11 de abril de 2012

Alfonso Reyes y las comillas

Alfonso Reyes y las comillas
Evodio Escalante

Poner o no poner comillas: de esto se trata. Escribo la frase en cursivas para que los entendidos sepan que sé que estoy citando a un clásico. Es decir, para que no me vayan a acusar de plagio. ¿Tanto miedo a esta palabra? Hay que aceptar que se trata de una palabra temible, de efectos demoledores, y que usarla implica casi siempre, al menos cuando se está dentro del campo literario, una especie de doble moral que no se reconoce a sí misma. Por supuesto que el plagio es reprobable, pero de inmediato hay que admitir que esto está sujeto a gradaciones, y que las gradaciones son casi infinitas. Entre el plagio burdo, apropiación mecánica de un texto con ánimo fraudulento, que todos reprobamos, y el plagio sublimado, podría decirse, se teje toda la historia de la literatura. ¿O alguien podría presumir de originalidad absoluta? El problema con la palabra plagio, en la medida en que se la utiliza como una acusación equivalente al robo, es que pone en juego una moralina perversa de doble rostro. Se vende en el mercado como una acusación moral, cuando en realidad lo que circula bajo el agua es un juicio de crítica literaria, un juicio estético vergonzante que no se atreve a decir su nombre. La mayoría de las veces, si se ve bien el asunto, lo que reprobamos y lo que nos indigna no es el fraude como tal, aunque así lo parezca, sino que el escritor de marras sea tan mal escritor. En suma: denostamos al inepto, al mequetrefe de las letras, y nos hacemos de la vista gorda cuando el plagiario es un poeta o prosista de primer nivel.

Es, como ya lo expresé antes, la doble moral en pleno. Lo notable es que en el caso de los escritores con presunto talento, podría decirse, el plagio se diluye y acaba volviéndose disculpable, el robo se transmuta y se convierte en una prueba más de ingenio en acción. Es fácil comprobar que los escritores de este tipo siempre han sobrevivido a esta clase de acusaciones. Hace unos días descubrí, con estupor que no me abandona, que uno de los títulos de poesía más admirables y hermosos de que se tenga memoria entre nosotros, Nostalgia de la muerte de Xavier Villaurrutia, está calcado, tal cual, de un poema de ese genio del romanticismo alemán llamado Novalis. Otro poeta, Marco Antonio Montes de Oca, publicó igualmente hace años un libro con un hermoso título: Delante de la luz cantan los pájaros. Esta vez un verso acuñado por Hölderlin.

Octavio Paz no tuvo empacho en usar una frase de Heráclito para designar a su libro de ensayos El arco y la lira. En otro caso, estimo que más grave, se apropió sin escrúpulos del título de una novela histórica que Heriberto Frías había publicado en 1923: ¿Águila o sol?. Con este mismo nombre, en efecto, el escritor de Mixcoac dio a las prensas a principios de los años cincuenta un libro de poemas en prosa de inspiración surrealista. Si esto sucede en el plano más visible, en el nivel de los títulos, ¿se imagina el lector lo que podría estar sucediendo en las letras chiquitas, allá en lo oscurito?

La acusación de plagio más célebre de las letras mexicanas en el pasado siglo la enfrentó precisamente Octavio Paz con la publicación de su primer libro ensayístico, El laberinto de la soledad (1950). Emmanuel Carballo lo acusó, para decirlo en dos frases, de “ningunear” sus fuentes y de haberse apropiado de manera indebida de ideas de Samuel Ramos y Rubén Salazar Mallén. Sostenía Carballo en contra de Paz: “Desarrolla ideas de otros autores, las usa sin indicar su procedencia”. A lo que agregaba enseguida: “Este procedimiento es, casi, una constante en la literatura mexicana: somos afectos a suprimir cuando son imprescindibles las comillas; somos afectos, asimismo, a vestir las ideas ajenas con ropas que disfracen sus orígenes. Despreciamos al autor y aprovechamos su pensamiento” (1). Paz respondió con cinismo y arrojo de juventud: “Unos artículos de Salazar Mallén, que nadie recuerda, y un libro de Samuel Ramos, que todo el mundo conoce son mis fuentes secretas”. Se refería, no podía ser de otro modo, a El perfil del hombre y la cultura en México, que se sigue reeditando aún. Era, nadie podrá negarlo, un reconocimiento del plagio. Lo escribe y lo suscribe el propio Paz, con lo que agrega un sorprendente y violento giro a su argumentación: “De paso: no estoy contra el plagio, cuando la víctima desaparece. Ya se sabe: ‘el león se alimenta del cordero’ ”.

Salazar Mallén protestó, creo que no le faltaba razón, porque no contento con apropiarse de algunas de sus ideas, Paz decretaba su inexistencia como escritor. ¿Qué significa desaparecer a la víctima? ¿No era, guardadas las distancias, lo que pretendían hacer los nazis en los campos de concentración? Decretar “desaparecidos” a Samuel Ramos y a Salazar Mallén era algo más que cinismo. Era una forma de “ningunearlos”, de volverlos nada. Tomando el suceso a broma, en su respuesta a la entrevista de un periodista, este último se hizo fotografiar con una piel de cordero encima. El mensaje era claro. Salazar Mallén podía ser un cordero, en efecto, pero el arrogante león no había logrado desaparecerlo.

Mucho me temo que la actitud cínica y desafiante de Paz estaba inspirada, al menos en parte, en algunos textos del paradigmático Alfonso Reyes, acaso el mayor de nuestros prosistas, y quien en más de una ocasión se pronunció en contra del uso de las comillas. ¿Reyes, con toda su autoridad, auspiciador del plagio? Definitivamente, sí. Juzgue el lector a partir de los textos que transcribo a continuación.

En un texto titulado “De las citas”, que se encuentra en El cazador (Madrid, 1921), Alfonso Reyes sostenía con toda claridad en lo esencial dos cosas que se corresponden con su vocación de ensayista: 1. Que no se debe citar para ennoblecerse con la cita, sino para ennoblecerla a ella; y 2. Que de preferencia las citas no deben ser textuales sino de memoria. “Pasar el nombre si se olvida y saltar la fecha si se ignora sólo son pecados en obras científicas”. Esta observación tiene un valor estratégico porque distingue entre el ensayo y el texto científico riguroso. En el tratado, por supuesto, hay que atenerse al rigor de las fuentes y las fechas. Omitirlas es exponerse a los reproches de lo sabios. Pero en el género más imaginativo del ensayo, por supuesto que pueden pasarse por alto este tipo de marcas disciplinarias.

Cito textualmente a Reyes, para que se vea que no fantaseo: “En rigor no debe citarse sino de memoria, como quieren las Musas; suprímanse, si es preciso, las comillas, con lo que se salva el compromiso de la cita exacta. De mí diré que sólo siendo indispensables las uso, porque han comenzado a avergonzarme: son el signo de lo no incorporado, de lo yuxtapuesto, de lo que no sabemos; ellas sirven admirablemente para exhibir el cuerpo extraño incrustado en nuestro organismo. No puedo pasarlas: me punzan en la garganta como los mosquitos en el vino de que se quejaba Quevedo” (2).

Son las Musas, ni más ni menos, las que autorizan esta forma de proceder. Musa ella misma, la memoria juega un papel en todo trabajo auténtico de creación. Por lo demás, como bien apunta Reyes, la memoria es sinónimo de lo que ha sido digerido. A Reyes le avergüenzan las citas textuales porque son la seña de que algo todavía no le pertenece. Lo que no ha sido interiorizado es despreciable en sí. Es como traer a cuento una letra muerta, o lo que es lo mismo, un conocimiento extranjero, que de seguro no ha sido entendido a cabalidad.

Hago referencia a este texto de la primera madurez de Reyes porque juzgo que es el antecedente obligado de otro trabajo, mucho más elaborado, que corresponde a su época final. Me refiero al “Prólogo” de El deslinde. Prolegómenos a la teoría literaria, obra que se publica por primera vez en 1944. En este libro, extraordinariamente ambicioso que de manera explícita se asume como un tratado científico, Reyes retoma e incluso amplía de modo sorprendente su anterior posición. Aunque ahora su argumentación se ha vuelto más compleja, más “filosófica”, si se quiere, sorprende que su autor dé por bueno para el tratado teórico lo que antes estimaba se aplicaba solamente al ensayo. Antes lo autorizaban las Musas, ahora lo autoriza un sentido americano del filosofar.

Afirma Reyes, como previniendo al lector: “Reduzco al mínimo mis referencias bibliográficas […], procurando que ellas correspondan a la necesidad de mis argumentos y sin entregarme a ostentaciones inútiles”. No quiso hacer un libro, asegura ahí mismo, que sea una suerte de inventario meticuloso en el que se dé constancia cabal de todo, de la A a la Z. Por lo demás, confesión que viniendo de Reyes es poco creíble, aduce que en esta ocasión al menos se sintió “poltrón y perezoso de andarme buscando autores que digan lo que yo me sé decir sin ellos”. Esta sentencia entrecomillada, que ha sido tomada del “Prólogo” de El Quijote de Cervantes, y que parece tan oportuna, debería empezar a inquietarnos. El novelista Cervantes puede muy bien prescindir de las citas textuales según su gusto y su arbitrio… pero… ¿el autor de un tratado de teoría literaria? ¿No hay algo fuera de lugar?

El argumento filosófico-político, con su evidente toque anticolonialista y por ende emancipador, viene enseguida. Es un argumento complejo que merece citarse completo para su mejor intelección. Asegura Reyes en estas páginas preliminares de El deslinde: “Se ha escrito tanto sobre todas las cosas, que la sola consideración de la montaña acumulada en cada área del saber produce escalofríos y desmayos, y a menudo nos oculta los documentos primeros de nuestro estudio, los objetos mismos y las dos o tres interpretaciones fundamentales que bastan para tomar el contacto. Nuestra América, heredera hoy de un compromiso abrumador de cultura y llamada a continuarlo, no podrá arriesgar su palabra si no se decide a eliminar, en cierta medida, al intermediario”. A lo que agrega, sin inmutarse: “Esta candorosa declaración pudiera ser de funestas consecuencias como regla didáctica para los jóvenes —a quienes no queda otro remedio que confesarles: lo primero es conocerlo todo, y por ahí se comienza—, pero es de correcta aplicación para los hombres maduros que, tras navegar varios años entre las sirtes de la información, han llegado ya a las urgencias creadoras”.

Quien quiera ser un tratadista original, aconseja Reyes, debe eliminar la escoria que se ha acumulado, sólo así se accede “a las cosas mismas”. Las miles de páginas y de interpretaciones que el trabajo de los escoliastas ha venido aglomerando, constituyen una montaña de basura que impide llegar a las fuentes primigenias del saber. En consecuencia, hay que eliminar a las sucursales. El discurso de Reyes adquiere aquí cierto temple fenomenológico y, si no se tratara de un arriesgado anacronismo, diría que me recuerda un poco el argumento que utiliza Heidegger en la “Introducción” de El ser y el tiempo para justificar la tarea de la “destrucción de la metafísica”: las sucesivas interpretaciones se alejan cada vez más del fenómeno originario; en consecuencia, lo que procede es desmantelar o disolver estas capas encubridoras que no nos dejan apreciar las cosas en su prístina aparición.

A esto se agrega un argumento que toma en cuenta las “edades” del hombre. Los jóvenes están obligados a leerlo y conocerlo todo; los hombre maduros, en cambio, deben responder a “las urgencias creadoras”. Esto quiere decir: están de cierto modo obligados a olvidar todo lo que han aprendido para llegar a proponer una idea propia y original. Contra lo que podrían pensar las mentes estrechas, escribir un tratado de teoría literaria es participar en una tarea tan creativa como la de escribir un poema. Sorprendente y genial, por decir lo menos. A favor de Reyes hay que reconocer que su propuesta de sustituir en El deslinde la idea aristotélica de mimesis por del concepto más moderno de ficción resulta original y muy convincente.

Pero continúa la proclama emancipatoria de este intelectual “tercer mundista” que ya se siente “contemporáneo de todos los hombres”. Añade ahí Reyes con desparpajo: “Para los americanos —una vez rebasados los intolerables linderos de la ignorancia, claro está— es mucho menos dañoso descubrir otra vez el Mediterráneo por cuenta propia […], que no el mantenernos en postura de eternos lectores y repetidores de Europa” (3).

Para emanciparnos, para llegar a la mayoría de edad intelectual que reclamamos en consonancia con nuestra historia, es necesario que dejemos de repetir como los loros la lección europea. ¡Excelente!

El problema empieza cuando Reyes propone que para lograr este objetivo… debemos aprender convenientemente a olvidar. Si en El cazador Reyes elogiaba a la Musa de la memoria, que es la que permite eliminar las estorbosas comillas, veinte y tantos años más tarde, en El deslinde, la empresa anticolonial lo obliga a prescindir incluso de la memoria. Esto lo hace escribir: “Tenemos que reconocer, aunque en lo particular nos duela y nos alarme a algunos profesionales de la Memoria, que toda neoformación cultural supone, junto con los acarreos de la tradición viva, una reducción económica y una buena dosis de olvido” (4). Somos neoformación, ¡aleluya!, y es esta condición de neotenia histórica, por decirlo así, la que autoriza o acaso incluso exige no una “reducción fenomenológica”, como predicaba Husserl, pero sí una “reducción económica” que se complementaría con “una buena dosis de olvido”.

¿Reducción económica? ¿Paletadas de olvido? ¿De qué se trata? ¿A dónde nos lleva Reyes?

¿El que hayamos leído a Aristóteles nos autoriza omitir el nombre de Valéry, como en efecto hace el propio Reyes en algunas páginas de La experiencia literaria? ¿Porque conocemos a Platón podemos prescindir, por decir algo, de Mallarmé? ¿Plotino nos exime de Vossler? No sin vacilaciones anoto lo anterior. Sospecho que algo de esto es lo que Reyes nos quiere dar a entender al invitarnos a prescindir de ciertos eslabones de la cultura del mundo. Cito otro pasaje que parece significativo en este mismo sentido: “La civilización americana, si ha de nacer, será el resultado de una síntesis que, por disfrutar a la vez de todo el pasado —con una naturalidad que otros pueblos no podrían tener, por lo mismo que ellos han sido partes en el debate—, suprima valientemente algunas etapas intermedias, las cuales han significado meras contingencias históricas para los que han tenido que recorrerlas, pero en modo alguno pueden aspirar a la categoría de imprescindibles necesidades teóricas” (las cursivas son mías).

Esta síntesis que tiene reminiscencias vasconcelianas, esta urgencia americana de darse un ser, parece ser la justificación de estas “supresiones” u “olvidos” deliberados que se supone ha practicado el propio Alfonso Reyes al escribir El deslinde.

A las necesidades de una emancipación americana, sin embargo, Reyes añade al final de este “Prólogo” una justificación personal. De súbito hay un cambio de nivel que no deja de llamar la atención. Lo que eran necesidades teóricas de la cultura americana, en su afán de no repetir mecánicamente las conquistas de la cultura Europea, se convierte en una decisión de tipo personal. El tratado teórico, el afán por establecer las bases de una teoría literaria, revela ser al final menos una necesidad estrictamente intelectual surgida del ser americano que “una investigación retrospectiva del propio itinerario”.

En otras palabras: una investigación del yo personal de Reyes bajo pretex-to de hacer ciencia en el sentido más alto de la expresión. El itinerario personal y la secuencia del pensamiento teórico coinciden como si se tratara de una ecuación matemática. Reyes ha sido, así lo reconoce, un hombre disperso, autor hasta el momento en que escribe esas líneas de una obra diversa, variopinta y miscelánea. Con El deslinde intenta un desquite histórico de índole personal: “Todos tenemos derecho —pero casi siempre nos lo estorba la vida— a procurar la unidad, la confortante unidad. Y cuando, tras de dar al Servicio Exterior de mi país mis mejores años, me veo dichosamente recluido en mi oficio privado […], entonces, antes de que Octubre me invada, tomo la ocasión por los cabellos, como se dice en buen román paladino, y me concentro a interrogar mi imagen del mundo”.

Aquí la crítica, podría decirse, tiene que topar con pared. Si al escribir El deslinde, su libro riguroso de teoría literaria, Reyes en realidad no hace sino interrogar su imagen del mundo, entonces hay algo que ya se perdió en el camino: el rigor científico, la búsqueda americana de objetividad. La enjundia estrictamente “fenomenológica”, o al menos, “fenomenográfica” de la empresa cede su lugar a la siempre voluble biografía de un personaje que puede diseñar a capricho su itinerario, prescindiendo de aquello que según un juicio no le parezca esencial.

No constato esta contradicción interna del pensamiento de Reyes para descalificarlo, sino para ubicar la índole del problema al que nos enfrenta la lectura de lo que debió ser su libro más serio y profundo. Comenzamos eliminando las comillas, seguimos reivindicando el derecho al olvido y terminamos con una invitación a seguir al autor en la interrogación de su imagen del mundo. ¿No estamos, acaso, en el peligroso “todo se vale” de la irresponsabilidad contemporánea?

* Evodio Escalante. Profesor-investigador en la UAM-Iztapalapa. Sus libros más recientes son Metafísica y delirio. El Canto a un dios mineral de Jorge Cuesta y Aproximaciones a Walter Benjamin.

1) Aunque se trata de un sucedido del dominio común, cito la documentación que reúne Javier Sicilia en Cariátide a destiempo y otros escombros, Xalapa, Gobierno del Estado de Veracruz, 1980, p. 48.
2) Alfonso Reyes, El cazador, en Obras completas de Alfonso Reyes, t. III, Fondo de Cultura Económica, México, 1995, pp. 163-64.
3) Alfonso Reyes, El deslinde, en Obras completas de Alfonso Reyes, t. XV, Fondo de Cultura Económica, México, 1963, p. 18, cursivas mías.
4) Ibíd., p. 19.

Fuente | Nexos, 1.4.12

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