30 de enero de 2007

La novela perdida de José Donoso

Cuando se cumplen diez años de la muerte del autor de El obsceno pájaro de la noche, acaba de encontrarse una narración suya que estaba archivada en la Universidad de Princeton.

La cola de la lagartija
Por José Donoso

Esta mañana llamó Luisa diciendo que esta tarde al venir a visitarme, me traería buenas noticias. ¿Pero qué pueden ser, ahora, para mí, buenas noticias? ¿Que ha resucitado Bartolo, que nada de lo de Dors sucedió? ¿Que Lidia no está convertida en un harapo, a los 19 años, perdida en algún sitio de la megalópolis de Los Angeles de California? ¿Que la crítica, por fin, y los marchantes despachan a Cuixart y Tapies y Saura y Millar como impostores de la pintura, como imitadores, y que entre todos era yo, en el fondo, el único que valía? ¿Que de alguna inconcebible manera voy a tener mucho dinero muchísimo? No, que se desengañe la pobre Luisa, incurablemente optimista: para mí ya no hay noticias buenas ni alegría posible. Luisa me dice, y mi hijo también, que salga alguna vez del piso, que cuando haga sol, en la mañana, salga a dar una vuelta, que entre a una librería, a un supermercado a comprar algo que me apetezca y después a estirar las piernas un poco, afirmado en mi bastón. Pero claro, no, es imposible. Quebrar el ciclo necesario que va, desde la mañana y la conciencia de haber despertado en el infierno de este piso que tal como yo quiero está aislado de todo y donde no puede suceder nada, hasta caer al transcurrir el día y aproximarse la oscuridad, en el sobresalto, el miedo, el terror; luchar, al fin de la luz, cuerpo a cuerpo contra el atardecer para que así nada suceda, para impedir que sobrevenga la tiniebla, esa tiniebla de que ellos hablaban allá como la iniciadora de la vida verdadera, ese atardecer que era el pórtico de la muerte, la hora de los sacrificios y la sangre con que celebraban la muerte del día y el advenimiento de la noche porque lo que sucede en la noche después de la muerte del día es lo que sucede en la otra vida, la verdadera vida, la vida que no sucede aquí, en esta calle, entre estos coches, entre estas señoras que han dado a luz y creen que por eso ya no pueden conocer la tiniebla que lo hace todo posible y atreverse a entrar a ella por el pórtico del atardecer Bruno, el "italiano", sentado a la mesa de su café en la plaza de Dors frente a la iglesia de San Hilario con su campanario de bíforas románicas que se elevaban más y más alto, me lo explicaba todo, y entonces yo sólo sonreía diciéndome que éste era un carota que se quería aprovechar de la situación y la ingenuidad para dominar a todos los jóvenes y llegar a ser, como sucedió, en dos años, el centro, la figura dominante y más poderosa de Dors. Yo, claro, jamás tuve ese miedo y amor casi religioso al atardecer que los jóvenes de Dors tenían. Pero aquí me ha sucedido este extraño fenómeno -en Barcelona, a dos cuadras de Vía Augusta, a una cuadra de Muntaner, no muy lejos de donde nací y de donde fui al colegio y de donde tenía mi estudio de pintor cuando todos estábamos descubriendo el informalismo como religión, como pasión, aquí, sí, aquí comprendo lo que el "griego" decía y mi lucha diaria es por no pasar por el umbral del atardecer, por no entrar en el mundo de la noche y del sueño que, ellos decían, era y es la verdadera vida, la prolongación perpetua de la muerte.

La Nación

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