2 de junio de 2012

Relecturas, Vila-Matas

Los escritores deben ser leídos y no vistos

Música para malogrados
Enrique Vila-Matas

El pasado Sant Jordi me tocó firmar al lado de un simpático joven que había escrito un libro titulado Guía para calvos. Sentí curiosidad y le pregunté de qué trataba aquello. “Es un libro de broma”, me aclaró de inmediato. Después, no tardé en ir viendo que era famoso por un programa de televisión. Saludaba a las multitudes y, en un momento determinado, en medio de tanto ajetreo, se volvió hacia mí y dijo: —Vine para que me vieran.

Exacto, pensé. No se podía resumir de forma más intuitiva el estado general de la literatura. Su frase me trajo, además, el recuerdo de William Gaddis y su firme convicción de que “los escritores deben ser leídos y no vistos”. La frase del joven autor no podía estar más cargada de sentido. Y me pareció confirmar lo que siempre he pensado: que en el preciso instante en que los escritores empezaron a ser vistos, se malogró todo.

Quizás por eso, horas después, regresando de noche a casa, estuve pensando en el trágico recorrido que, a través de los siglos, han ido trazando con despropósito continuado los escritores hasta llegar a los libros de broma de ahora. ¿Qué pudo suceder a lo largo de ese camino para que las cosas acabaran tan mal? La cuestión del fin de la literatura es el eje central de Nude in your hot tub, facing the abyss, un ensayo de Lars Iyer, joven novelista británico. En su reflexión sobre la visibilidad de la literatura comienza recordándonos que hubo un tiempo en que los escritores eran como dioses, vivían en las montañas cual ermitaños desahuciados o aristócratas lunáticos; escribían en esos días con la única finalidad de comunicarse con los muertos y no habían oído hablar nunca del mercado, eran misteriosos y antisociales… Aunque es probable que deploraran moverse entre tanta desolación y tristeza, vivían y respiraban en el reino sagrado de la literatura.

Andando el tiempo, surgió una segunda hornada de escritores. Vivían en los bosques, al pie de las montañas y, aunque seguían soñando con las alturas y lo sagrado, necesitaban recalar en los confines de bosques colindantes con alguna ciudad, en la que se adentraban de vez en cuando para agitar mentes e instigar revoluciones. Después, los escritores empezaron a instalarse en pisos de la ciudad y se lanzaron de cabeza en la piscina del mercado y en poco tiempo empezaron a ser más numerosos que los lectores, y pronto quedó claro que, a fin de cuentas, el público no era más que una alucinación. Más tarde, llegaría Internet y hoy en día los escritores se sitúan ante su mesa y sueñan con lo sagrado al tiempo que derrochan brevedades en sus tuits y de vez en cuando intervienen en alguna polémica de la Red mientras comen pringles y lloran al preguntarse qué tienen que ver los autores de libros de broma de ahora con los misántropos desahuciados de antaño.

Nada que ver, claro. Sólo que uno hasta diría que existe una ligazón entre ellos, pues a todos se les llama por igual “escritores”.

(Fotografía: Thomas Bernhard (1931-1988), en una fotografía de los años cincuenta).

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