Nombres de la melancolía
Sergio Ramírez
En su libro Estambul, memoria y la ciudad, el novelista turco ganador del Premio Nobel de Literatura, Orhan Pamuk, dedica un buen número de páginas a explicar y buscar cómo describir la palabra hüzün, que vendría a significar melancolía. Palabras como esa son como espejos de feria que devuelven de manera múltiple la imagen semántica, pues más que significados que pueden anotarse ordenadamente en la entrada de un diccionario, encarnan sentimientos. Hüzün, como Pamuk explica, tiene sus raíces en el Corán: el profeta escribe que el año en que perdió a su esposa Latice y a su tío Ebu Talip, fue para él el año de la melancolía.
Un sentimiento de dolor ante algo perdido, que la memoria busca recuperar, y de esa búsqueda sólo queda el fruto negro de la melancolía. La melancolía, melania kolis, el derrame de la negra bilis que ensombrece los rostros, según los viejos cánones médicos de los griegos para explicar los malestares del alma como resultado de alteraciones de los humores y flujos del organismo. La pasión negra.
Hüzün, dice Pamuk, no es un estado de gracia ni un concepto poético, sino una enfermedad, asociado no solamente con la pérdida o la muerte de un ser querido, sino también con otras aflicciones espirituales. El recuerdo melancólico de una ciudad, por ejemplo, transformado en necesidad. Los amores que no pudieron ser.
Podríamos leer hüzün como saudade, la palabra del portugués que hemos adoptado al español. Pero en Nicaragua usamos un término singular para designar la melancolía, o la nostalgia por lo perdido, y que abarcaría con ventaja todos los significados del hüzün de Pamuk, y los de saudade: cabanga, que proviene de kaobanga, del idioma africano shanga, o tal vez de cauwanka, de una de las lenguas perdidas de los indígenas de Costa Rica, país al que el diccionario de la Real Academia atribuye la procedencia del término, y lo define como melancolía, tenue tristeza, añoranza, nostalgia. Estar acabangado, morirse de cabanga, decimos.
No sé si cabanga se utilizará en alguna otra parte, además de Costa Rica y Nicaragua, pero no es, de todos modos, una palabra común del idioma. Sentimos cabanga por el ser amado que nos dejó, y tememos, o sabemos, que nunca más podremos recuperar su presencia a nuestro lado. El dolor frente al abandono amoroso, que no se limita a sumirnos en apenas una tenue tristeza, como afirma la Academia, y pasa a manifestarse en apremiante desesperación. Cabanga es la materia de que están hechos los tangos.
También sentimos cabanga por la ciudad, por la tierra lejana, desde la ausencia obligada, éxodos o exilios, y en los dos casos, ser amado o tierra lejana, se trata de un sentimiento que más allá de la melancolía que lo engendra, va hacia la exaltación romántica, y nuestra idea de la felicidad interrumpida aleja de la memoria todo defecto en aquello que perdimos, que más bien se ilumina con el esplendor del recuerdo de la perfección. El amor perfecto, la ciudad perfecta, que porque no está más nos quita ahora la paz, y nos hunde en el desasosiego.
Pero la verdadera perfección de este sentimiento está, más bien, en la imposibilidad de recuperar lo perdido. Es la manera en que la cabanga, animal insaciable, se alimenta a sí misma. Al fin y al cabo, la cabanga viene a ser una manera dolorosa de felicidad.
Un amor perdido, una ciudad perdida cuyo espíritu vaga por calles y entresijos, iluminado por la luz mortecina de la nostalgia. El hüzün, al que Pamuk ve no como la consecuencia, sino como la causa inmanente de la búsqueda incesante de un pasado cada vez menos aprensible. Todos tenemos nuestro propio hüzün, nuestra propia cabanga por la ciudad perdida o presente donde vivimos nuestra infancia, la adolescencia, la primera juventud, la ciudad a la que una vez llegamos como forasteros para quedarnos, o aquella de la que vientos contrarios nos alejaron.
Igual que los perfumes, que solamente pueden nombrarse dándoles una referencia: olor a rosa, a sándalo, a cuero viejo, a sudor, a hojas secas, a aguas estancadas, porque huyen de toda explicación por falta de sustancia, asimismo el hüzün que el propio Pamuk siente por Estambul necesita de enumeraciones para intentar explicarlo, y lo hace, una larga lista de apuntes de la memoria.
La ciudad, nuestra ciudad, que cada día entra más en el pasado, nuestro propio pasado, y la vemos así alejarse en el horizonte, tragada cada vez más por la niebla, y entonces, hacemos nuestra lista: gritos perdidos de niños que juegan en el patio de una escuela, el grafiti en una pared, la estela de un avión que cruza el cielo con rumbo desconocido, las luces que se encienden en la marquesina del cine de la esquina, los autobuses atestados de gente que regresa a sus hogares, un ensayo de piano o de clarinete tras una ventana, el ulular lejano de una sirena en medio de la noche, el llanto desconsolado de un borracho solitario, los pasos de una pareja que se aleja acera abajo.
¿Y qué, si se trata, por ejemplo, de una ciudad desaparecida para siempre, que sólo puede vivir en la memoria, como Managua, destruida dos veces, la última por el terremoto del 22 de diciembre de 1972, la ciudad que dejó de existir y nunca más volverá, un fantasma de ciudad, rodeada ahora por el cerco de la otra Managua falsa y fea?
Y el juego favorito de quienes la vivieron viva, es otra vez la lista, el inventario, de todo lo que se volvió para siempre invisible, calles, esquinas, casas de vecindad, edificios, oficinas, hoteles, cines, burdeles, bares, una discusión de pronto porque no hay acuerdo sobre un lugar preciso. Ejercicios constantes en contra del olvido, la terquedad infinita de recuperar lo perdido recordando. El hüzün sin consuelo. Saudade para siempre. La cabanga perfecta.
Masatepe, febrero 2007.
Sergio Ramírez
En su libro Estambul, memoria y la ciudad, el novelista turco ganador del Premio Nobel de Literatura, Orhan Pamuk, dedica un buen número de páginas a explicar y buscar cómo describir la palabra hüzün, que vendría a significar melancolía. Palabras como esa son como espejos de feria que devuelven de manera múltiple la imagen semántica, pues más que significados que pueden anotarse ordenadamente en la entrada de un diccionario, encarnan sentimientos. Hüzün, como Pamuk explica, tiene sus raíces en el Corán: el profeta escribe que el año en que perdió a su esposa Latice y a su tío Ebu Talip, fue para él el año de la melancolía.
Un sentimiento de dolor ante algo perdido, que la memoria busca recuperar, y de esa búsqueda sólo queda el fruto negro de la melancolía. La melancolía, melania kolis, el derrame de la negra bilis que ensombrece los rostros, según los viejos cánones médicos de los griegos para explicar los malestares del alma como resultado de alteraciones de los humores y flujos del organismo. La pasión negra.
Hüzün, dice Pamuk, no es un estado de gracia ni un concepto poético, sino una enfermedad, asociado no solamente con la pérdida o la muerte de un ser querido, sino también con otras aflicciones espirituales. El recuerdo melancólico de una ciudad, por ejemplo, transformado en necesidad. Los amores que no pudieron ser.
Podríamos leer hüzün como saudade, la palabra del portugués que hemos adoptado al español. Pero en Nicaragua usamos un término singular para designar la melancolía, o la nostalgia por lo perdido, y que abarcaría con ventaja todos los significados del hüzün de Pamuk, y los de saudade: cabanga, que proviene de kaobanga, del idioma africano shanga, o tal vez de cauwanka, de una de las lenguas perdidas de los indígenas de Costa Rica, país al que el diccionario de la Real Academia atribuye la procedencia del término, y lo define como melancolía, tenue tristeza, añoranza, nostalgia. Estar acabangado, morirse de cabanga, decimos.
No sé si cabanga se utilizará en alguna otra parte, además de Costa Rica y Nicaragua, pero no es, de todos modos, una palabra común del idioma. Sentimos cabanga por el ser amado que nos dejó, y tememos, o sabemos, que nunca más podremos recuperar su presencia a nuestro lado. El dolor frente al abandono amoroso, que no se limita a sumirnos en apenas una tenue tristeza, como afirma la Academia, y pasa a manifestarse en apremiante desesperación. Cabanga es la materia de que están hechos los tangos.
También sentimos cabanga por la ciudad, por la tierra lejana, desde la ausencia obligada, éxodos o exilios, y en los dos casos, ser amado o tierra lejana, se trata de un sentimiento que más allá de la melancolía que lo engendra, va hacia la exaltación romántica, y nuestra idea de la felicidad interrumpida aleja de la memoria todo defecto en aquello que perdimos, que más bien se ilumina con el esplendor del recuerdo de la perfección. El amor perfecto, la ciudad perfecta, que porque no está más nos quita ahora la paz, y nos hunde en el desasosiego.
Pero la verdadera perfección de este sentimiento está, más bien, en la imposibilidad de recuperar lo perdido. Es la manera en que la cabanga, animal insaciable, se alimenta a sí misma. Al fin y al cabo, la cabanga viene a ser una manera dolorosa de felicidad.
Un amor perdido, una ciudad perdida cuyo espíritu vaga por calles y entresijos, iluminado por la luz mortecina de la nostalgia. El hüzün, al que Pamuk ve no como la consecuencia, sino como la causa inmanente de la búsqueda incesante de un pasado cada vez menos aprensible. Todos tenemos nuestro propio hüzün, nuestra propia cabanga por la ciudad perdida o presente donde vivimos nuestra infancia, la adolescencia, la primera juventud, la ciudad a la que una vez llegamos como forasteros para quedarnos, o aquella de la que vientos contrarios nos alejaron.
Igual que los perfumes, que solamente pueden nombrarse dándoles una referencia: olor a rosa, a sándalo, a cuero viejo, a sudor, a hojas secas, a aguas estancadas, porque huyen de toda explicación por falta de sustancia, asimismo el hüzün que el propio Pamuk siente por Estambul necesita de enumeraciones para intentar explicarlo, y lo hace, una larga lista de apuntes de la memoria.
La ciudad, nuestra ciudad, que cada día entra más en el pasado, nuestro propio pasado, y la vemos así alejarse en el horizonte, tragada cada vez más por la niebla, y entonces, hacemos nuestra lista: gritos perdidos de niños que juegan en el patio de una escuela, el grafiti en una pared, la estela de un avión que cruza el cielo con rumbo desconocido, las luces que se encienden en la marquesina del cine de la esquina, los autobuses atestados de gente que regresa a sus hogares, un ensayo de piano o de clarinete tras una ventana, el ulular lejano de una sirena en medio de la noche, el llanto desconsolado de un borracho solitario, los pasos de una pareja que se aleja acera abajo.
¿Y qué, si se trata, por ejemplo, de una ciudad desaparecida para siempre, que sólo puede vivir en la memoria, como Managua, destruida dos veces, la última por el terremoto del 22 de diciembre de 1972, la ciudad que dejó de existir y nunca más volverá, un fantasma de ciudad, rodeada ahora por el cerco de la otra Managua falsa y fea?
Y el juego favorito de quienes la vivieron viva, es otra vez la lista, el inventario, de todo lo que se volvió para siempre invisible, calles, esquinas, casas de vecindad, edificios, oficinas, hoteles, cines, burdeles, bares, una discusión de pronto porque no hay acuerdo sobre un lugar preciso. Ejercicios constantes en contra del olvido, la terquedad infinita de recuperar lo perdido recordando. El hüzün sin consuelo. Saudade para siempre. La cabanga perfecta.
Masatepe, febrero 2007.
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