26 de enero de 2016

Amistad...

"Lo que hace a un amigo confiar en el otro es el conocimiento de su integridad. Tiene como garantías su buen natural, su fidelidad, su constancia. No puede haber amistad allí donde hay crueldad, deslealtad, injusticia. Entre malvados que se juntan se forma un contubernio, no una sociedad. No se quieren, pero se temen. No son amigos, sino cómplices".
Étienne de La Boétie, Discurso sobre la servidumbre voluntaria.

Citado por Gabriela Lira.

25 de enero de 2016

Inés Arredondo y García Ponce

Inés Arredondo y Juan García Ponce
Huberto Batis
Confabulario
23 de enero, 2016

Hasta 1963 Tomás Segovia dirigió la Revista Mexicana de Literatura junto con Antonio Alatorre. El Consejo de Redacción se reunía en la casa de Inés y Tomás. Ella preparaba café y galletitas para los invitados, pero un día no llegó nadie. Era un desastre y en ese estado le dejó Tomás la revista a Juan García Ponce porque se fue a trabajar a la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC) en Uruguay. Inés y Tomás se llevaron a sus tres hijos: Inés, Ana y Francisco. Ella entró a trabajar allí como secretaria y él como intérprete porque dominaba el francés desde niño cuando vivió en los campos de refugiados españoles en Francia y África.

En Uruguay Inés se planteó muy pronto la necesidad de divorciarse porque Tomás era muy enamoradizo ˗o como se dice, era un conquistador irredento˗. Ya estaba advertido por Inés de que no le toleraría más y habían decidido irse a Uruguay para salir de varios líos que tenía Tomás en México. En Uruguay volvió a presentarse la misma situación y se separaron definitivamente.

Entonces García Ponce empezó a dirigir la Revista Mexicana de Literatura con un Consejo de Redacción amplio en el que estaban Inés Arredondo, que acababa de regresar de Uruguay, Jorge Ibargüengoitia, Juan Vicente Melo, Gabriel Zaid, Rita Murúa y otros, entre ellos yo mismo.

Cuando entré a la revista, Inés tenía sus dudas, pero después nos hicimos íntimos. Ella estaba divorciada de Tomás y mi mujer, Estela Muñoz, estaba en París. Yo me sentía libre de hacer y deshacer mi vida, y deshice mi vida a su regreso. Un día, mi mujer le preguntó a Inés cuáles eran sus intenciones conmigo. Ella le contestó que no tenía ningún plan porque estaba enferma, que no deseaba deshacer un hogar con hijos, y porque ella no era una destructora de matrimonios. Mi esposa no estuvo contenta con esa respuesta y me preguntó qué planes tenía yo. Le dije: “Los planes que tú tengas”. Y me respondió que su plan era que me fuera de la casa que teníamos en Tlalpan. Ya me tenía preparada la maleta. Tuvimos una escena con las niñas llorando porque se iba su papá, ellas agarradas de mí, su madre y yo discutiendo, ella echándome de la casa con mis maletas.

Me fui a casa de Inés. “Ya llegué”, le dije. Ella me respondió: “¿A qué vienes? Tú no vas a vivir aquí. Fui clara contigo. No vas a ser mi pareja”. Pero como ese día no tenía dónde dormir ni dinero para pagar un hotel, Inés me dejó dormir en la cama de su hijo Francisco. Ahí pasé la primera noche de mi separación.

Al día siguiente un amigo mío, Vicente Alverde “el Poeta del Alba”, me ayudó a conseguir un departamento en un edificio que estaba en la esquina de Mariano Escobedo y Euler. No sé cómo pude pagarlo. No tenía muebles, nada. Empecé desde cero. Pronto me conseguí un colchón en el suelo y algunos muebles para acomodar la ropa.

Tiempo después le dejé mi departamento a Juan Vicente Melo porque mi ex mujer me había dejado la casa de Tlalpan. Dijo que no le gustaba la lejanía y se fue a vivir a otro lado. Entró a trabajar a la Dirección de Cinematografía, donde se hizo de amigos y llegó a ser secretaria del director, Hiram García Borja. Después fue secretaria de Mario Moya Palencia, secretario de Gobernación del presidente Luis Echeverría.

Una mañana salí de mi casa y cuando regresé no había nada. Se había llevado todo en camiones del Ejército, ayudada por soldados que le prestaron de la Secretaría de Gobernación. Se llevó los muebles. Arrasó con todo. ¿Cómo luchas contra Gobernación?

Antes, durante el sexenio de Díaz Ordaz, me habían querido quitar la chamba de director de la Revista de Bellas Artes. Sabíamos que en las oficinas de Agustín Yáñez, secretario de Educación, y de José Luis Martínez, director de Bellas Artes, había micrófonos. Decíamos: “No digas nada. Vámonos a otra parte”, y nos salíamos a caminar a otro lado para hablar de nuestras cosas.

En una ocasión, Yañez me dio una carta que le habían dirigido. Decía: “Usted tiene a un enemigo de la República dirigiendo la Revista de Bellas Artes”, estaba firmada por Emilio Martínez Manatú, secretario de la Presidencia. Yáñez me dijo: “Tienes que irte del país. Puedo proponerte como agregado cultural en Chile o en Suiza”. Días después me dijo que el secretario de Relaciones Exteriores, Jaime Torres Bodet, me había rechazado. Resulta que yo había escrito una reseña de su breviario del Fondo de Cultura Económica sobre Balzac y Fernando Benítez en La Cultura en México lo cabeceó “El Balzac de un burócrata”. Don Jaime me había dado la espalda en una reunión de la casa Empresas Editoriales, que era de Martín Luis Guzmán y Rafael Giménez Siles, indignado por mi reseña, según yo elogiosa.

Eso me salvó del golpe al presidente Salvador Allende en la embajada de Gonzalo Martínez Corbalá y de las apacibles praderas de “lucias” (como las llamaba Julio Torri) vacas suizas. La respuesta de Yáñez a Martínez Manatú fue oficial: “Recibí su atenta carta del tal y cual fecha…” Esos sucesos me advirtieron que debía mantener un bajo perfil para no estar en la mira del gorilato de Gustavo Díaz Ordaz.

Por aquellos días aciagos del 68 Juan García Ponce había llevado un artículo a Excélsior y Julio Scherer le dijo que no lo podía publicar. A la salida empujaban su silla Nancy Cárdenas y Héctor Valdés y fueron detenidos en pleno Paseo de la Reforma. Los esbirros le decían a Juan que caminara, que no fuera farsante, a lo que él contestaba: “Ojalá pudiera. Me encantaría no sólo caminar, sino correr y bailar”. Lo levantaban y lo soltaban y Juan caía al suelo. Scherer, al enterarse que fueron apresados, le llamó al subsecretario de Gobernación, Mario Moya Palencia, quien puso en libertad a Juan y a sus acompañantes.

¿Qué pasó con Inés y con toda la generación de la Revista Mexicana de Literatura que renunciamos en apoyo de Juan Vicente Melo? Inés Arredondo y yo logramos reingresar a la UNAM a través de Ricardo Guerra, que nos mandó al CCH Azcapotzalco. Ahí nos tocó una época nefasta durante el sexenio de Luis Echeverría: “El Halconazo”.

Cuando murió Inés Arredondo me hablaron muy temprano Juan José Gurrola y Guillermo Sheridan. Me dieron la noticia que habían escuchado en Radio UNAM. Fui al sepelio de Inés. La enterraron en el panteón Jardines del Recuerdo, en el Estado de México.

Antes de morir quiso verme. Era de Culiacán, Sinaloa, y le habían traído lichis y mangos. Ella describe en un cuento cómo comía los mangos, cómo le corría el jugo por el brazo. Así los comimos.

22 de enero de 2016

Carta de Albert Camus

"Si Albert Camus consiguió convertirse en uno de los grandes autores del siglo XX y ganar el Premio Nobel de 1957 por su producción literaria, fue en parte gracias a los esfuerzos de su profesor de primaria. Louis Germain no sólo le habló de la escuela secundaria, sino que también le ayudó a preparar el examen de ingreso e incluso convenció a su abuela -que quería que fuese aprendiz de algún comerciante local- para que le dejase seguir sus estudios.

Nacido el seno de una humilde familia de colonos franceses, con una madre analfabeta y casi sordomuda, y un padre que prácticamente no llegó a conocer al morir en la Primera Guerra Mundial, Camus no olvidó los esfuerzos de su profesor. Por eso, tras dedicarle el discurso de agradecimiento al recibir el Nobel también le escribió una carta de su puño y letra para agradecerle en primera persona todas sus enseñanzas":

19 de noviembre de 1957

Querido señor Germain:

He esperado a que se apagase un poco el ruido que me ha rodeado todos estos días antes de hablarle de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, la mano afectuosa que tendió al pobre niñito que era yo, sin su enseñanza y ejemplo, no hubiese sucedido nada de esto. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y le puedo asegurar que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso continúan siempre vivos en uno de sus pequeños discípulos, que, a pesar de los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido.

Le mando un abrazo de todo corazón.

Albert Camus

Fuente: Yúbal FM, Magnet
19 de enero, 2016

13 de enero de 2016

Recuerdos literarios, años 60

Luego de nuestra polémica por la crítica que hizo a Cuadernos del Viento, Juan Vicente Melo me recibió con efusividad amistosa en la Revista Mexicana de Literatura, que dirigía Juan García Ponce con un Consejo de Redacción en el que estaban Inés Arredondo, Jorge Ibargüengoitia, José de la Colina, Gabriel Zaid, Federico Álvarez, el mismo Melo y Rita Murúa como tesorera.

Cuando García Ponce me invitó a colaborar en la revista, Inés le preguntó: “¿Quién es Huberto Batis para entrar a la Redacción?” “Es gente bien”, le dijo. Ese era el adjetivo principal que tenían para calificar a alguien, que “era gente bien”. No que era bueno, sino “bien”. Inés tenía sus dudas. Fue tal su escrutinio que quiso conocerme más y al conocernos nos enamoramos.

Melo había estudiado Medicina en la UNAM. Su padre —que era un médico connotado en el puerto de Veracruz, donde tenía un hospital— lo envió a París para especializarse en medicina tropical. Pero allá a Melo le ganó la literatura. Dedicó su tiempo a leer, a escribir y a conocer artistas, entre ellos a Emil Ciorán, con quien mantuvo charlas largas. Aquí conocimos a Ciorán por las traducciones que hizo Esther Seligson. A su regreso empezó a trabajar en el hospital de su papá, pero buscó venirse a México con José Emilio Pacheco, quien se lo llevó a Difusión Cultural con Jaime García Terrés.

En 1962, Juan Vicente Melo comenzó a dirigir la Casa del Lago, que se volvió un éxito por la cantidad de público que asistía todos los días. Al principio la Casa del Lago era un club de ajedrez que había iniciado Juan José Arreola en el Bosque de Chapultepec a las sombra de los árboles. Luego empezó a declamar poemas y formó un grupo que declamaba en coro: se llamó Poesía en Voz Alta. Iban por toda la Universidad y las Preparatorias ofreciendo espectáculos. Luego se les ocurrió hacer obras de teatro clásico. Solían representarlas en los jardines de la UNAM y pronto les empezaron a prestar los auditorios de las Facultades.

El éxito de la Casa del Lago aumentó cuando comenzaron a hacerse conciertos con la Orquesta Filarmónica de la UNAM. Melo, como buen amante de la música, asistía a todos los conciertos y escribía reseñas críticas. Era muy amigo de Eduardo Mata, que era un compositor joven. Luego empezaron a poner obras de teatro con Juan José Gurrola. Por ahí estaba también Antonio Alatorre y su mujer, Margit Frenk, Enrique Alatorre y su esposa, Yolanda Iris, además de un amigo de ellos, el compositor Joaquín Gutiérrez Heras, Quinos, que también hacia música de películas.

Gurrola triunfó en la Casa del Lago cuando puso obras de Robert Musil y Pierre Klossowski, que García Ponce le ayudaba a concebir para ponerlas en escena. Cuando montaron Roberta esta tarde, de Klossowski había una escena para la que pusieron un cajón grande de madera en el patio de la Casa del Lago. Los espectadores teníamos que ver lo que pasaba dentro por unos agujeros. Adentro había espejos y ahí se reflejaban los actores, entre ellos la vedette Fuensanta Zertuche y las escenas eran subidas de tono. Por eso eligieron que se les viera así. Las escenas eran en un baño, en el que aparecía un gigante y un enano que le ponía un anillo en el clítoris a Fuensanta. Era una escena brutal.

Recuerdo haberme disputado con Ramón Xirau un sitio para ver. “Déjame ver a mí”. “Ahora a mí”. Ahí estábamos agachados espiando por un agujerito.

Luego Gurrola hizo la película Tajimara a partir de un cuento de García Ponce. Ambos la dirigieron, sobre todo Gurrola. Éramos los cuatro Juanes: Juan Vicente Melo, Juan José Gurrola, Juan García Ponce y yo, Juan Huberto, un Juan honorario.

En 1967, a Melo se le planteó un problema en la Universidad. Un día me habló y me dijo que estaba “detenido” en la Dirección Jurídica de la UNAM. Le dije: “¿Cómo ‘detenido’? Si eres el director de la Casa del Lago”. Me respondió: “Por eso. Me acusan de ladrón, de borracho, de homosexual, de sospechoso del asesinato de Albice Querel”. También lo acusaban de haber violado a un jardinero, un hombre grandote y fuerte. Melo era chiquito.

Albice Querel era un estudiante italiano que había venido a la Facultad de Filosofía a estudiar el arte mexicano en el Colegio de Historia. Su padre era una persona importante en Italia. A Albice lo mataron en la casa de Héctor Valdés, compañero mío de la Facultad que por entonces estaba en Montpellier, pero le había prestado la casa a Albice. No sé cuánto estuvo detenido Melo. El caso es que él figuraba en el carnet de direcciones de Albice Querel. Nunca se supo quién lo mató.

La persecución había empezado con García Ponce en la Revista de la Universidad. Gastón García Cantú, director de Difusión Cultural, le dijo: “¿Usted por qué se está desperdiciando aquí? Váyase a escribir a su casa”. Y después lo acusó de que no venía nunca. A José de la Colina lo acusó de estar agazapado en su escritorio. García Cantú publicó en la revista Siempre! algo que nunca debió haber escrito: que Melo era sospechoso del asesinato de Querel y que cómo la UNAM iba a tener de funcionario a un borracho, ladrón y, además, sospechoso de asesinato. Luego se iba a arrepentir de eso y de atacar a Juan Rulfo y a Carlos Fuentes por asistir a las reuniones del PRI. A Rulfo lo acusó de ir en busca de la torta, cachucha, camiseta y el refresco que regalaban en los mitines. Cuando Benítez vio que García Cantú atacaba a Rulfo y a Fuentes, cayó de su gracia.

Todo eso era una locura, una invención de García Cantú, a quien le llegaron rumores de las “pachangas” que organizábamos en la Casa del Lago en las exposiciones de las 7 de la noche, en las que nos quedábamos un grupo que llamábamos “familiar”. La pasábamos muy bien bebiendo en el coctel. Las empresas vinateras mandan gratis cajas de botellas de sus productos a los cocteles culturales como propaganda. Melo tenía en la bodega varias cajas, nos la seguíamos en las casas de Gurrola y Melo. Ellos vivían puerta con puerta en el conjunto de departamentos conocido como Peyton Place en la calle de Mazatlán de la colonia Condesa. Las fiestas eran en uno o en los dos departamentos al mismo tiempo, según como estaba el ambiente. Esas fiestas familiares eran tumultuosas. Puede decirse que bebíamos como cosacos. Nos la pasábamos muy bien con nuestras mujeres y la mirada reprobatoria de algunos compañeros, como el pintor Vicente Rojo y su mujer, Albita Cama, o como Federico Álvarez y su mujer, Helena Aub. Ellos bebían leche mientras nosotros bebíamos ron o vodka. Decían que cómo podíamos destruirnos la vida así. Ahí se la vivía todo mundo: las hermanas Pecanins, la actriz Pilar Pellicer, Pixie Hopkin y Martha Verduzco. García Ponce vivía muy cerca, en un edificio de la calle de Sonora, por el Parque México, sus fiestas eran épicas y elitistas.

Alarmado por Melo, fui a ver al rector Barros Sierra. Le dije lo que estaba ocurriendo, una cacería de brujas, que estaban persiguiendo a Melo. El hermano del rector era crítico de música y cuando le dije que Melo era un escritor muy bueno dijo: “Mi hermano dice que es muy mal crítico de música. ¿Pero es cierto que se emborrachan?” Le respondí que en nuestras casas, que empezábamos en la Casa del Lago pero la seguíamos en nuestros domicilios.

¿Qué clase de “puritano” era García Cantú quien logró que no se pudiera beber en la UNAM (hasta la fecha)? Instaló la ley seca, hizo una redada. Abrió nuestros cajones de los escritorios y todas las botellas que encontró las reunió frente a la Rectoría para que vieran que la campaña había sido un éxito.

En la casa de Inés Arredondo, Juan García Ponce y el grupo de la Revista Mexicana de Literatura decidió renunciar cuando Melo fue detenido y acusado. La gente hizo burla de eso. Nos llamaban bonzos porque “nos quemábamos solos”. Ricardo Guerra, director de la Facultad de Filosofía y Letras y esposo de Rosario Castellanos, me dijo que yo había hecho una Batirrenuncia.

Me había unido al grupo y le dije al Rector: “Voy a renunciar con ellos. Aquí tiene mi renuncia”. Me respondió que me los llevara a trabajar a la Imprenta. Cuando se los propuse me dijeron: “No. Vamos a renunciar todos”. Renuncié con ellos y le dije al rector que había fracasado la idea. Todos querían irse.

La renuncia de García Ponce se publicó en La Cultura en México. Benítez, el director de este suplemento de la revista Siempre!, puso una leyenda que decía: “Estoy en total desacuerdo con los insultos de García Ponce a mi colaborador y gran amigo García Cantú”, pero la publicó por la libertad de prensa. ¿Cuándo se ha visto eso? Que la misma publicación desautorice a un escritor de su propio suplemento.

A mí me quedaba un trabajo en El Heraldo de México como coordinador del suplemento de Luis Spota, que hacía junto con José de la Colina. Le pedí a Spota que publicara mi renuncia. Me dijo: “Yo no te la puedo publicar, pero publícala tú. Cuando yo no esté, la metes en el material y le buscas un lugar en el suplemento. Le dices a la capturista que ahí va a ir eso”. Así le hice y me corrió. Spota dijo en El Heraldo que había publicado esa renuncia a sus espaldas. Luego me dijeron que Spota le había mostrado a Barros Sierra mi renuncia antes de que yo la publicara. El Rector le dijo: “Publíquela. Yo ya la tengo aquí en mi escritorio”. Otra cosa que hizo Barros Sierra fue enseñarme luego una carta de recomendación del mismísimo García Cantú recomendándome como director de Publicaciones de la UNAM. ¡Justo al puesto al que estaba renunciando!

Yo dejé el departamento que ocupaba en la esquina de Euler y Mariano Escobedo y Melo se quedó ahí un tiempo. Tomás Segovia, que había entrado como intérprete de la Olimpiada Cultural, nos consiguió trabajo ahí. Nos llamaron a la Coordinación Editorial del Comité Organizador de los XIX Juegos Olímpicos. Nos pagaban muchísimo, mil dólares, que equivalía entonces a siete mil pesos mensuales. Melo escribía de deportes, García Ponce de temas culturales. También hizo libros sobre la literatura mexicana de la época y la anterior, y sobre historia de nuestra literatura “para extranjeros”. Eran boletines que se publicaban en inglés, francés y español, que se mandaban a todos los países.

Melo estaba escribiendo su novela La obediencia nocturna, que me dedicó en agradecimiento a que había renunciado a mi puesto en la UNAM en su defensa, y a que había hablado con el Rector en la suya. García Ponce me dedicó el libro Desconsideraciones. Después Melo se fue a Veracruz y después a Xalapa para estar cerca de la Universidad Veracruzana. Llevó una vida muy difícil. Murió en 1996.

Fuente: "La casa del lago: Gastón García Cantú versus Juan Vicente Melo"
Por Huberto Batis
Confabulario, Suplemento cultural, El Universal
Enero 9, 2016

7 de enero de 2016

Del color de la leche, Nell Leyshon


Nell Leyshon, Del color de la leche, traducción de Mariano Peyrou, Prólogo de Valeria Luisselli (México: Sexto Piso, 2013).

Tenía mucho interés en leer esta novela y sí me ha gustado, pero no me ha parecido extraordinaria. Tal vez sea la traducción (se dan cosas como "estoy tomando el pelo"), hay algunas frases melodramáticas y hasta un poco cursis, por ejemplo: "estaba cantando una canción en la iglesia con la esperanza de poder echarle un vistazo a dios".

Mary, la protagonista, nace con el cabello del color de la leche y con un defecto físico en la pierna, lesión que no le afecta para nada en su vida, sólo la distingue de sus otras tres hermanas. Es una jovencita de quince años que reside en una granja de la Inglaterra rural de 1830, inteligente, valiente, ama a su abuelo y siempre dice la verdad, es víctima de las circunstancias históricas que le toca vivir. Un padre frustrado, que al no tener hijo varón se ve en la necesidad de poner a trabajar en la granja a sus cuatro hijas, cada una con sus conflictos personales, como también sucede con la sometida, abnegada y fría madre, un prototipo revelador.

Me encantaron las descripciones de la vida del campo, los paisajes, los quehaceres en la cocina, la realización de la comida, el jardín, la plantación y recolección de frutas y legumbres, las chimeneas, los leños, los pájaros, etc. Sin embargo, la existencia de un significativo feminismo y el melodrama hacen de la novela un tanto desafortunada no por la connotación en sí, sino por la obviedad.

Mujeres analfabetas, explotadas, con papeles secundarios en la familia y el hombre como dueño y señor de sus destinos. Hombres víctimas también de la época y educación.

La influencia de la religión que sabemos existía en el siglo XIX, y los vicios que guardaba, se hacen presentes a través del Vicario. Un personaje de doble moral, su soledad y pasiones lo llevan a ese lugar que se intuye desde el inicio de su aparición en escena.

La descripción narrativa presenta prototipos masculinos y femeninos conocidos y trabajados. La novela posee hermosas imágenes de la campiña, horizontes y espacios que parecen cuadros pintados por grandes artistas.
  

1 de enero de 2016

2016

Les deseo a todos los amigos y visitantes de este espacio, que 2016 traiga para ustedes salud, amor, alegrías y satisfacciones.

Comiendo castañas (me encantan y no puedo parar), mis lecturas con las que inicio este año son dos novelas de la escritora húngara Magda Zsabo, Calle Katalin y La balada de Iza. Y Apuesta al amanecer del escritor austriaco Arthur Schnitzler. Ya me contarán ustedes con qué libros han iniciado este nuevo año.
 
Muchas felicidades.
 

Farabeuf, Salvador Elizondo


Salvador Elizondo (Distrito Federal, 1932 - 2006) era un hombre que coleccionaba tumbas vacías para regalárselas después a las viudas de sus amigos, tenía un zoológico tropical en casa y fanfarroneaba de haber quemado su inmensa biblioteca.

Fabulador obstinado, insolente, políglota, burgués cultísimo, observador, mundano, gran escéptico, irónico y burlón, el escritor mexicano se esforzó por que su vida se pareciera todo lo posible a su literatura, y de ese empeño nació en 1965 su primera y mayor novela, Farabeuf o la crónica de un instante.

A los 31 años ya había regresado de estudiar en Europa y Estados Unidos, sabía chino mandarín, leía el Ulises de Joyce, a los simbolistas franceses y los cantos de Ezra Pound en sus idiomas originales y estaba embelesado por el nuevo cine francés. Todas estas referencias son solo unas gotas del torrente desplegado por el texto. En la primera edición, encuadernada por su madre dentro de una caja color rojo-sangre, aparecía en la portada el carácter liu del alfabeto mandarín. En la escritura ideográfica china este signo de cuatro trazos significa el número seis, pero visualmente puede remitir también a una figura humana crucificada, a la muerte y al amor, a un rito erótico y religioso, a toda una cascada de significados esotéricos que van a su vez dotando de sentido al rompecabezas que Elizondo escribió hace 50 años.

Farabeuf nunca fue una novela. Es un objeto, un artefacto que a partir de la confrontación de imágenes y palabras busca el efecto poético. Nuestra edición también gira en torno a esa idea”, explica Alejandro Cruz Atienza, director editorial del Colegio Nacional, que acaba de publicar una primorosa edición conmemorativa.

Fiel al diseño de la madre, dentro de una caja color sangre se presentan tres volúmenes que dialogan intencionadamente al modo dialéctico de juego de opuestos sobre el que está construido el esqueleto de la obra. El primero –tesis–, de tapa dura y encuadernación occidental, recoge la novela, un prólogo del propio autor recuperado de una conferencia de 1992 y un epílogo con escritos y testimonios de académicos y escritores. El segundo –antítesis– es negro, con la costura exterior cosida manualmente al estilo oriental y contiene imágenes cedidas por su primera esposa, Michèle Alban, del archivo bibliográfico del que nació la obra. Y el tercero –síntesis– es una lámina blanca desplegable que reproduce algunas hojas del manuscrito original escrito a mano por el autor.

El principio fue una foto. Un escritor español exiliado le enseñó a Elizondo un ejemplar de Lagrimas de Eros, el ensayo de George Bataille sobre las pasadizos subterráneos entre el erotismo y la muerte. En ese libro está incluida una foto de 1902 de un Leng Tch`e, suplicio chino o muerte de los mil cortes. La imagen muestra la escena final de la ejecución pública a un magnicida. Atado a un poste, con la piel del pecho arrancada hasta dejar descubiertas las costillas y los pies amputados por sus verdugos, el condenado mira al horizonte con gesto extasiado en el momento justo antes de morir. A partir de esa imagen, de ese instante, Elizondo construye un haz de voces y de tramas que se van desdoblando geométricamente como un caleidoscopio hecho con pedazos de la memoria.

“¿De quién es ese cuerpo que hubiéramos amado infinitamente?”, escribió en el dorso de la fotografía del suplicio chino. La pregunta aparece también en el texto de la novela e instala la narración en un bucle temporal. “Es la descripción de un instante que recomienza sin cesar y que jamás acaba de pasar, un acontecimiento que nunca acontece del todo”, explica Octavio Paz en un texto de 1968 recogido en el epílogo.

En esa captura circular del tiempo narrativo, Elizondo es capaz de condensar un ritual erótico entre el doctor H. L. Farabeuf y una enfermera/monja, una historia de amor en la playa, una operación de cirugía, una ceremonia adivinatoria y hasta una conspiración político-religiosa para instaurar una Iglesia Católica China comprometida secretamente con Roma. “Es una rareza que escapa del canon de la literatura mexicana del XX. No se trata de una crónica urbana, ni de realismo mágico. Sus referentes son el cine europeo y la cultura oriental. Fue poco leída al principio, pero siempre tuvo el prestigio de ser una obra experimental. Ocupa un lugar atípico pero cada vez tiene más fuerza”, señala el editor del Colegio Nacional, el club de los grandes nombres de la cultura mexicana, donde Elizondo tuvo su silla desde 1981.

Farabeuf es una obra compleja de la que cuelgan etiquetas como novela de culto o novela para escritores. Inspirada por la técnica del montaje cinematográfico y la cadencia lírica y repetitiva de la prosa nouveau roman, plantea un juego especulativo sin fin. Al lector se le insiste y una y otra vez: “¿Recuerdas?”.

Durante los actos de homenaje tras su muerte en 2006, José Emilio Pacheco recordó el primer encuentro al filo de los sesenta con aquel joven escritor de su misma generación, recién regresado de estudiar en París: “Por su aspecto y su vestuario parecía un personaje de las películas de la nouvelle vague. Poseía objetos inalcanzables para mí como un auto deportivo MG o una pluma Montblanc. Vivía en Coyoacán y no en barrio de clase media o menos que media. Encarnaba el espíritu de los nuevos tiempos que estaban justo por comenzar”.

Fuente: "Farabeuf, 50 años de la novela de las mil heridas
David Marcial Pérez
El País, 31 de Dic., 2015.