El erotismo perverso de Juan García Ponce. Lenguaje y silencio, de Magda Díaz y Morales
por Efrén Ortíz Domínguez
Quisiera en primer término, felicitar a Magda Díaz y Morales por este relevante logro. El libro constituye un punto climático de esa pasión que Magda alienta hacia la obra de Juan García Ponce y, además, constituye su confirmación como crítico literario.
Me parece todavía recordar una intempestiva llamada suya que, traducida en términos literarios, debió ser equivalente al “¡Eureka!” de Pitágoras. La lectura continua, la interrogación permanente, la disciplina a que la investigación obliga, hacían aparecer uno de los cabos del ovillo, firme y seguro, conduciendo por un extremo a la pintura, por el otro, a la obra de García Ponce. Sus palabras delataban a esa lectora apasionada que convierte su texto en libro doctrinario. Recibí su versión de los hechos: la literatura le devolvía, de una página a la otra, un recurso utilizado desde aquellos distantes años del viejo Homero quien, físicamente ciego, se había visto en la necesidad de describir por medio de palabras, los decorados que embellecían la armadura de Aquiles fraguada en las forjas de Vulcano. Esta vez, en lugares claves del texto, una y otra vez, la obra de Gustave Klimt había hecho guiños maliciosos a su asidua lectora.
No es ni será la primera ocasión en que esto suceda. Cada vez más frecuente, la alusión a otras artes revive el procedimiento que, en términos retóricos, ha sido denominado “Écfrasis”; no obstante, la sutileza de una escritura y un estilo como los de García Ponce, hacían necesaria la intervención de una fina perspicacia, por ello mismo, el suceso era en muchos sentidos, una experiencia de alumbramiento.
Vuelvo ahora la mirada hacia el libro, objeto central de nuestra atención. No son pocos los textos que se han dedicado a estudiar las relaciones entre la literatura y las artes plásticas: los enfoques son múltiples y tienen que ver, básicamente, con las diversas posibilidades de interrelación y los fines específicos del procedimiento ensayado por cada texto específico; sin embargo, a pesar de esa diversidad, hay puntos comunes que parecen insoslayables en el análisis. El primero de ellos tiene que ver con los cada vez más altos niveles de sofisticación que exigen, tanto del escritor como del lector, una competencia fundada en el conocimiento de la tradición estética. En pocas palabras, la escritura, que nunca fue inocente, se convierte cada vez más en un guiño cómplice que remite a la tradición, sea para rendirle homenaje o para asumir actitudes de iconoclastia. Pero, en uno u otro, el caso es que exige lectores avezados, compenetrados en el conocimiento de la historia del arte, es decir, de ese lector demoníaco, capaz de ver más allá de la evidencia que transparentan las frases. Por ello, una lectura como la aquí emprendida por Magda Díaz y Morales resulta iluminadora: descubre detrás de la historia otra historia, acaso una sugerencia: nos revela una serie de imágenes sobre las cuales está subtendido y entramado el relato.
En segundo lugar, la lectura del texto de Magda propone una nueva manera de leer la literatura pero también, de manera especial, una innovadora forma de entender la relación entre el erotismo y la literatura. Esa vieja idea de la literatura como mimesis se nos cae a pedazos luego de entender que ella no sólo remite a hechos, vivencias, acontecimientos y seres de la vida cotidiana, sino que, por recursividad, se ha convertido en un arte que se deleita en el propio arte, es decir, que como las cajitas chinas, la literatura es una puesta en abismo que establece vasos comunicantes con el arte en su conjunto. El arte dentro del arte, una y otra vez, desdoblándose, de tal manera que, a final de cuentas, uno termina por preguntarse si los acontecimientos evocados conforman una historia o, en realidad, nos hemos estado moviendo a lo largo de las páginas del catálogo de una exposición pictórica. Tal procedimiento está vinculado directamente con el erotismo en una de sus manifestaciones perversamente artísticas: el voyeurismo.
Si leer a través de las persianas subtendidas entre las líneas del texto comportaba ya, de por sí, la actitud del mirón, volver a posar una mirada indiscreta sobre los cuerpos proyectados en el texto, algunos de los cuales muestran su desnudez física o psicológica, nos convierte en perversos contempladores cuya inclinación es sublimizada en aras de la cultura. Se ha culpado repetidamente a Juan García Ponce de escribir textos de un erotismo perverso pero no se admite que, en general, el arte contemporáneo compromete a su consumidor en una mirada transgresiva: la hace perder su inocencia, de allí su capacidad de subversión. Si precisamos ubicar a este escritor de la generación del Medio Siglo, diremos que se trata de un escritor para escritores o para críticos enterados, con una obra sugerente para los lectores poco avezados: la delicadeza de construcción de sus textos, la energía de sus personajes, las situaciones de frontera que ellos confrontan, hacen de su narrativa una provocación y una incitación, al propio tiempo. De allí la necesidad de una exégesis. Magda Díaz y Morales, con perspicacia, descubre la mano que entreabre las persianas y nos advierte de su siniestra pero estética presencia, poniendo en claro la astucia de un procedimiento a todas luces eficaz. He allí el por qué de su entusiasta “¡Eureka!”.
por Efrén Ortíz Domínguez
Quisiera en primer término, felicitar a Magda Díaz y Morales por este relevante logro. El libro constituye un punto climático de esa pasión que Magda alienta hacia la obra de Juan García Ponce y, además, constituye su confirmación como crítico literario.
Me parece todavía recordar una intempestiva llamada suya que, traducida en términos literarios, debió ser equivalente al “¡Eureka!” de Pitágoras. La lectura continua, la interrogación permanente, la disciplina a que la investigación obliga, hacían aparecer uno de los cabos del ovillo, firme y seguro, conduciendo por un extremo a la pintura, por el otro, a la obra de García Ponce. Sus palabras delataban a esa lectora apasionada que convierte su texto en libro doctrinario. Recibí su versión de los hechos: la literatura le devolvía, de una página a la otra, un recurso utilizado desde aquellos distantes años del viejo Homero quien, físicamente ciego, se había visto en la necesidad de describir por medio de palabras, los decorados que embellecían la armadura de Aquiles fraguada en las forjas de Vulcano. Esta vez, en lugares claves del texto, una y otra vez, la obra de Gustave Klimt había hecho guiños maliciosos a su asidua lectora.
No es ni será la primera ocasión en que esto suceda. Cada vez más frecuente, la alusión a otras artes revive el procedimiento que, en términos retóricos, ha sido denominado “Écfrasis”; no obstante, la sutileza de una escritura y un estilo como los de García Ponce, hacían necesaria la intervención de una fina perspicacia, por ello mismo, el suceso era en muchos sentidos, una experiencia de alumbramiento.
Vuelvo ahora la mirada hacia el libro, objeto central de nuestra atención. No son pocos los textos que se han dedicado a estudiar las relaciones entre la literatura y las artes plásticas: los enfoques son múltiples y tienen que ver, básicamente, con las diversas posibilidades de interrelación y los fines específicos del procedimiento ensayado por cada texto específico; sin embargo, a pesar de esa diversidad, hay puntos comunes que parecen insoslayables en el análisis. El primero de ellos tiene que ver con los cada vez más altos niveles de sofisticación que exigen, tanto del escritor como del lector, una competencia fundada en el conocimiento de la tradición estética. En pocas palabras, la escritura, que nunca fue inocente, se convierte cada vez más en un guiño cómplice que remite a la tradición, sea para rendirle homenaje o para asumir actitudes de iconoclastia. Pero, en uno u otro, el caso es que exige lectores avezados, compenetrados en el conocimiento de la historia del arte, es decir, de ese lector demoníaco, capaz de ver más allá de la evidencia que transparentan las frases. Por ello, una lectura como la aquí emprendida por Magda Díaz y Morales resulta iluminadora: descubre detrás de la historia otra historia, acaso una sugerencia: nos revela una serie de imágenes sobre las cuales está subtendido y entramado el relato.
En segundo lugar, la lectura del texto de Magda propone una nueva manera de leer la literatura pero también, de manera especial, una innovadora forma de entender la relación entre el erotismo y la literatura. Esa vieja idea de la literatura como mimesis se nos cae a pedazos luego de entender que ella no sólo remite a hechos, vivencias, acontecimientos y seres de la vida cotidiana, sino que, por recursividad, se ha convertido en un arte que se deleita en el propio arte, es decir, que como las cajitas chinas, la literatura es una puesta en abismo que establece vasos comunicantes con el arte en su conjunto. El arte dentro del arte, una y otra vez, desdoblándose, de tal manera que, a final de cuentas, uno termina por preguntarse si los acontecimientos evocados conforman una historia o, en realidad, nos hemos estado moviendo a lo largo de las páginas del catálogo de una exposición pictórica. Tal procedimiento está vinculado directamente con el erotismo en una de sus manifestaciones perversamente artísticas: el voyeurismo.
Si leer a través de las persianas subtendidas entre las líneas del texto comportaba ya, de por sí, la actitud del mirón, volver a posar una mirada indiscreta sobre los cuerpos proyectados en el texto, algunos de los cuales muestran su desnudez física o psicológica, nos convierte en perversos contempladores cuya inclinación es sublimizada en aras de la cultura. Se ha culpado repetidamente a Juan García Ponce de escribir textos de un erotismo perverso pero no se admite que, en general, el arte contemporáneo compromete a su consumidor en una mirada transgresiva: la hace perder su inocencia, de allí su capacidad de subversión. Si precisamos ubicar a este escritor de la generación del Medio Siglo, diremos que se trata de un escritor para escritores o para críticos enterados, con una obra sugerente para los lectores poco avezados: la delicadeza de construcción de sus textos, la energía de sus personajes, las situaciones de frontera que ellos confrontan, hacen de su narrativa una provocación y una incitación, al propio tiempo. De allí la necesidad de una exégesis. Magda Díaz y Morales, con perspicacia, descubre la mano que entreabre las persianas y nos advierte de su siniestra pero estética presencia, poniendo en claro la astucia de un procedimiento a todas luces eficaz. He allí el por qué de su entusiasta “¡Eureka!”.