imaginación". El personaje no sabe su final, no ha querido leerlo por miedo. Cuando se entera de que morirá al querer salvar a su hurón (con quien habla), le dice al escritor: "Yo voy a labrar mi destino, no eres un Dios y no te permitiré regir mi vida".

Como comentaba arriba, el tema me ha gustado. Sin embargo, percibí a los actores un tanto planos, las consecuencias son predecibles pues se sabe que pasará a cada momento, desde el inicio. Pero vale la pena mirarla, aunque creo que la trama hubiera dado para mucho más.

VIDEO.

18 de enero de 2010

Apostillas Literarias y los Premios de la RdeL

He recibido un correo-e de la Revista de Letras donde me comunican que Apostillas Literarias ha sido nominado para los premios que otorgan, en este momento es finalista. La nominación es en la categoría de "Mejor blog de crítica literaria. (Internacional)". Agradezco su atención, no lo sabía y ha sido una agradable sorpresa.

Una de las cosas bonitas de los blogs es toda esta interacción y comunicación que se logra entre páginas, revistas, lectores, autores, amigos, etc. Ya se es ganador de antemano cuando llegan a este espacio y algo les agrada.

17 de enero de 2010

Camus y la muerte absurda

Camus y la muerte absurda
Ricardo Bada
La Jornada Semanal
17.1.10

Es una larga y luctuosa historia, la sangría de intelectuales, artistas y científicos fallecidos por culpa de la circulación automotriz, y hasta la de tracción a sangre. Y no me consta que se haya elevado hasta la fecha ningún pliego de cargos, sin que la lista que sigue aspire de ningún modo, por desgracia, a la exhaustividad.

El 19 de abril de 1906, en París, yendo de mañana camino a su laboratorio, Pierre Curie (hombre de una sola mujer, con la que compartió dos pasiones –la cama y la investigación–, amén de un Premio Nobel) murió al ser atropellado por un coche de caballos.

El 29 de junio de 1919, en la esquina de Amadores, La Pastora (Caracas), murió de forma trágica José Gregorio Hernández, al golpear su cabeza contra el borde de la acera tras haber sido atropellado y arrojado al suelo por un auto. Este santo laico, médico y científico, devoción acendrada de venezolanos y colombianos, no llegará a los altares porque su nombre se asocia con brujería y chamanismo, lo que hace aún más ambiguo su aupamiento al rango de Venerable por Juan Pablo II.

El 17 de septiembre de 1925, en Ciudad de México, la colisión con un tranvía del autobús en que viajaba, dejó a Magdalena Carmen Frieda [sic] Kahlo y Calderón con lesiones permanentes debido a que su columna vertebral quedó fracturada y casi rota, así como diversas costillas, el cuello y la pelvis, su pie derecho se dislocó, un hombro se le descoyuntó, y un pasamanos penetró por su costado izquierdo y le atravesó el vientre.

El 7 de junio de 1926, en Barcelona, al pasar por la Gran Vía de las Cortes Catalanas, entre las calles Gerona y Bailén, un genio de la arquitectura, Antoni Gaudí, fue atropellado por un tranvía, quedando sin sentido. Creyéndolo un mendigo por su aspecto, no lo socorrieron de inmediato. Murió tres días más tarde, a los setenta y cuatro años, dejando inconclusa la Sagrada Familia.

La noche del 14 de septiembre de 1927, en un accidente de automóvil en Niza, Francia, murió Isadora Duncan a la edad de cuarenta y nueve años. Cito del obituario en el New York Times: “El automóvil iba a toda velocidad cuando la estola de fuerte seda que ceñía su cuello empezó a enrollarse alrededor de la rueda, arrastrando a la señora Duncan con una fuerza terrible, lo que provocó que saliera despedida por un costado del vehículo y que cayese sobre la calzada de adoquines. Así fue arrastrada varias decenas de metros antes de que el conductor, alertado por sus gritos, consiguiera detener el automóvil. Aunque se obtuvo auxilio médico, se constató que Isadora Duncan ya había fallecido estrangulada, y que ello sucedió de forma casi instantánea.” El automóvil era un Amilcar gs de 1924, propiedad de un joven y guapo mecánico italiano, Benoît Falchetto, a quien Isadora irónicamente llamaba Buggatti. Sus últimas palabras fueron Je vais à l'amour! (¡Me voy al amor!), si bien la leyenda quiere que fueran Adieu, mes amis, je vais à la gloire! (¡Adiós, amigos míos, me voy a la gloria!) Pero –pregunto– ¿dónde está la diferencia?

En Santa Barbara/California, el 11 de marzo de 1931, poco después del rodaje de Tabú, murió en accidente automovilístico un genio del cine, F. W. Murnau, cuyo verdadero apellido era Plumpe (= torpe, grosero, burdo). Manejaba el auto su valet y amante García Stevenson, filipino de catorce años del que ninguna fuente cita su nombre de pila, y que también perdió la vida en el accidente. Al sepelio acudieron Greta Garbo y Emil Jannings (el profesor Unrat de El ángel azul), y el discurso fúnebre lo pronunció Fritz Lang.

El 15 de julio de 1937, durante un repliegue del ejército republicano en la Guerra civil española, la reportera gráfica húngara Gerda Taro –compañera sentimental y profesional de Robert Capa, y autora de más de una foto que suele atribuirse a él– se subió al estribo del coche del general Walter, de las Brigadas Internacionales. Unos aviones franquistas en vuelo rasante hicieron que cundiera el pánico en el convoy y Gerda cayó al suelo, tras una pequeña elevación del terreno que un tanque republicano remontó en reversa hasta donde se encontraba ella, aplastándola con su cadena dentada. Trasladada con urgencia al hospital inglés de El Escorial, moriría pocas horas más tarde, seis días antes de cumplir veintisiete años. Fue enterrada en París, con los honores debidos a una heroína.

El 5 de enero de 1942, otra fotógrafa impar, Assunta Adelaide Luigia [Tina] Modotti, alias Estela Arreche, alias María Sánchez, alias Titana (Alberti dixit!), ex espía en Alemania, ex enfermera en la Guerra civil española, y ex amante de Edward Weston –quien plasmó su desnudo emblemático para la historia de la fotografía–, murió de un ataque cardíaco, yendo en un taxi por Ciudad de México (acotación mia: donde vivió muchos años). Aunque se especuló mucho sobre si esa muerte fue por un envenenamiento de “su amante” o por un “ajuste de cuentas entre comunistas” (los trotskistas españoles que vivían en México la acusaban de ser agente stalinista).

El 30 de septiembre de 1955, mientras James Dean manejaba su Porsche a una velocidad moderada por la carretera a Salinas/California, acompañado por su mecánico, el alemán Rolf Wütherich, se le acercó a gran velocidad, en el cruce 41-466, en la localidad de Cholame, un Ford conducido por un estudiante. Dean trató de esquivarlo sin conseguirlo, perdiendo la vida instantáneamente en el choque, a la edad de veinticuatro años. Su mecánico salió despedido del coche, pero se salvó: moriría veintiséis años más tarde en otro accidente similar, en Alemania.

El 11 de agosto de 1956, a una milla de su casa de Springs/Long Island, Jackson Pollock se mató en un accidente de tráfico. La adicción al alcohol del pintor de cámara de la cia le llevó a una temprana muerte, a los cuarenta y cuatro años. En otras palabras, iba manejando Empédocles.

En Vitoria, en el País Vasco, el 21 de febrero de 1964, el escritor Luis Martín-Santos (quien revolucionara la narrativa española de la postguerra civil con su Tiempo de silencio) murió víctima de un accidente sufrido el día anterior.

El 3 de agosto de 1964 murió en un accidente de tráfico, en la carretera que comunica Pamplona con Cúcuta, en Colombia, el poeta Eduardo Cote Lamus.
El 26 de noviembre de 1964, en un accidente en la avenida Figueroa Alcorta, de Buenos Aires, murió Julio Sosa, el Varón del Tango, víctima de su pasión automovilística, coronando así varios accidentes más por manejar a excesiva velocidad. Por aquellos años, en Baires, todos querían ser émulos de Juan Manuel Fangio.

El 4 de agosto de 1967, a sus veintinueve años, se apagó la más brillante estrella de la poesía de Costa Rica, Jorge Debravo, quien regresaba a casa con su motocicleta recién estrenada cuando lo arrolló y lo mató, en la cuesta de la Traube, un camión conducido por un borracho. La poesía de Debravo está llena de premoniciones acerca de su muerte.

El miércoles 27 de mayo de 1970, un cable publicado por el diario Excélsior informaba que el arquitecto mexicano Carlos Becerra Ramos había muerto en un accidente de carretera, cerca de San Vito dei Normanni/Apulia. El arquitecto Carlos Becerra Ramos era el poeta José Carlos Becerra. Y a no ser por la publicación de ese cable, el cónsul de México en Nápoles hubiera dado sepultura al cadáver en la fosa común de Brindisi y rematado en subasta las pertenencias de Becerra, entre ellas los manuscritos de tres libros inéditos.

El 23 de abril de 1975, en Londres, el joven bardo alemán Rolf Dieter Brinkman fue víctima del más habitual de los accidentes ingleses que sufren los extranjeros: cruzar la calle mirando a la izquierda en vez de hacerlo a la derecha.

Inesperadamente, el 27 de septiembre de 1976, en un accidente en la carretera de Bogotá a Tunja, ha muerto de camión gonzalo arango, como escribió treinta años después el inolvidable Ignacio Ramírez, recordando al poeta creador del nadaísmo.

El 31 de enero de 1978, en homenaje a San Martín, el folclorista argentino Jorge Cafrune salió a caballo hacia Yapeyú, lugar natal del Libertador, para depositar allí tierra de Boulogne-sur-Mer, la ciudad francesa donde murió. Esa misma noche, poco después, fue embestido por una camioneta conducida por un joven de diecinueve años. Cafrune falleció a medianoche, el hecho nunca fue esclarecido y para la justicia quedó sólo como un accidente.

El 25 de marzo de 1980, Roland Barthes (de Cherburgo, como los paraguas), murió al inicio de la primavera parisina tras ser atropellado en la Rue des Écoles, frente a la Sorbona. Su último libro, La chambre claire (La cámara clara), acerca de la fotografía, apareció por esas fechas.

El 13 de septiembre de 1982, en la misma carretera donde estuvo de picnic con Cary Grant en el filme To Catch a Thief, la princesa Grace de Mónaco sufrió un accidente. La acompañaba su hija Estefanía, que salió ilesa y de quien se rumoreó que era ella la que en realidad conducía el coche. Al día siguiente, la que había nacido como Grace Patricia Kelly, murió sin recobrar el conocimiento en el Centro Hospitalario Princesa Grace.

En Comiso, Sicilia, el 14 de junio de 1996, murió Gesualdo Bufalino a consecuencia de un terrible accidente de circulación. Su amigo César Antonio Molina lo rememora conmovido hasta el tuétano en un libro de recuerdos, Regresar a donde no estuvimos.

El 22 de mayo de 1997 muere en Cartagena de Indias el poeta colombiano Raúl Gómez Jattin, atropellado por un autobús, sin que haya sido posible determinar si se trató de un accidente o de un suicidio.

El 14 de diciembre de 2001, al chocar con su auto contra un camión, falleció w.g . Sebald, hallándose en su plena madurez creativa. Cito de la necrológica que le dedicó su traductor, Miguel Sáenz: “Sebald no tuvo suerte. Se pasó la vida enseñando literatura alemana en Norwich y escribiendo libros inclasificables o sesudos ensayos, y cuando, de pronto, convertido en autor de culto, iba camino del Nobel (gracias en gran parte a Susan Sontag, todo hay que decirlo), un estúpido accidente de automóvil acabó con él.”

El 27 de julio de 2005, el escritor argentino Saúl Yurkievich, albacea de la obra de Cortázar, murió en un accidente en una carretera cerca de Aviñón, al sureste de Francia. Según la policía, perdió el control de su vehículo e impactó de frente contra un camión que avanzaba en sentido contrario, falleciendo de manera instantánea.

El domingo 9 de abril de 2006, falleció en Managua el narrador Lizandro Chávez Alfaro. Murió en la cama, pero su muerte fue una secuela del terrible accidente que sufrió el 3 de febrero de 1996 durante su caminata habitual, entre 6 y 7 am. El autor del atropello fue un joven que había sido alumno suyo, y que esa mañana regresaba a casa a toda velocidad tras una noche de juerga, es decir, borracho (lo que llaman en Nicaragua “andar de amanezquera”).

El muchacho le pidió perdón de rodillas y llorando a mares a Lillian, la compañera mexicana de Lizandro, quien terminó abrazándolo y teniendo que reconfortarlo. Luego, cuando vio que la hospitalización iba a durar varios meses, y puesto que había manejado sin estar cubierto por un seguro de ninguna especie, el muchacho se marchó del país. El período de rehabilitación física de Lizandro duró un año, pero anímica y mentalmente no se recuperó jamás.

A despecho de la cronología, he dejado para el final el 4 de enero de 1960, cuando en la carretera nacional francesa núm. 5, en una recta sin obstáculos, cerca de Le Petit-Villeblevin, en un accidente provocado según parece por el exceso de velocidad a que conducía su Facel Vega el editor Michel Gallimard, murió y nos dejó huérfanos Albert Camus, su copiloto. Sean otros quienes hablen de su vida y de su obra, yo sólo quise hablar de su muerte, encajándola en un repertorio tristérrimo y casi desconocido: aquel que nos recuerda que además del suicidio hay más de un problema filosófico auténticamente serio. La muerte absurda, por ejemplo.

El día antes de la suya, y refiriéndose a la muy reciente de Fausto Coppi, campeonísimo del ciclismo, Camus había dicho: “No conozco nada más idiota que morir en un accidente de auto.”

9 de enero de 2010

Envidia

Lo más parecido al amor
Alessandro Piperno
Corriere della Sera, 2010
adn Cultura, La Nación.
9.1.10

(Transcribo solamente una parte del texto de Piperno):

La información

Alguien podría insinuar que el frenesí del redactor de este texto en exponer a la intemperie a los envidiosos deriva del recuerdo humillante de su adolescencia a la Bret Easton Ellis. Lo que probablemente sea cierto. Por cierto no ha ayudado a su humor el hecho de haber pasado el resto de su vida -o sea la juventud que, por otra parte, está llegando a su fin- en un medio artístico literario. Un ambiente en el que ciertos sentimientos están tan al orden del día que todos pasan el tiempo acusándose recíprocamente de envidiarse los unos a los otros.

En su último libro, George Steiner cuenta la vida de Cecco d´Ascoli, el gran erudito del siglo XIV que, de acuerdo con el mito, estaba lívido de envidia respecto de Dante Alighieri. El comentario de Steiner es apropiado: "¿Qué quiere decir ser un poeta épico con aspiraciones filosóficas cuando se tiene, digamos, de vecino de casa, a alguien como Dante?". Un poco como la leyenda de Salieri y Mozart, que hizo memorable un texto de Pushkin y bastante popular un hermoso film de Milos Forman. No debe de ser agradable pasar a la historia como el emblema mismo de la envidia. Y sin embargo, desde que el mundo es mundo, no hay competición artística (aun las más titánicas) que no esté marcada por el fuego de la envidia. Desde aquella entre Leonardo y Miguel Ángel hasta la de Sartre y Camus.

(Y a propósito de esta última, nadie me quitará de la cabeza que el gran desafío que, a comienzos de la década de 1950, los enfrentó uno contra el otro, más allá de toda consideración ideológica, fue el resultado de una inevitable envidia recíproca, vieja de decenios. Una envidia, por otra parte, en ambos casos, del todo justificada.)

Un caso interesante es el de Kafka. En El otro proceso, Elias Canetti, analizando el espitolario entre Kafka y su prometida Felice Bauer, revela qué espantosa era la envidia que Franz sentía por todos los escritores amados por Felice. El hecho de que ese notorio santito segregase hectolitros de bilis sobre sus competidores más o menos ilustres es algo que da que pensar. Hace nacer la sospecha de que para un artista la envidia es un adminículo del oficio. Y no creo que lo mismo pueda decirse de los abogados o de los agentes de seguro.

Por esto, hoy las cosas son aún más complicadas. La paradoja es que en estos tiempos la crisis de la primacía humanista ha coincidido con una sólida popularidad regalada a algunos escritores. Una actitud historicista me obliga a pensar que hasta la gloria más efímera puede considerarse merecida. Y sin embargo, es difícil encontrar allí afuera a alguien dispuesto a reconocerlo. Es inevitable, por lo tanto, que los escritores famosos sean objeto de envidia, y a su vez sean envidiosos. Todo el sistema conspira para transfigurar sus éxitos no menos que sus fracasos. Los exalta y se burla de ellos. La caída puede ser no menos repentina que el ascenso. Por eso están tan nerviosos, son tan narcisistas, tan frágiles. La información global les tributa los honores que necesitan. El precio que pagan por ese maná es el "presencialismo", el exhibicionismo, un desmedido deseo de expresarse, una no pedida generosidad... Y al final del túnel se encuentran convertidos en víctimas de la envidia de los otros y de las mismas pulsiones envidiosas. El estrés es tal que uno llega a anhelar una retraite digna de Montaigne. Retirarse sí, siempre que uno no sea olvidado. ¡Miren a Salinger: un verdadero profesional de la desaparición!

No por casualidad el libro que, en los últimos años, habló mejor de la envidia se refiere a dos escritores, ni tampoco por casualidad tiene como título La información . La bellísima novela de Martin Amis cuenta la gesta de Richard Teull, fracasado escritor cuarentón que inventa de todo para vengarse del éxito planetario obtenido por su amigo Gwyn Berry. "Cuánto más hermoso era todo en los viejos tiempos, cuando Gwyn era pobre", es uno de los pensamientos más amables que Richard le dedica al amigo. La potencia satírica de Amis sólo secunda a la de Easton Ellis. Y el protagonista es siempre el mismo: la envidia, en su forma patológica.

¿Pero es posible que este sentimiento no tenga ningún aspecto positivo? ¿Que sea inútil como en una época se pensaba de las amígdalas y del apéndice? ¿Es posible que uno no pueda darle un uso constructivo?

Quizá, doy la idea, sería necesario partir de un coming out . ¡Sí, en suma, desahogarse! Está bien, sí, soy envidioso. ¿Qué puedo hacer? Quizá sea el primer paso para hacer de la envidia un instrumento válido de conocimiento.

¿Un ejemplo?

¿El comienzo de una novela abierta por casualidad en una librería te ha irritado? ¿Por tratarse de algo escrito por otro funciona hasta demasiado bien? ¿La envidia te macera? ¿Te maldices por no haber pensado algo semejante? ¿Le imploras a Dios que los lectores no se den cuenta? ¿Confías en el proverbial mal gusto del público? Dale..., al menos has dado con un buen libro. En medio de todo este asco, bueno, ya es algo.

Envidia
Diana Cohen Agrest
adn Cultura, La Nación.
9.1.10

"Tengo envidia de tu sombra / porque está cerca de ti./ Y mira si es grande mi amor, / que cuando digo tu nombre / tengo envidia de mi voz", cantaba lastimosamente José Feliciano. Pero el poder de la envidia trasciende la ilusión romántica. La de Blancanieves, sin ir más lejos, más que una historia de amor, es un relato de venganza, traición y envidia. Y ni hablar de Cenicienta, cercada por mujeres tan carcomidas por la envidia que imponen un obstáculo tras otro en aras de impedir que la de los pies pequeños concurra al baile en el palacio. Y aun si el envenenamiento del genial Mozart por Salieri fuera fantasía pura, la envidia del italiano no es sino una reacción natural a la lotería de la vida: haber nacido en el momento y en el lugar equivocado, dotado con un talento enorme opacado por la genialidad indiscutible de un rival.

Retratada como destructiva, inhibitoria, inútil y dolorosa, la envidia es condenada como uno de los siete pecados capitales. Nadie duda del papel siniestro y abismal de la envidia en la existencia humana. Porque se la suele acusar de irracional, imprudente, viciosa, equivocada. Porque se la considera innata y arrasadora, y se la oculta tras las máscaras de la crítica amarga, la sátira, la injuria, la calumnia, la insinuación pérfida, la compasión fingida y hasta la adulación servil. Y porque se recae en ella, una y otra vez.

Definida como la aflicción vivida por un sujeto cuando siente que no posee algo que su rival sí posee, a propósito de ella Ivonne Bordelois nos enseña en Etimología de las pasiones que in-vidia (de video, vedere, de donde proviene el verbo ver) significa "la mirada penetrante y agresiva de un ojo que, movido por alguna forma de animosidad, antipatía, odio o rivalidad, se hinca enconadamente en el de su enemigo para perforarlo y destruirlo".

Tan compleja de representar en las artes plásticas como fáciles lo son la tristeza, la alegría o el temor, es casi imposible retratar a un personaje con una maestría tan excelsa que, con sólo observar el retrato, se logre percibir en ese rostro al envidioso. Tal vez porque el envidioso no se alimenta de las diferencias reales sino de lo que le devuelve su percepción subjetiva, en tanto y en cuanto sólo ve lo que confirma su envidia.

Pese a su fuerza corrosiva (o tal vez explicable, precisamente, por ella), es la última de las emociones que cualquiera admitiría no sólo ante los demás sino incluso ante sí mismo. El tabú que desalienta toda declaración abierta de envidia es universal, pues se está dispuesto a admitir cualquier otro defecto antes que a reconocer que se es envidioso. Y aun cuando uno es capaz de conceder "envidio tus triunfos" o "envidio tu auto", parecería que sólo nos permitimos confesar esa debilidad cuando las circunstancias y el vínculo con el envidiado, al menos en la versión oficial, excluye la posibilidad de una envidia genuina, destructiva.

Genealogía

¿Cuáles son las condiciones que favorecen la aparición de la envidia?

Ya decía Aristóteles en Retórica que se envidia a un semejante, "el alfarero al alfarero". Porque es posible envidiar a un rival con el que se está en condiciones de competir, no a alguien tan inferior o tan superior que dicha asimetría vuelva imposible establecer una comparación. Y según reza el proverbio, "reina entre vecinos": el envidioso piensa que si su vecino se quiebra una pierna, él va a ser capaz de caminar mejor. En el plano discursivo, la envidia puede expresarse elogiando lo que es malo o, alternativamente, guardando silencio frente a lo bueno, porque todo aquel que elogia a otro, en su propio campo o en uno lindante, en principio se priva a sí mismo de dicho elogio (una de las razones por las cuales se acostumbra agradecer a los jurados de un concurso en el que, por su propia función, son excluidos de la nominación). Como en un sube y baja, todo elogio se pronuncia al costo de la propia reputación.

Por añadidura, el sentimiento de inferioridad es un factor esencial. El envidioso debe ser capaz de imaginarse la posibilidad de poseer el atributo deseado. Pero debe creer al mismo tiempo que ese atributo deseado está más allá de su poder y que jamás podrá ser alcanzado. Ese dispositivo imaginario se condensa mejor en un "podría haber sido mío" que en un "será mío", ya que lo deseado se encuentra próximo en la imaginación pero inalcanzable como predicción. El teórico social noruego Jon Elster sugiere que una princesa puede envidiar a una reina y las estrellas de cine a otras estrellas, pero la mayoría de los mortales no envidia ni a una ni a otras (o a lo sumo, las envidia débilmente).

La envidia, por otra parte, es una emoción que opera como en el tiro al blanco: sin un objetivo, sin una víctima, no se siente envidia. Su contrapartida puede ser la soledad del envidioso, quien no desea ser reconocido en su bajeza por el envidiado. Y hasta cualquier demostración de afecto o de amistad que éste pueda profesarle, a la espera de cierta reciprocidad y reconocimiento, puede resultar contraproducente: cuanto mayor es el afecto que se demuestra hacia el envidioso, mayor es su envidia.

Puesto que se carece de parámetros objetivos, no sociales, en el cálculo del propio valor se tiende a tomar a los otros como estándares. Cuanto más decepcionante es nuestro desempeño respecto del de nuestros pares, más disminuye la autoestima. En particular, cuando las comparaciones sociales no nos favorecen, se suele construir una imagen de sí en forma sesgada al servicio de la autoestima. Mediante este salto tramposo, se explica en parte cómo el dolor odioso de una comparación de la que se sale desfavorecido puede ser metamorfoseado en una emoción más soportable para la imagen de sí.

Tan unívoco es el mandato de ocultar(se) la envidia que suele ser reemplazada o transmutada en otras emociones. Con su talento para disfrazarse, la envidia tiene hermanastros tan tormentosos como ella misma: los celos, el resentimiento y la indignación.

Malditos celos

La envidia y los celos tienen en común que una y otros suponen algo que le importa mucho a quien envidia o siente celos. Pero mientras que en la envidia se desea lo que no se posee (deseo de obtener o de lograr algo), en cambio en los celos se manifiesta un temor de perder lo poseído (¿acaso Serrat no cantaba "no hay nada más dulce que lo que nunca he tenido, / nada más amargo, que lo que perdí"?).

Las diferencias no terminan allí: la envidia es una relación en la cual el envidioso codicia algo presuntamente poseído o logrado por el envidiado, cuando en verdad la preocupación del envidioso es que sea el otro el poseedor de algo material o no que él no tiene. Los celos, en cambio, conforman una relación triádica que involucran al celoso, al rival y al ser amado ("Las estrellas, celosas, nos mirarán pasar", poetizaban Le Pera y Gardel). El motivo de preocupación del celoso no es el rival sino el amado, aquel cuyo amor (o afecto, o alta estima) se teme perder en la medida en que un rival (las más de las veces, imaginario) puede poner en peligro la relación privilegiada y exclusiva que el amante mantiene con el amado. La imaginación es tan esencial a los celos que Proust la compara con un historiador sin documentos, pues los elementos probatorios son exigidos recién una vez que se comprende haber caído en un error (piénsese si no en Otelo, que comprende tardíamente, ante el cadáver de la fiel Desdémona, la trampa que le ha tendido un Yago ahogado en la envidia).

Aunque no es un axioma. Tanto se juegan los mecanismos imaginarios del yo que la pérdida es menos humillante si se es abandonado por un rival percibido como superior o por quien parece merecer más esa relación: cuando Camilla abandonó a su marido, el señor Parker Bowles tal vez habrá sentido que, al fin y al cabo, no era tan humillante ser desplazado por el príncipe de Gales -sin entrar a discutir los (controvertidos) méritos de Carlos- como por un jefe de oficina pedestre. Y como prueba del papel de la autoestima, en ausencia incluso de todo glamour, se señala la asimetría subjetiva sentida cuando se es abandonado por otro y cuando se es abandonado sin la sospecha de un tercero, cuando el adiós se vive con dolor pero sin celos.

El filósofo Georg Simmel distinguió un fenómeno intermedio entre la envidia y los celos: el deseo envidioso de poseer algo o a alguien, no porque sea especialmente deseable para el sujeto, sino porque es de otros; reacción emocional que puede expresarse de dos formas que reniegan, una y otra, de lo deseado: una es renunciar al objeto ("ya no me importa"). La otra forma es la indiferencia (la célebre fábula de la zorra y las uvas) o hasta una aversión al objeto ("lo odio"). Y en una u otra de sus formas, sentir horror ante el mero pensamiento de que otro pueda poseerlo ("prefiero verlo destruido antes que otro lo posea"). Simmel advertía que quien se siente abismado en un deseo envidioso puede no desear poseer el logro codiciado, y en caso de que pudiese llegar a poseerlo, ni siquiera podría disfrutarlo, pero no soporta que otro lo disfrute. Envidia el yate de uno aunque sufra de mareos y la avioneta de otro aunque sienta vértigo.

El envidioso no tiene un interés genuino en que algo valioso en poder de otra persona le sea transferido a él, aun cuando querría ver al envidiado robado, desposeído, humillado o lastimado. Si lo que envidia es el prestigio, el talento o la belleza, puede cobijar el deseo de que el envidiado pierda ese prestigio, ese talento o esa belleza, a sabiendas de que lo perdido no será de nadie. En contrapartida, dado que el envidioso sobrevalora y hasta idealiza lo envidiado, enfrentado a un disvalor o a algo que le resulta indiferente, no poseerlo no erosiona su autoestima. Más aún, si otro se destaca en una habilidad o posee un objeto escasamente valorado por el envidioso, hasta puede provocar un sentimiento opuesto a la envidia: si un amigo es campeón de truco o en el juego de tejos, puedo sentirme orgullosa de él. E incluso voy a mirar con simpatía su colección de caracoles.

Cautivos del resentimiento

Prosiguiendo la línea trazada por Simmel, Melanie Klein observa en Envidia y gratitud que el envidioso persigue destruir a su víctima en su capacidad creadora y de goce, pues no puede soportar que un otro posea algo y él no lo posea. Intenta, entonces, denigrar y hasta destruir al otro para autoafirmarse en su narcisismo.

El resentimiento posee otra naturaleza. En las esclarecedoras páginas de Resentimiento y remordimiento, es caracterizado por el psicoanalista y escritor Luis Kancyper como "el amargo y enraizado recuerdo de una injuria particular", una suerte de rencor del cual nace el deseo de venganza. A diferencia de la envidia, que procura destruir al objeto, "el impulso resentido no persigue destruir al objeto sino castigarlo", nutriéndose del deseo de recuperar una realidad imposible en la ilusión de un tiempo circular. Pero como no puede destruir al objeto, lo tiene que preservar y controlar para poder continuar vengándose de una herida narcisista y de traumas injustamente padecidos de los que intenta vengarse.

"Después... ¿qué importa el después? / Toda mi vida es el ayer que me detiene en el pasado, / eterna y vieja juventud que me ha dejado acobardado / como un pájaro sin luz", revelaba Homero Expósito, con belleza impar, una de las facetas más demoledoras de la condición humana. El peligro es que si el sujeto se queda detenido con su resentimiento a cuestas, el tiempo de ese pasado vivido como injusto anega las tres dimensiones del tiempo: el presente permanece obturado por la memoria del rencor (cerrándolo con sus frustraciones resignificadas y reactivadas una y otra vez) y el futuro obliterado, obstruido, por la pasión de la venganza.

¿La indignación dignifica?

Con el fin de poder ser aceptada por los demás y por nosotros mismos, la envidia suele mutar en otras figuras más decorosas. Puede, entre otras, metamorfosearse en indignación. Pero conviene distinguirlas: cuando la superioridad de un rival, medida según estándares objetivos, es dolorosa pero se reconoce como justa, la envidia suele enmascararse tras la retórica de la reivindicación ante una injusticia. En contraste, toda vez que sentimos que, objetivamente, nuestra desventaja es tan inmerecida como injusta la ventaja del rival, no provocará envidia sino indignación. En otras palabras, una vez que los sentimientos hostiles son legitimados, la envidia residual se transmuta en indignación, sentimiento más apropiado y aceptable para el yo privado y público. Si mi rendimiento laboral es claramente superior al de mi compañera y pese a todo, la ascienden a ella porque es la favorita del jefe, la envidia por su ascenso se trastocará en indignación. Y de allí a la autocompasión media un solo paso, ya que apiadarse de uno mismo puede ser un remedio eficaz a la hora de eliminar toda comparación envidiosa que amenace la autoestima.

Metamorfosis

Si nos sentimos inferiores por una comparación poco ventajosa, ¿por qué no terminar por rendirnos a esta realidad? ¿Por qué no sentirnos felices por la superioridad del otro y, tomándolo como modelo, inspirarnos en él? Ese pasaje se prefigura en el lenguaje. Bordelois observa que el prefijo in- de in-vidia es ambivalente, pues puede significar tanto hostilidad como también "encerrar un secreto homenaje: en el fondo, la envidia es la mensajera nocturna de la admiración". Incluso Kierkegaard, quien consideraba la estupidez y la envidia como las dos grandes fuerzas de la sociedad, observó que "la envidia es admiración oculta. Un admirador que siente que la devoción no lo puede hacer feliz elegirá transformarse en un envidioso de lo que admira".

El envidioso es impulsado por una inferioridad presuntamente inmerecida, escudado en que esa situación subalterna no refleja su verdadero valor. Pero una vez que el objeto de la envidia es percibido claramente como superior al envidioso, ese mecanismo de defensa ya no funciona y, una vez eclipsada la hostilidad, la envidia puede ceder su lugar a la admiración. La diferencia entre una y otra es la que hay entre los antagonistas en una competencia (Federer versus Nadal) y los espectadores desinteresados que contemplan el torneo, capaces de admirar a los antagonistas sin envidia.

Otra de sus metamorfosis se produce cuando la envidia, devenida primero admiración, logra transmutarse en emulación -el deseo de evitar e incluso superar las acciones ajenas-. Por tortuoso que fuera el camino, el sujeto alcanza una emoción al servicio del yo pues, quien busca hacer lo que otro hizo, ya no vive cautivo de su odio. Y si bien la emulación requiere un rival, un competidor, éste no tiene que ser visto como un enemigo, y hasta puede tratarse de un amigo cuyo ejemplo estimula el talento propio.

Pero cuando los sentimientos de admiración y emulación fracasan, la envidia se metamorfosea en vergüenza. Mientras que la primera se bifurca entre el yo y el sujeto envidiado, la vergüenza nace en un yo defectuoso que concentra su atención en sí mismo, sin la presencia necesaria de una comparación subjetiva desfavorecedora. En particular, la vergüenza emana de tres fuentes: la vergüenza de sentir envidia y su sentido de inferioridad concomitante, la vergüenza de darse cuenta de que uno es culpable de su propia inferioridad y la vergüenza de sentir vergüenza. Nos resistimos a admitir su existencia porque socialmente es censurada y porque reconocer la propia envidia significa admitir, a fin de cuentas, nuestra condición paupérrima.

Así como la admiración y la emulación constituyen una salida socialmente aceptable a la envidia, y la vergüenza supone una dosis de sinceramiento, en el otro extremo del espectro moral se descubre un sentimiento tan abyecto que ni siquiera, en nuestro idioma, contamos con un término para designarlo. Schadenfreude es una palabra del idioma alemán que designa el sentimiento oculto de regocijo ante el sufrimiento o la infelicidad de otro.

Políticamente correctos

La antigua, rastrera e inequívoca palabra "envidia", que designa un proceso secreto y silencioso no siempre verificable, suele ocultarse tras la fachada más decorosa y políticamente correcta del "conflicto", conducta abierta y práctica socialmente aceptada. ¿Cuál es la diferencia que desautoriza a una y legitima al otro? Mientras que toda vez que aludo a la envidia debo aceptar que uno de los contrincantes es consciente de su inferioridad frente al otro, en cambio, cuando me dirijo a dos o más personas o grupos en conflicto, no necesito determinar quién es inferior.

Quizá fue la predilección de los sociólogos por los fenómenos observables la que condujo a la sustitución de la envidia por el concepto de "conflicto", empobreciendo numerosos aspectos de las relaciones sociales y humanas explicables en términos de envidia -una emoción muy primaria- pero no de conflicto. Se ha dicho, no obstante, que la sociología de la envidia pasa por alto que, entre el envidioso y el envidiado, no tiene por qué haber conflicto: lo irritante para el envidioso y lo que aumenta su envidia es su incapacidad para provocar un conflicto abierto con el objeto de su envidia.

Furia inmortal

Para distinguir la envidia justificable de la que no lo es, se distinguió entre la envidia a secas y la envidia "sana". Yo puedo envidiar sanamente el talento musical de una amiga, y ni remotamente deseo que pierda ese talento. Y en muchos otros casos de envidia "sana", las acciones del sujeto se dirigen a asegurar lo deseado para sí mismo, más que a minar al rival. Esas actitudes probarían la posibilidad de sentir una envidia exenta de connotaciones negativas.

A fin de cuentas, si nos detenemos en sus aspectos más benévolos, podemos tender sobre todas estas emociones indignas un manto de piedad: los celos son un mecanismo afectivo para preservar relaciones excepcionales y la indignación restablece momentáneamente la imagen del yo. Una envidia moderada ofrece una salida a la depresión, una ocasión para crecer y cierta esperanza en superar los obstáculos. Y hasta la envidia destructiva puede ser metamorfoseada en una competencia honorable y constructiva. No sólo eso: se ha dicho que la envidia conduce, en el espacio macrosocial, a un reclamo de justicia, a un igual tratamiento para todos: si uno no puede ser el favorito, nadie lo será. Un club de fans, por poner un ejemplo elemental, expresaría una acción común basada en que nadie puede tener al ídolo. Y hasta la solidaridad en la que se renuncia a un bien para que pueda ser compartido con otros ha sido vista como el efecto de una mutación forzada de la hostilidad original.

Por su historial deplorable, la envidia es una de las emociones más silenciadas de la condición humana. Y si se la desea analizar en su abismal profundidad, como se examina, en una suerte de vivisección existencial, un órgano con un escalpelo, se descubre que cuanto más oculta, más fascinante. El novelista Laurence Sterne ironizó cáusticamente que "la muerte cierra tras de sí la puerta de la envidia y abre la de la fama". Y mucho antes Aristóteles había sentenciado, a modo de consuelo escatológico, que los muertos ya no son nuestros rivales. Hasta solemos consagrarles todos los honores escatimados en vida mientras silenciamos sus vicios y miserias. Pero nada de lo pavoroso parece ajeno a lo humano. ¿Acaso la envidia de los muertos, rondando como espectros, no puede continuar acechando el reino de los vivos, perseguidos en la intimidad de su conciencia por esa furia inmortal que triunfa sobre el tiempo y la finitud?