Es una fría tarde en el estudio, pero las ventanas han de estar completamente abiertas para impedir que la trementina y demás productos químicos vicien el ambiente. Gerta, de huesos tan ligeros como paja y carne tan pálida como parafina, está de pie con los brazos cruzados sobre el pecho, esperando instrucciones.
Gustav no ve su desnudez. Ella apenas representa una mujer para él. Él ve un complejo problema de luces y sombras, de geometría, de volumen.
“¿Podrías taparte un pecho? El izquierdo, no el derecho. Bien. ¿Ahora podrías recostarte sobre una cama turca? Abre las piernas. Gira la rodilla hacia dentro. Muy bien”.
Greta obedece sin hacer comentarios, con la desganada paciencia de una mujer acostumbrada a ganar dinero con su cuerpo. Él la dibuja una y otra vez, articulaciones y rodillas, hombros y estómago. Ella hace poses dos minutos o de treinta. Gustav rellena hojas de su cuaderno de dibujo sin cesar.
Son las primeras horas de la tarde, pero ya ha anochecido y él trabaja febrilmente luchando contra la creciente oscuridad. Cuando ya no puede trabajar más, le hace saber que por ese día han terminado. Ella tiene la carne de gallina, de una palidez enfermiza, como observa él. La carne bajo las uñas de los pies está purpúrea. Ha vuelto a ser una mujer más que un ejercicio visual y también, de alguna manera, menos. Él se sube a la escalera y cierra las ventanas. Ella se pone la camisa y las medias, se abrocha el traje y se ata las botas. Todo parece una pérdida de esfuerzo para él.
“¿Quieres quedarte?”, pregunta. Ella asiente.
Hay una cama en la esquina y él la conduce hasta allí. Mientras él se desviste, ella espera, su cabeza apoyada contra una de sus estrechas manos. Él se sienta en la cama junto a ella y desabrocha y suelta y desata hasta que está de nuevo desnuda. Entonces él desliza su mano a través de su piel como si fuera un pincel.
Hace 23 horas.
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