3 de marzo de 2007

Gaborio a 40 años de Cien años de soledad

Julio Ortega: Navegador

Volando de regreso a Providence, leía yo el primer capítulo de las memorias de Gabriel García Márquez cuando advertí que mi vecino leía otro libro suyo. Al mirar hacia la fila de al lado comprobé que alguien más estaba leyéndolo, y ya no me extrañó que en la fila posterior una lectora hiciera lo mismo. ¿Y si todos los pasajeros de ese vuelo estuviesen leyendo a García Márquez? Consideré las posibles explicaciones: l) estas novelas tienen la duración promedio de un vuelo, como otrora las de Stendhal suponían un viaje en tren; 2) se trataba de una nueva ola migratoria del Sur que hacía de estos libros su documento de identidad; 3) leer volando es otra nostalgia del realismo mágico.

Pero en seguida concluí que cada lector no sólo leía un libro diferente sino a un autor distinto. Aun si el libro era el mismo, cada uno estaría leyendo otra novela. Me pareció entender que García Márquez había convertido a la lectura en el acto novelesco por excelencia. Gabo, me dije, nos ha convencido que leemos sus libros como sagas de la comedia humana latinoamericana. Pero, en verdad, en sus libros hemos aprendido que la lectura misma es la biografía de nuestro tiempo. Al modo de Cervantes y Borges, ha construido una enciclopedia de leer y de releernos como padres e hijos de la letra. Sus libros nos dicen que leer nos ha hecho lo que somos, y que la novela nos salva del pelotón de fusilamiento gracias a que seguimos leyendo. El tiempo se prolonga en una frase.

Bien visto, lo que leemos es el espectáculo del mundo como la disputa de las interpretaciones por explicarlo, habitarlo y, con mucha lectura, humanizarlo. Ocurre en estas novelas, una y otra vez: los hechos son debatidos, contradichos, recontados y, al final, releídos. A veces, como en Crónica de una muerte anunciada, las interpretaciones exigen una víctima, y Santiago Nasar es sacrificado como el primer mártir de la hermenéutica. Como las buenas víctimas propiciatorias, él es el único que ignora la intensa lectura que lo elige como muerto. En El general en su laberinto Bolívar es el héroe de la interpretación infinita, porque sigue disputando con su demanda de emancipación el sentido de cada pregunta por América Latina. En cambio, en Del amor y otros demonios, la niña ilegible que ha sido mordida por un perro rabioso en el sopor del siglo XVIII caribeño, suscita la interpretación como juicio relativo. Ella es el ángel criollo de la lectura: su supuesta enfermedad es leída abusivamente. Enclaustrada, acusada de bruja y endemoniada, al final, bajo la autoridad mayor de la lectura, la de la Iglesia, es exorcisada y muerta.

No me extrañó descubrir, antes de aterrizar en Providence, que el propio García Márquez ha leído de modo distinto sus novelas. Al comienzo de todo, como si fueran hijas del asombro y la abundancia, de esa primera lectura de América Latina, cuando la palabra “palmas” ponía de pie a las primeras palmas. Por qué no me van a creer, si le creen a la Biblia, recuerdo que solía decir. Después, favoreció la lectura de Cien años de soledad como documental, y juró que podía probar que cada página venía directamente de la realidad. Pronto abandonó las licencias del realismo mágico (ahora mismo hay en inglés tres nuevas novelas sobre las propiedades sobrenaturales del chocolate), y sugirió que su Bolívar era hijo legítimo de la documentación. La Academia Colombiana de la Historia trató de refutarlo; pero, advirtió un historiador resignado, al final esa novela será leída como verdad histórica.

A esta saga de la lectura le faltaba su poética, y el autor la propone en Vivir para contarla. El memorable primer capítulo plantea una interpretación de la vida como una creación de la lectura. Desde su mismo nacimiento, sus padres se convierten en sus primeros personajes. Gracias a ellos, Fermina y Florentino viven en la inminencia epifánica de su novelización. Y a esta biografía de leer le faltaba todavía su modelo de lectura: un Gaborio, digamos, donde los lectores testimonien su parte de ficción encendida por esas novelas. Este taller de leer estaría en movimiento perpetuo, y sería permutante e ilimitado. Cada lector lo puede hacer suyo, sumar su testimonio, y operar el recomienzo de esta biolectura. Los cien años de esta edad solar de la lectura son también los cuarenta de su rotación, y el instante de su recomienzo.

Alfredo Bryce Echenique: La deuda impagable

A casa de Gabo llegué arrastrándome y, además, me caí del automóvil al bajar. Se me atracó un pie con un cinturón de seguridad que andaba suelto y aterricé sobre una rodilla. Gabo se quedó realmente preocupado y yo aproveché para pedirle un whisky. Me trajo un whisky, ordenó que me dejaran la cama lista, y comprobó que yo en efecto me estaba acostando y no escapando. Le rogué que me consiguiera una máquina de afeitar y me juró que, a las 5 am, la tendría. Me quedé seco con la luz encendida y el whisky sin probar sobre la mesa de noche. Y a las cinco en punto me despertó una voz que decía: “Tómala y devuélvela”. Era Gabo, con una máquina de afeitar. “Qué hombre éste —pensé—, uno ni se ha despertado bien todavía y ya está endeudado con él”.

Enrique Vila-Matas: Lecturas en un puente

Debieron sucederle a García Márquez muchas cosas en el puente de Saint-Michel, camino de la buhardilla donde imitaba, como podía, la vida o la escritura de su admirado Hemingway. Porque no he podido nunca olvidar ese día del que algunas veces él ha hablado, ese día en el que sintió los pasos en la niebla de un hombre que pensó que era un perseguidor, ese día en que, a diferencia de Hemingway, se sentía pobre y muy infeliz en París y se había pasado toda la noche calentándose en el “vapor providencial de las parrillas del metro”, eludiendo los policías que le golpeaban en cuanto le veían, pues le confundían con uno de los tantos argelinos a los que masacraban en aquellos días en París: “De pronto, al amanecer, se acabó el olor de coliflores hervidas, el Sena se detuvo, y yo era el único ser viviente entre la niebla luminosa de un martes de otoño en una ciudad desocupada. Entonces ocurrió: cuando atravesaba el puente de Saint-Michel, sentí los pasos de un hombre, vislumbré entre la niebla la chaqueta oscura, las manos en los bolsillos, el cabello acabado de peinar, y en el instante en el que nos cruzamos en el puente vi su rostro óseo y pálido por una fracción de segundo: iba llorando”.

Ese encuentro con su falso perseguidor en el puente de Saint-Michel me trae el recuerdo de la escena final de “Isabel viendo llover en Macondo”, el recuerdo de las primeras líneas que de García Márquez subrayé (tenía yo 21 años) y que modificaron discretamente mi concepción de la escritura, esas líneas que describían sucintamente la aparición de un perseguidor en la niebla tropical, una persona invisible que sonreía (la del puente de París, en cambio, lloraba) en la oscuridad. En “Isabel viendo llover en Macondo”, tras el largo diluvio que se desploma sobre Macondo durante el lapso de tiempo que va de un domingo por la mañana a otro (y que hace que las personas del pueblo, paralizadas y narcotizadas por la lluvia, floten como en una niebla ardiente y que todo se detenga y quede anulado), el tiempo de pronto comienza a cambiar y escampa y se extiende un silencio, una tranquilidad, un estado tan perfecto como imaginamos que debe ser la muerte. En ese silencio misterioso y profundo se oye una voz clara y completamente viva. Luego un viento fresco sacude la hoja de la puerta, hace crujir la cerradura, y un cuerpo “sólido y momentáneo, como una fruta madura”, cae profundamente en la alberca del patio. Entonces llegan las frases que subrayé como un loco: Algo en el aire denunciaba la presencia de una persona invisible que sonreía en la oscuridad.

Dios mío —pensé entonces, confundida por el trastorno del tiempo—. Ahora no me sorprendería de que me llamaran para asistir a la misa del domingo pasado.
Cuando en los días de mi juventud leí estas líneas, creí entender que el hombre invisible era Dios y que la escena que estaba leyendo evocaba en el paradisíaco trópico el comienzo de la Creación. Creí leer esto (porque estaba un poco loco, supongo) y también (ahí se ve que no lo estaba tanto) creí leer que la realidad cotidiana, transformada por la sensación de anulación del Tiempo producida por el diluvio, se parecía muy poco a la realidad a la que me habían acostumbrado, y me dije que tal vez, a partir de aquel día, tendría que entrecomillarla siempre. Todo eso fue lo que leí o me dije cuando en mi extrema juventud me acerqué —loco y cuerdo al mismo tiempo— por primera vez a la escritura de García Márquez. Pero esta mañana, con la idea de escribir estas líneas, he vuelto 34 años después a leer “Isabel viendo llover en Macondo” y desde el primer momento he sido consciente de que el cuento seguía siendo tan impresionante como lo recordaba, pero por motivos distintos. Esta mañana lo que me ha impresionado del cuento es la creación de una atmósfera que sólo dejará de ser fascinante cuando la realidad vuelva a ser la de antes de que lloviera, es decir la de antes de que existiera el cuento.

Algo ha cambiado en mí esta mañana tras la operación de releer ese cuento en el que sólo llueve. ¿Sólo? Aunque no hayamos leído a Dante, todos sabemos que en el Purgatorio el poeta nos dice: “Poi piovve dentro a l’alta fantasia” (Llovió después en la alta fantasía). Y también sabemos que un día Italo Calvino dio una conferencia partiendo de esta maravillosa constatación: la fantasía es un lugar en el que llueve. Tal vez eso pueda explicar que el cuento de García Márquez termine precisamente cuando en Macondo deja de llover, lo que convierte en triste e indeseable nuestro regreso a la baja fantasía de la realidad de antes de la lluvia. Y es que querríamos volver a Macondo. No querríamos alejarnos de la compañía de Isabel y de la lluvia. Como todos los buenos cuentos, se acaba demasiado pronto. Y más cuando, como hoy ha sido mi caso, nos sobra el tiempo. Hoy tenía todo el tiempo del mundo para escuchar el ruido de la lluvia y de la alta fantasía, pues terminé ayer la novela en la que llevaba trabajando meses y, salvando todas las distancias, me sentía como García Márquez el día en que, tras haber escrito dieciocho meses, todos los días, de nueve de la mañana a tres de la tarde, supo que aquella era la última jornada de trabajo, supo que su primera novela estaba terminada, sólo que terminada de forma demasiado intempestiva, a las once de la mañana: “Mercedes no estaba en casa, y no encontré por teléfono a nadie a quien contárselo. Recuerdo mi desconcierto como si hubiera sido ayer: no sabía qué hacer con el tiempo que me sobraba y estuve tratando de inventar algo para poder vivir hasta las tres de la tarde”.

Ayer terminé de escribir mi libro. Habla de los días en que, a mediados de los setenta, viví en París en una buhardilla de la rue Saint-Benoit tratando de imitar a Hemingway en París era una fiesta. Y de paso, sin saberlo (como si me hubiera convertido, sin saberlo, en aquel perseguidor fantasma del puente de Saint-Michel o en el perseguidor del relato de Simenon), tratando de imitar a García Márquez, que vivió muchos años en una buhardilla de la rue Cujas, con su ventana que daba a los tejados del Quartier Latin y desde la que oía el reloj de la Sorbonne dando la hora, siempre escribiendo frente a la foto (clavada en la pared con un alfiler) de su novia, siempre con las rodillas pegadas al radiador de la calefacción, escribiendo una novela que se llamaría La mala hora, a la que seguiría La hojarasca, de entre cuyos borradores nacería un cuento que se desprendería de esos borradores y tendría fantasía y vida propia y mucho diluvio en él y se llamaría “Isabel viendo llover en Macondo”.

Carlos Fuentes: Amigo de los amigos

En sus memorias, La paja y el grano, Mitterrand recuerda que fue otro queridísimo amigo común, Pablo Neruda, quien le dijo: “Lea inmediatamente Cien años de soledad. Es la más bella novela producida por la América Latina desde la pasada guerra”. Mitterrand conoce a García Márquez y escribe: “Es un hombre idéntico a su obra. Cuadrado, sólido, risueño y silencioso”. Con William Styron, Arthur Miller y García Márquez, asistía a la rumbosa toma de posesión del Presidente Mitterrand en mayo de 1981. Durante el almuerzo de Estado en el Elíseo, el nuevo presidente nos pidió que lo acompañáramos a su despacho a fin de atestiguar su primer acto de gobierno: firmar sendos decretos otorgándoles la nacionalidad francesa a Milan Kundera y a Julio Cortázar, ambos exiliados por las dictaduras, comunista la de Praga, fascista la de Buenos Aires. La cultura literaria de un presidente francés nunca sorprende. Neruda me contó que sus reuniones con el presidente Pompidou, siendo Pablo embajador de Chile en Francia, tenían como pretexto discutir la política económica del Club de París, pero en realidad eran largas pláticas sobre la poesía de Baudelaire. Lo que sorprende es que un presidente de los Estados Unidos lea libros. Cosa que descubrimos Gabo y yo una noche en Martha’s Vinyard, escuchando a Bill Clinton recitar de memoria pasajes enteros de Faulkner, demostrar que él sí había leído El Quijote y por qué Marco Aurelio era su autor de cabecera. Pregunta innecesaria: ¿Qué habrá leído Bush? Y para cerrar el capítulo político, otro lector estadista: Felipe González, un hombre que habla como un libro, porque piensa como un libro porque ha leído todos los libros, y sin embargo —oh, Mallarmé—, no está triste. Digo que amigos y enemigos literarios Gabo y yo hemos tenido —no siempre compartido— muchos. Pero mirando nuestra vida de capítulos intercambiables, creo que hay un amigo escritor o mejor dicho un escritor amigo de ambos al que Gabo y yo colocamos por encima de todos. Es Julio Cortázar, y creo que ni Gabo ni yo seríamos lo que somos o lo que aún quisiéramos ser sin la radiante amistad del Gran Cronopio. En Cortázar se daban cita el genio literario y la modestia personal, la cultura universal y el coraje local (“Las Malvinas son argentinas —solía decir—. Los desaparecidos también”). Lo había leído todo, visto todo, sólo para compartirlo todo. Una de las noches inolvidables de nuestra amistad ocurrió en el tren París-Praga en diciembre de 1968. Íbamos invitados por Kundera a mantener la ficción —es decir, la esperanza— de una cultura checa independiente en un país rodeado de tanques soviéticos.

Cortázar fue hilvanando temas como un cuentista árabe de la plaza de Marrakech. Recordó todas las novelas que sucedían en trenes, en seguida las películas en trenes, y por último, a partir del swing de Glenn Miller, el ritmo de locomotora del jazz y, en particular, una memoria asombrosa, la relación entre el jazz y el piano... Cuando llegamos de madrugada a Praga, nos esperaba en la estación Kundera, que nos llevó a Gabo y a mí a un sauna y, cuando pedimos una ducha para quitarnos el calor, Milan nos condujo al río Ultava y nos empujó, encuerados como lombrices, al agua congelada. Recuerdo el comentario de Gabo cuando salimos morados del río: “Por un instante, Carlos, creí que íbamos a morir juntos en la tierra de Kafka”.

László Scholz: Retrato del lector joven húngaro

En los años 1940, en Zipaquirá —a una hora de tren de Bogotá— un joven colombiano, exiliado de la costa, lee y relee todo lo que le cae en las manos, “casi siempre a escondidas, durante las clases”, en el Liceo Nacional, instalado en un viejo claustro que lleva “un letrero tallado en el pórtico de piedra: El principio de la sabiduría es el temor de Dios”. El ambiente es liberal, falto de dogmatismo, los profesores son de mentalidad moderna, uno de ellos guarda supuestamente “un retrato de Lenin o de Marx” en su oficina. Al joven no le atraen las asignaturas académicas, considera su estadía una especie de cautiverio, y se desahoga en una lectura que no deja de traerle sorpresas y más sorpresas por debajo del pupitre: San Juan de la Cruz, Friedrich Engels, Sigmund Freud, Eustasio Rivera, Alfonso Reyes.

En los años 1960, en Hatvan —a una hora de tren de Budapest— un joven húngaro, exiliado con su familia de la metrópoli, aprende español a escondidas durante las clases de ruso, física y química en el liceo de la ciudad que funciona en un edificio de preguerra, ya adaptado a las nuevas circunstancias: en el escudo nacional reluce la estrella roja, estatuas de Marx y citas de Lenin pueblan las aulas, recortes periodísticos de la última hora cubren el noticiero mural. El ambiente se define por la presencia monolítica del Partido, no hay liberalismo ni dogmatismo, hay sólo un vacío en el cual prevalece el miedo y la ley histórica de “obedecer sin cumplir”.

Dos jóvenes lejanísimos en el tiempo y el espacio, leyendo a escondidas durante las clases del liceo: ¿quién juzgaría posible su futuro encuentro?
En la Hungría de los años 1950-60 la lista de las lenguas extranjeras enseñadas en las escuelas era, para decirlo diplomáticamente, desproporcional: el ruso era obligatorio para todos, en todos los niveles, sin dejar espacio suficiente al resto, o sea, a los idiomas “burgueses”, el inglés, alemán, francés e italiano; el latín y griego, huelga decir, quedaron desterrados por décadas y sus profesores reciclados para enseñar ruso. ¿Y el español? No había ninguna tradición de impartirlo en la enseñanza media: de hecho, salvo unas tentativas esporádicas, la cultura hispanohablante —en contraste con la alemana, francesa e italiana— nunca ejerció influencia mayor en tierras magiares. Mi deseo de aprender el castellano iba evidentemente contra la corriente, y como tal, carecía de los medios más elementales, entre ellos, de libros de texto y diccionarios apropiados. Guardo todavía mi primer manual de español de 1964 que traía lecciones con un contenido que hoy nos parece, al menos, ridículo (“Juan Vargas trabaja de obrero en una fábrica de papel. Juan es un obrero diligente y concienzudo. Los jefes de la fábrica están contentos con el trabajo de Juan”); con un vocabulario antediluviano que incluía palabras como la fosforera o el fumista. Ni en la biblioteca del liceo, ni en la municipal había libros en español, ni hablar de periódicos o revistas. La única persona con quién podía hablar en español era un compañero de clase en cuya mente había surgido primero el proyecto de aprender español, y luego con nuestro profesor de inglés, quien parecía interesarse por otro idioma “burgués”. Nos reuníamos los sábados después de clases en su casa —un apartamento de las colmenas soviéticas de hormigón armado de los años 1960— y de la manera más quijotesca conversábamos los tres en castellano: “—Señor, ¿tendría la amabilidad de decirme qué hora es? —A sus órdenes, caballero. Son las ocho y media”. “Dispénseme usted, caballero. ¿Habla usted español? —¡Qué casualidad más dichosa! Aunque no hablo bien el castellano, lo chapurreo”.

Sea como fuera, un día gris de octubre de 1968 me llama un director del taller de traducción literaria porque necesita un cuento hispanoamericano para una antología; busco a mi profesora de literatura latinaomericana, quien me indica que hay un cuento reciente de García Márquez en una revista mexicana, y encuentro milagrosamente el texto en la biblioteca de la Academia de Ciencias, se llama “Blacamán el Bueno, vendedor de milagros”, y me deja con la boca abierta, totalmente noqueado (dijo Cortázar que el cuento gana por knockout, no por puntos como la novela). Es magistral e irresistible, hasta hoy sigo oyendo la voz de su curandero en la feria caribeña, y aún siento el vértigo de esa primera lectura de Blacamán.

Hago una copia del texto (a mano, las revistas no se prestan a los estudiantes, ni hay, por supuesto, fotocopiadoras), llamo al editor con el entusiasmo de mis veinte años, diciendo que “He encontrado el mejor cuento del siglo”, y le muestro el texto de Blacamán a mi profesora que me da una lección más declarando: “Ya ves, un genio nunca deja de serlo”. Y me pongo a traducir. Aun hoy, con más de cincuenta obras latinoamericanas traducidas al húngaro, pienso que Blacamán, mi primera publicación, es un desafío para cualquier traductor. Las dificultades léxicas eran desalentadoras, no aparece en mis diccionarios “mapaná”, ni “pacotilla”, “tenderete de chanchullos”, “calanchín”; no tenía ni idea cómo será la Guajira, ni una “glándula de los presagios” o las famosas “astromelias”; la sintaxis es enmarañada, barroca, espasmódica. En mi desesperación trato de encontrar en Budapest a algún hispanohablante colombiano o caribeño que me ayude a descifrar unas frases y me topo con unos sindicalistas colombianos que asisten a un congreso, pero sus “explicaciones lingüísticas” me enseñan para toda la vida que el hablante nativo que no entienda de literatura es de más daño que de provecho para el traductor. Leo y releo el cuento, lo recito en voz alta y baja, lo trago, mastico, absorbo del todo. “Ningún problema tan consustancial con las letras y con su modesto misterio como el que propone una traducción”, dice Borges al hablar de Valéry, y la razón es que hay muy pocas lecturas tan profundas como la que se hace durante el proceso de la traducción, según lo afirma Subirat, traductor de Joyce (“Traducir es el modo más atento de leer”), o Gabo mismo al hablar de la traducción de Paradiso al italiano (“Entonces comprendí que, en efecto, traducir es la manera más profunda de leer”). Ésta es en realidad la verdadera lectura a escondidas que no sólo da las espaldas al exterior sino también se aísla de gran parte del mundo interior; es abrumadora la soledad pero conlleva la posibilidad de un encuentro nunca sospechado.

Federico Vegas: La novela robada

Un fin de semana me invitaron a Puerto Azul. El sábado en la mañana la madre de la novia se instaló en su silla de extensión bajo una mata de almendrón y se dispuso a devorar unos cuantos libros. Lo hacía con una cierta lánguida pasión, que podía tornarse agresiva si alguien se acercaba a molestarla. Varias veces le escuché decir:
—Si algún derecho tiene una viuda es a estar sola.
Yo era uno de los pocos que podía acercarse, y cada tanto mi novia me enviaba a buscar en el gigantesco bolso de playa de su madre una toalla o el pote de bronceador. Varias veces tuve el privilegio de llegar y encontrarla dormida. Había que acercarse mucho para decidir si sus ojos estaban realmente cerrados, porque el libro se mantenía firme entre sus manos y no se le quitaba nunca la expresión risueña y complacida de quien disfruta un buen texto.
Ese sábado, como a las once de la mañana, el libro que leía se había deslizado de sus manos y yacía entreabierto sobre la arena. Antes de arriesgarme a tocar sus pertenencias me cercioré de la calidad de sus sueños: eran profundos, de boca entreabierta con algo de puchero y abandono.

Una vez más aproveché la ocasión para observar con descaro a una mujer plena y soberana. Me fascinaba imaginar que esa misma piel sería la de mi novia y me gustaba que me gustara. Ahora voy entendiendo que buena parte del sentido del amor es que no duela tanto ponerse viejo, pero esa mañana me juraba inmortal y el paso del tiempo nada significaba. Amaba mi propia vitalidad esparciéndose y alimentándose en visiones superpuestas de la madre y de la hija.
Tomé el libro con dos dedos y soplé con delicadeza sus páginas hasta dejarlas limpias. La arena seca abandonaba las hojas con docilidad y pronto brotó un incitante olor a libro nuevo y caliente. ¡Han pasado tantos años y tantas cosas desde entonces! Es difícil imaginar un mundo en el que unos pocos elegidos habían pronunciado la frase: “Cien años de soledad”. Yo tenía diecisiete años y jamás en mi vida había escuchado nombrar a Gabriel García Márquez. Mi estado era similar al de los españoles que en el 1600 les tocó en suerte agarrar un libro de un tal Cervantes e inaugurar la legión que por primera vez se enfrentaba en singular y eterno combate a Don Quijote de la Mancha. Los demás llegamos a iglesia llena y con el sermón empezado, a compartir una seducción cundida de resonancias ancestrales.

Leí las primeras líneas virginal e inocente; más no lerdo. Desde el principio adiviné que asistía a una revelación capaz de darle un vuelco a generosos trozos de mi vida. Puedo dar hoy testimonio de esta súbita conversión, porque esa misma mañana cometí un sombrío pecado: me robé el libro que estaba leyendo la bella y feroz madre de mi novia. Para los mexicanos “soplar” equivale a “robar”; yo pasé sin pensarlo de un verbo al otro. Esta incursión al reino de la lectora durmiente la hice por iniciativa propia. Mi novia ignoraba que yo había ido a buscar un encendedor en el bolso de playa y nada supo cuando, libro en mano y con furtivos pasos de carterista, me fugué al único lugar seguro en todo el club Puerto Azul: el baño de caballeros en los vestuarios de la piscina.

Allí se iniciarían mi lectura y mis espasmos. Era difícil contener las emociones celebratorias en el cubículo metálico donde encontré asiento por varias horas. Creía estar solo y me explayaba recitando en voz alta los párrafos que me desbordaban —que eran todos—. Alguien debe haberme escuchado hablar de hielos y fusilamientos porque recuerdo rumores de vísceras en el cubículo contiguo. Aquel sujeto, que entró y salió sin darse por aludido, nunca supo que asistía a un acontecimiento cultural en la historia del club Puerto Azul, y quizás de todo el Caribe venezolano: la primera lectura en un lugar público de Cien años de soledad.

Julio Ortega. Escritor y critico peruano (radicado en USA), autor de Puerta Sechín, Contra la violencia en Perú (México, Jorale, 2005).

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