Juan Villoro
Reforma, 26.04.13
En los años difíciles en que sobrevivía escribiendo guiones y bebía demasiadas tazas de café para cumplir su trabajo extra como novelista, García Márquez le prometió a sus hijos que un señor vestido de negro llamaría a la puerta para entregarle un maletín lleno de billetes.
La historia mitigaba la angustia económica de una familia que vivía en el México de los años sesenta, donde los negocios colocaban un letrero de inspiración kafkiana: “Hoy no fío, mañana sí”.
Poco después, el escritor colombiano conocería los malentendidos de la celebridad. Aunque nunca olvidó su origen como uno de los 11 hijos del telegrafista de Aracataca, en su calidad de autor famoso frecuentó a mandatarios no siempre presentables. Al verlo en actos de Estado costaba trabajo recordar al autor que deseaba que le cambiaran un filete por un cuento.
Los autores de culto circulan mal pero cuentan con adalides que los defienden. En cambio, los autores muy leídos están tan expuestos que no parece necesario estudiarlos más a fondo.
Juan José Saer, novelista de poética densidad, dio la espalda al éxito; no fue un militante del fracaso, pero descreía de la popularidad. En un apunte de sus Papeles de trabajo hace una lista de “falsos buenos escritores”, todos ellos muy leídos: Tabucchi, Saramago, Paul Auster, Nabokov, Graham Greene. En otro pasaje arremete contra el tropicalismo sin sol genuino de García Márquez. Saer entiende la aceptación como un debilitamiento estético, por más que esto a veces sea muy azaroso. Nabokov padeció la marginalidad del exiliado, pero a la postre Lolita le otorgó la improbable condición de best-seller.
Una tensión enfrenta al juicio popular con la mirada experta. Shakespeare y Cervantes contaron con públicos agradecidos, pero no eran los favoritos del parnaso local. Como ha dicho Andrés Trapiello, si el Premio Cervantes hubiera existido en tiempos del Quijote, se lo habrían dado a Lope de Vega. En su día, Shakespeare y Cervantes fueron más disfrutados que analizados y tardaron en ser vistos como clásicos.
Saer desconfiaba del escritor que no desconcierta a su época en la misma medida en que Vázquez Montalbán desconfiaba del escritor que no conecta con ella. En 2001 coincidimos como jurados del Premio Salambó. El autor de Galíndez defendía al excelente Javier Cercas, que ya había recibido dos premios por Soldados de Salamina. Argumenté que una distinción concedida por escritores debía celebrar un libro que no hubiera recibido tanta atención (Vila-Matas, Martínez de Pisón y yo defendíamos El viaje, de Sergio Pitol). No se trataba de decir quién era “mejor”, noción absurda en el arte, sino de encender una lámpara para que la gente se asomara a una ventana diferente. Vázquez Montalbán respondió: “Sois como un amigo mío; cuando se publicó Cien años de soledad le encantó; cuando supo que le gustaba a millones de lectores, se arrepintió de que le gustara. No ha habido una gran obra que no haya sido popular”. Esta defensa de la sociedad civil como tribunal estético nos llevó a una polémica que se prolongó por horas y que finalmente perdimos.
Los primeros libros de García Márquez fueron los de un autor reacio a la aceptación. A partir de Cien años de soledad, proliferaron las tiendas que querían llamarse Macondo.
Una escena divide esos momentos. García Márquez salió de vacaciones a Acapulco en compañía de su familia. De pronto, a media carretera, encontró el tono de su novela. Dio la vuelta en U más famosa de la historia literaria, decepcionando a los hijos que ya sentían el vaivén de las olas, y se hundió en la narrativa de Cien años de soledad.
García Márquez ha dicho que el tono que descubrió era el de su abuela. La vuelta en U significaba un regreso al origen, a la mujer con la que había crecido y que explicaba lo habitual con claves fabulosas (según ella, cada vez que llegaba el electricista la casa se llenaba de mariposas amarillas). Pero esa vuelta también fue un retorno al periodista que García Márquez había sido en sus tiempos costeños, cuando cubría la vida cotidiana como si fuera una leyenda. A los 21 años había escrito: “Nos dijeron que antes, cuando la madrugada era verdad, se escuchaba en el patio el rumor que dejaba el azúcar cuando subía a las naranjas”.
El tono de la abuela ya determinaba las columnas escritas en Cartagena y Barranquilla a fines de los años cuarenta, donde lo cotidiano recibía explicación mítica: “Y ahí estaba la vaca, seria, filosófica, inmóvil, como la simbólica estatua de un ministro plenipotenciario”.
Más allá de la reputación de un autor, leer su obra exige dar una vuelta en U hacia su voz primaria, ajena a la repercusión posterior. En García Márquez esa voz es la del cronista que pone a prueba lo real para confirmar su existencia.
Cuentan que cuando finalmente tuvo dinero, contrató a un señor vestido de negro para que le entregara un maletín lleno de billetes. La fortuna no pertenecía a la realidad sino a una ficción, lo cual no significa que fuera falsa: lo incomprobable es una verdad lenta, que aguarda ser demostrada.