Chère Simone:
Es evidente que no le escribo para obtener respuesta. No solo porque usted está muerta desde 1986, sino porque, si viviera, me contestaría inevitablemente como acostumbraba hacerlo, instándome en dos líneas, secas pero amables, a "proseguir por ese camino". Algo similar a lo que respondía su colega Victoria Ocampo -cuyo nombre no sé si le suena o si le hubiera sonado en vida-, cuando un autor desconocido le mandaba un libro y ella se apresuraba a responder con la consabida fórmula: "Gracias, lo leeré con atención". De todos modos, y por motivos distintos, a ninguna de las dos, mientras formaron parte de este mundo, les he escrito jamás.
Mi verdadero problema es haber llegado tarde. Y no precisamente por mi edad: usted ha tenido una influencia decisiva en cientos o miles de mujeres de mi generación, para quienes tanto El segundo sexo como sus obras autobiográficas han sido la revelación de sus vidas. ¿Por qué no lo han sido para mí? Porque no yo, sino mi madre, Alicia Ortiz -escritora feminista y comunista que influyó en mi formación de modo tan determinante como usted en la de mis compañeras de la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires, la de Viamonte al 400-, fue su apasionada, aunque crítica lectora desde los años cuarenta. Mientras muchas de esas chicas, en los años sesenta, se disfrazaban de usted con turbante y todo, así como los muchachos se disfrazaban de Sartre con la pipa en la boca, para mí Simone de Beauvoir resultó una lectura de segunda mano. En esto no hay virtud, ni tampoco pecado: me limito a comprobar que así fue. Quizás haber podido desprenderme de los tabúes de la burguesía tal como usted lo ha hecho, y admirarla por eso, me habría facilitado la vida al permitirme compartir descubrimientos y rupturas dentro de mi propio tiempo. Pero la que se adelantó a desprenderse de esos tabúes fue mi mamá.
Los últimos días la he estado releyendo con un objetivo concreto: establecer con usted una relación personal, ya no por vía materna sino cara a cara, para tratar de percibir los motivos por los que nunca la he querido. Esto se lo puedo decir de frente: usted ha sido la primera en dejar a un lado todo guante blanco en la expresión de los sentimientos, haciendo públicos los detalles de su propia vida como parte de una empresa ejemplificadora que quería decir: "Mujeres, libérense, hagan como yo", pero también los pormenores del horroroso cáncer intestinal de su madre en Una muerte muy dulce, o los de la penosa senilidad de Sartre en La ceremonia del adiós. Desde el momento en que usted misma decidió contar las cosas con absoluta brutalidad, sin tomar en consideración el efecto que su franqueza podía producir en los otros, nos ha dado permiso para acabar, al menos a su respecto, con ese otro tabú que significa el temor a causar pena. Puedo entonces declararle sin ambages que usted no ha estado nunca en mi corazón, y que esta relectura me ha permitido comprender por qué.
Mencionar los tabúes de la burguesía equivale a decirlo todo. En sus Memorias de una joven formal, que abarcan sus años de infancia y juventud, usted describe un mundo codificado que no deja margen para la improvisación. También el surrealismo de los años veinte y treinta había surgido como reacción frente a la previsibilidad burguesa. El existencialismo sartreano de los años cuarenta y cincuenta enarboló nuevas banderas; pero ninguno de los dos habría podido nacer en el seno de pueblos desprolijos. Ambos provinieron de una existencia tan encorsetada, que la única salida, para seguir con la imagen, consistió en irse arrancando las ballenitas de la faja sin perdonar ni una. No soy una adoradora ferviente de Fidel Castro ni mucho menos, pero debo reconocer que cuando Sartre y usted fueron a visitarlo a Cuba, los captó en un relámpago. Creo que usted nunca supo lo que él opinó acerca de la pareja revolucionaria que agitaba el oleaje de la liberación a través del mundo: "Burgueses de París".
Algunos rasgos de su personalidad que aparecen en esas Memorias... merecen análisis. Desde su más tierna infancia, usted estuvo convencida de ser "la Única". Es así como lo escribe, con mayúscula y con un leve atisbo de autoironía que nunca va muy lejos. Cuando nació su hermanita, Hélène, apodada Poupette, usted sintió que ese bebé le pertenecía, pero sin contrapartida posible: usted no era poseída por él. Aunque Hélène, destinada a ser pintora (y a quien la tierra se le abrió bajo los pies cuando la publicación de los escritos póstumos de su célebre hermana mostraron el poco aprecio en que ésta la tenía), le haya quitado el rango de hija única, nunca logró moverla del merecido sitial en donde la familia la había colocado a usted. Su inteligencia superior la elevaba por encima de toda regla. En ese universo regido por un orden estricto, la pequeña Simone (usted misma lo cuenta como si el recuerdo aún la deleitara) poseía a los otros. Para que ese dominio quedara claro, a la menor contrariedad se alzaban unas tremendas rabietas a las que nadie ponía límite. Apenas si una vez un tío, harto de sus alaridos, le encajó uno de aquellos sopapos que las señoras de barrio (me refiero al barrio porteño) llamaban "santo remedio". En efecto, al menos aquel berrinche se acabó como por arte de magia. Sin pretender rendir honores a una educación basada en semejantes medicinas, acaso sea de lamentar que ese tío no haya frecuentado su casa más a menudo.
A los quince años ya sabía que iba a ser una escritora famosa. Sus padres habían sufrido un revés económico (a causa de la quiebra de su padre, la dote de la madre se había evaporado sin dejar rastros) que condenaba a las hermanas Beauvoir a hacer estudios en vez de casarse tranquilamente como cualquier jovencita bien... dotada. Georges de Beauvoir, abogado y aficionado al teatro, no era ningún ignorante. Para él no había oficio más bello que el de escritor, y su hija mayor, la inteligente, que, con toda evidencia, ejercería esa envidiable profesión, le parecía tan extraordinaria, que solía dispensarle el máximo elogio: "Tienes un cerebro de hombre". Si bien usted no compartía sus gustos (él adoraba a Maupassant, al que usted detestaba), contaba con la admiración y con la bendición paternas para continuar sus estudios hasta el grado más avanzado. Diplomas de literatura, de griego, de latín, de matemática, de filosofía, a su padre todo le parecía lógico tratándose de usted; más lógico que a la madre, que sentía una mezcla de vanidad y de rivalidad en relación con esa hija demasiado estudiosa. ¿Entonces por qué, apenas unos años más tarde, ese mismo padre que se enorgullecía de sus éxitos comentaba con despecho: "Simone anda de farra en París"?
La respuesta figura al trasluz en la primera de sus obras que la llevó a la fama de modo tan súbito como fulgurante: La invitada , publicada en 1943. Un texto de ficción, de inspiración autobiográfica, cuya protagonista, Françoise, joven intelectual emancipada que frecuenta los bares de Montparnasse, rodeada por un grupo de amigos y amigas a los que ella posee , invita a una pobre chica provinciana "inexistente" a compartir su vida en París. Cuando, al comprender que ha sido usada, la pequeña Xavière, que se ha dejado seducir por dos amantes de su temible protectora, reacciona como cualquier persona con derecho a enojarse, Françoise se pregunta "cómo puede existir una conciencia que no sea la suya". Si la otra existe, entonces ella misma deja de ser. ¿Qué solución puede quedarle, sino elegirse a sí misma, eliminando físicamente a Xavière?
Los lectores de esta carta, a los que ruego no asustarse más de la cuenta (a diferencia de Françoise, usted nunca asesinó a nadie, al menos que se sepa), quizás lo hayan adivinado ya: uno de los personajes masculinos de La invitada representa a Jean-Paul Sartre, al que usted conoció en la Sorbona y con el que viviría una relación mítica hasta el final de sus días. Sartre era el hombre ideal: un igual, léase un genio, aunque dos años mayor y ligeramente más avanzado que usted en el terreno intelectual, "como un atleta algo más entrenado". Con un hombre como ése podía firmarse un pacto, perdón, un Pacto. El fue el "amor necesario". Los otros y las otras (salvo el norteamericano Nelson Algreen, al que usted le escribió trescientas cartas que se cuentan entre lo más sincero y divertido que salió de su mente, por no decir de su alma) fueron "amores contingentes" que el Pacto permitía, mejor aun, estimulaba. Entre la necesidad y la contingencia, el grupito de alegres camaradas, autodenominado "la familia" y unido por los lazos de la inteligencia y del sexo, se complacía en desarrollar las mismas figuras coreográficas que poco antes habían imaginado Picasso y los surrealistas durante sus vacaciones en la Costa Azul. Sin embargo, la "familia feliz" de Picasso y sus amigos estaba formada por hombres creativos desde todo punto de vista y por mujercitas que, como Xavière, se sometían a una moda: el intercambio de parejas. Una moda según la cual los celos representaban un sentimiento antediluviano. Mientras que plegarse a ese comportamiento ultramoderno significaba para ellas tragarse las ganas viscerales de armar escenas como en la época de las cavernas, para usted, chère Simone, tener una "familia" significaba ser la directora, o pensar que lo era.
La invitada, publicada en plena guerra (cuando el Dôme, La Coupole o el Select de Montparnasse, y el Flore o el Deux Magots de Saint-Germain intentaban resistir, oponiendo al nazismo la libertad de costumbres), representó la actitud vital de una juventud desengañada que deseaba embriagarse probando lo más diversos alcoholes (con cierta malignidad podríamos decir que la resistencia de esos jóvenes, a diferencia de otros que fueron al maquis , para no mencionar a otros más que fueron a Auschwitz, consistió en hacer fiestas donde por toda cena comían porotos). Pero su gran obra, El segundo sexo, vino cinco años después, en 1949, y surtió el efecto de una bomba. Una bomba poderosa, más de lo que lo habían sido las alemanas que, de todas maneras, y Vichy mediante, nunca llovieron sobre los techos de París.
Es necesario colocarse en una perspectiva histórica para medir el impacto de El segundo sexo . La frase parece sacada de un manual de literatura pero resulta cierta. Nunca hasta ese momento, un libro sobre las mujeres escrito por una mujer había conocido semejante repercusión. Desde los años treinta, en Francia se estaba desarrollando una política familiar que impulsaba la natalidad. Tanto la izquierda como la derecha se declaraban natalistas. Y de pronto salía usted a echarlo todo por tierra, no solo con su defensa del aborto (que sería legalizado en los años setenta por su tocaya, la ministra Simone Veil), sino con su negación del instinto maternal que, a su entender, aliena a la mujer, y con su discurso claro y preciso sobre la ignorancia de la sexualidad en que vivían las jóvenes de su tiempo; las burguesas, se entiende. Usted se atrevía a hablar en voz bien alta de "esas cosas" que las chicas solo se murmuraban al oído. Usted osaba decir: "Si hoy ya no hay feminidad, es que nunca la hubo"; "No se nace mujer, se lo deviene; el conjunto de la civilización elabora ese producto intermedio entre el macho y el castrado al que se califica de femenino"; "La mujer no es víctima de ninguna fatalidad misteriosa: no se debe concluir que sus ovarios la condenan a vivir eternamente de rodillas" o bien "En sí misma la homosexualidad es tan limitativa como la heterosexualidad; el ideal debería ser poder amar tanto a una mujer como a un hombre, a cualquier ser humano, sin experimentar ni miedo, ni presión, ni obligación".
Como no podía ser de otra manera, el mundo se desencadenó en su contra o le abrió los brazos. François Mauriac escribió a Les Temps Modernes, la revista que usted había fundado junto a Sartre, para manifestar un machismo troglodita del que no se lo creía capaz: "Ahora lo sé todo sobre la vagina de su patrona". Otros la amaron. Imposible mantenerse equidistantes. Aun en la hora actual, esas frases de El segundo sexo, conciten o no nuestra adhesión, nos espeluznan por su coraje. Sin duda pronunciarlas fue necesario, no porque todas ellas contengan la verdad, sino por su potencia renovadora, por el sacudón que significaban, por su incitación a pensar tal como nunca se había pensado antes. Ese fue su gran libro, Simone, su batalla ganada. Si lo pongo en pasado, es porque tal vez la evolución de las costumbres, lograda en buena parte gracias a él, le haya jugado en contra. Es un libro al que ahora le miramos la fecha. Ya en las décadas del sesenta y del setenta muchas feministas lo habían comprendido. Por eso reaccionaron valorizando "lo femenino", que no es ni lo castrado, ni lo sometido a la envidia del pene de la que hablaba Freud. Hoy resulta difícil acompañarla a usted en su idea de que no se nace mujer, de que la sociedad distribuye papeles y a algunos de nosotros nos toca ese. Más seguras de nosotras mismas de cuanto lo estuvieron aquellas verdaderas víctimas consagradas a la maternidad como único destino, que vieron en su libro abrirse una ventana, las que podemos hacerlo hemos integrado un feminismo que lucha por la igualdad de oportunidades, pero que también tiene ovarios.
Su empresa autobiográfica comenzó en 1958 con las memorias ya citadas y continuó con La plenitud de la vida y La fuerza de las cosas, por no mencionar sino esos. Libros en los que me es todavía más difícil seguirla, cincuenta años después. Ilustrar con su propia vida lo que se debe pensar sobre el sexo no es el mejor camino para lograr adeptos definitivos. Su famosa frase sobre la bisexualidad, preferible, en su opinión, a la hetero o a la homosexualidad, caracteriza la soberbia que recorre la totalidad de su obra. Usted era bisexual, de acuerdo. ¿Pero por qué no admitir que las otras dos opciones también existen, y que cada cual elige la que mejor le cae? Bien mirado, la "imitación de Simone", en el sentido en que se dice la "imitación de Cristo", obliga a inclinarse ante una ley bastante menos libre de lo que pareciera.
La estoy sintiendo sonreír desde su altura, Simone. ¿Acaso supone que mis palabras están dictadas por la moralina? Desengáñese: lo que las dicta es, en primer lugar, el respeto por una sexualidad espontánea que no necesita notas aclaratorias al pie de página, y, en segundo, la escasa estima por las experiencias sexuales de tipo voluntarioso. Antes que usted, Colette hizo de su preciosa vida lo que le vino en gana. Lo hizo con gracia y con deseo. Un auténtico deseo, igual al de Marguerite Duras, con su existencia tormentosa que ella vivió como pudo, en carne viva y a los saltos, sin volverla doctrina; o al de Marguerite Yourcenar, gran señora y apacible ama de casa que cohabitó con su amiga en una isla de la costa norteamericana, sin pretender dar lecciones de homosexualidad. Tres mujeres libres así nomás, porque sí, más ejemplares aun puesto que al ser estrellas, no fueron dogmas vivientes. Aquí debo agregar algo que quizás le borre la sonrisa. Toda comparación es odiosa, pero la libertad de estas tres -la sensualidad de Colette, la solidez de Yourcenar y el aliento entrecortado de Duras- ha dado por resultado obras insuperables dentro de la literatura del siglo XX. Quién sabe si no será que a ellas las amo porque escribían maravillosamente, y si en el fondo mi reproche para con usted no consiste en que ni una sola de sus páginas me llena la boca de esa saliva deliciosa que a veces provoca la escritura.
Imposible no aludir a sus cartas, en especial las dirigidas a Sartre, publicadas después de su muerte por su hija adoptiva, Sylvie Le Bon, en las que usted, con una arrogancia típica del peor sexismo, se burla de las amantes compartidas. Equipararse con el hombre supuestamente querido, y ciertamente admirado, subiéndose a su mismo pedestal para observar desde arriba a esas pobres mujercitas a las que ambos despreciaban por su debilidad, creyendo salvarse así de la "condición femenina" (y de paso, impidiendo que Sartre se le fuera de veras con alguna de ellas), ¿es eso ser feminista? En la pluma de un hombre, sus mismas observaciones llenas de detalles humillantes sobre las características íntimas de esas mujeres deshumanizadas y vueltas objeto serían insoportables; escritas por usted, resultan casi patéticas, como si dibujaran por el reverso una verdad escondida que pugna por ser dicha. ¿Pero la verdad de qué? ¿De un dolor? Al final de su carrera, en uno de sus últimos libros de los que, por desgracia, no puedo dar la referencia (quizás la aterradora La ceremonia del adiós) , usted escribió: " J ai été flouée ". He sido engañada o he caído en la trampa. ¿En cuál? ¿En la de Sartre? ¿En la de su propio orgullo? Sea como fuere, Simone, por esa sola confesión usted merece que se le saque el sombrero.
Escrita en 1968, La mujer rota es una novela de tesis sobre la abnegada esposa que sufre y espera, donde por instantes asoman acentos de convincente desesperación. ¿Los imaginó usted o los vivió en carne propia? La pregunta no cabe, sobre todo referida a esa fecha temprana: si alguna vez, ya por aquellos años, usted se hubiera sentido "flouée", no se lo habría dicho ni a su almohada. Su relación con Sartre debía aparecer a ojos de todos como "el más perfecto de los éxitos", y su Pacto le prohibía sufrir. Así pues, quizás para endilgarle los sentimientos bochornosos que en usted misma rechazaba, eligió como protagonista a una de esas mujercitas a las que nadie habría podido confundir con usted.
Basada en un esquema demasiado visible, la historia es más un alegato sobre la estupidez femenina que un relato creíble. La heroína, de cuarenta y cuatro años, no ha hecho otra cosa en su vida que ocuparse de su marido y de sus hijas. No tiene profesión. Las hijas ya se han marchado. El marido tiene una amante y se lo dice. Las amigas le aconsejan aguantar con una sonrisa y ella lo hace. "Ya va a volver", le aseguran, y ella sigue aceptando lo inaceptable y esperando lo imposible. Minuto a minuto, marido y mujer negocian las vacaciones en la montaña, los fines de semana, las horas del día y de la noche que les tocan alternadamente a la esposa y a la amante. Y la esposa va cediendo terreno hasta que ya no le queda nada.
Moraleja: la única, perdón, la Única a la que esas cosas no le pasan es la que se ha librado de la fatalidad ovárica, dirigiendo la batuta de las infidelidades en lugar de sufrirlas. La idea de que la infidelidad no sea inevitable, o de que tampoco lo sea el soportarla, con o sin batuta, a usted ni se le ha pasado por las mientes, Simone, por la sencilla razón de que la infidelidad formaba parte de su medio. Su madre la aguantó hipócritamente con la sonrisa de marras. Usted la instrumentó con un gesto de domadora que tuvo la virtud de la franqueza, pero también un defecto, para mí grave: el de cosificar a sus rivales para evitar que lo fueran. Si me permite una opinión, discutible como todas, hay amores más sanos y soluciones más dignas, que consisten en cortar... por lo sano. Es cierto que esto lo escribo en los albores de 2008, cuando en la mayor parte de los países a los que consideramos avanzados, y que realmente lo son en relación con el tema, un alto porcentaje de divorcios es solicitado por la mujer. ¿Cómo negar que usted, en ese proceso, ha tenido una inmensa intervención, pero también cómo cegarse ante el hecho de que los ejemplos que nos presentaba carecían de ese elemento "antediluviano" al que no he vacilado en llamar dignidad?
Esa mujer rota de solo cuarenta y cuatro años se siente vieja. Es que el tema de la decadencia física y mental a usted la ha obsesionado desde siempre, Simone. Así llegamos a uno de sus libros más terribles, La vejez, escrito dos años después de la citada novela y donde se siente como nunca la ausencia de ese otro elemento al que llamaré cariñoso. La falta de cariño la conduce a subrayar lo repugnante. ¿Una gran escritora, situada tan por encima de nuestras cabezas, cómo habría podido aceptar la chochera de Sartre ni la abyección de la ancianidad? Semejante crudeza vuelve su ensayo agudo y, a la vez, injusto. Su descripción de la decrepitud se limita a ser exacta, lo que, del modo más curioso, empobrece las ideas y hasta les resta veracidad. Esa realidad que usted pensó poseer a partir de una visión sin concesiones, de una crueldad quirúrgica, se niega a ser entendida a fuerza de escalpelo.
A esta altura de los acontecimientos me pregunto si responder al llamado de sus vísceras no bajará los humos (cosa que yo, personalmente, celebro). Aunque ni la maternidad, ni ese placer al que considero espontáneo cual margarita silvestre obedezcan al mínimo dictamen, acaso permitan, entre muchos otros caminos posibles, alcanzar cierto nivel de sabiduría de naturaleza no doctrinaria. Una relación teórica con el cuerpo, como no dudo ni un instante que haya sido la suya, solo le permitió gritar su indignación porque un buen día, su genial compañero cometió la infracción de babearse la corbata (bonita forma de escapársele por la tangente, tan luego a usted), o porque los viejos son feos y se hacen en los pantalones.
¡Ay, Simone! Hay que haberse vuelto un poco más humilde para percibir en el viejo o en el débil la chispa de humanidad. Es claro que a usted no se le puede pedir lo mismo que a su otra tocaya, Simone Weil (no la mujer política, sino la filósofa judía convertida al cristianismo, que murió de hambre durante la guerra por compartir las privaciones de los obreros). En la Facultad de Filosofía donde Weil también cursaba sus estudios, la futura autora de La gravedad y la gracia apenas si le concedió una mirada sobradora en la que usted leyó, sin saberlo, la misma palabra de Fidel, varios años después: "burguesa". No, Simone, usted nunca fue mística ni tuvo por qué serlo; pero sospecho que si jamás se ha experimentado en la propia osamenta una pizca siquiera de lo que sufren los otros, debe costar ponerse en su lugar, sobre todo cuando incurren en la intolerable flojera de ponerse achacosos. Aunque, seamos justos: dado que usted ya no era joven cuando escribió ese libro, debemos concluir que su dureza para con los demás fue la misma que empleó para con usted misma, porque la rigidez de sus principios no la dejó ser tierna ni con Simone de Beauvoir.
En el discurso que pronunció el día de su entierro, tan multitudinario como el de Sartre, Elisabeth Badinter, que más tarde sería ministra de Justicia, exclamó: "Mujeres, ustedes se lo deben todo a Simone de Beauvoir!". Estas palabras leídas hace poco me han dejado pensando. ¿Serán ciertas o no? Y de pronto me doy cuenta de una cosa: el exceso de furia que me ha atacado contra muchas de sus actitudes tiene que ver con un sentimiento de familia. No de la suya, la sexual, sino de la ideológica en su sentido más vasto. Es por sentirla próxima y no ajena que reacciono con rabia. Una rabia similar a la que se siente por una tía gruñona y cascarrabias a la que tuvimos muy cerca, demasiado, tanto que nuestra máxima ambición ha consistido en desembarazarnos de ella. Ahora que ya está; ahora que hemos escuchado a los budistas cuando aconsejan "matar al Buda"; ahora que, en una palabra, nos la hemos sacudido de encima, supongamos que usted regresara a la vida y que tuviera acceso a las estadísticas actuales sobre la violencia familiar, sobre las mujeres golpeadas y masacradas en el mundo entero, y no solo en las sociedades tradicionales sino en las avanzadas, en España, en Francia, en Inglaterra. Supongamos asimismo que su renacimiento hubiera tenido lugar el mismo día en que termino de escribir estas líneas, 27 de diciembre de 2007, cuando un barbudo fundamentalista asesinó a Benazir Bhutto.
A lo mejor la comprobación de nuestro retroceso la haría morir de nuevo. Pero si se aguantara la amargura de comprobar hasta qué punto su prédica ha obtenido resultados contradictorios, inimaginables durante los tumultuosos encuentros feministas en la Mutualité de París, que en este preciso instante miro desde mi ventana, ¿de qué lado estaría usted, sino del nuestro, el de las mujeres que, parafraseando sus cartas, "proseguimos nuestro camino", a menudo aplastadas por una feroz rivalidad masculina que justamente se crispa y se exacerba porque dicho camino va para arriba? Chère Simone, esta carta plagada de improperios no tiene otra intención que la de darle las gracias. Por todo: por sus aciertos, por sus errores, por el empujón que nos dio, y que ojalá pudiera darnos todavía con más fuerza que nunca, que buena falta nos hace.
Sincèrement, Alicia.
Por Alicia Dujovne Ortiz
Es evidente que no le escribo para obtener respuesta. No solo porque usted está muerta desde 1986, sino porque, si viviera, me contestaría inevitablemente como acostumbraba hacerlo, instándome en dos líneas, secas pero amables, a "proseguir por ese camino". Algo similar a lo que respondía su colega Victoria Ocampo -cuyo nombre no sé si le suena o si le hubiera sonado en vida-, cuando un autor desconocido le mandaba un libro y ella se apresuraba a responder con la consabida fórmula: "Gracias, lo leeré con atención". De todos modos, y por motivos distintos, a ninguna de las dos, mientras formaron parte de este mundo, les he escrito jamás.
Mi verdadero problema es haber llegado tarde. Y no precisamente por mi edad: usted ha tenido una influencia decisiva en cientos o miles de mujeres de mi generación, para quienes tanto El segundo sexo como sus obras autobiográficas han sido la revelación de sus vidas. ¿Por qué no lo han sido para mí? Porque no yo, sino mi madre, Alicia Ortiz -escritora feminista y comunista que influyó en mi formación de modo tan determinante como usted en la de mis compañeras de la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires, la de Viamonte al 400-, fue su apasionada, aunque crítica lectora desde los años cuarenta. Mientras muchas de esas chicas, en los años sesenta, se disfrazaban de usted con turbante y todo, así como los muchachos se disfrazaban de Sartre con la pipa en la boca, para mí Simone de Beauvoir resultó una lectura de segunda mano. En esto no hay virtud, ni tampoco pecado: me limito a comprobar que así fue. Quizás haber podido desprenderme de los tabúes de la burguesía tal como usted lo ha hecho, y admirarla por eso, me habría facilitado la vida al permitirme compartir descubrimientos y rupturas dentro de mi propio tiempo. Pero la que se adelantó a desprenderse de esos tabúes fue mi mamá.
Los últimos días la he estado releyendo con un objetivo concreto: establecer con usted una relación personal, ya no por vía materna sino cara a cara, para tratar de percibir los motivos por los que nunca la he querido. Esto se lo puedo decir de frente: usted ha sido la primera en dejar a un lado todo guante blanco en la expresión de los sentimientos, haciendo públicos los detalles de su propia vida como parte de una empresa ejemplificadora que quería decir: "Mujeres, libérense, hagan como yo", pero también los pormenores del horroroso cáncer intestinal de su madre en Una muerte muy dulce, o los de la penosa senilidad de Sartre en La ceremonia del adiós. Desde el momento en que usted misma decidió contar las cosas con absoluta brutalidad, sin tomar en consideración el efecto que su franqueza podía producir en los otros, nos ha dado permiso para acabar, al menos a su respecto, con ese otro tabú que significa el temor a causar pena. Puedo entonces declararle sin ambages que usted no ha estado nunca en mi corazón, y que esta relectura me ha permitido comprender por qué.
Mencionar los tabúes de la burguesía equivale a decirlo todo. En sus Memorias de una joven formal, que abarcan sus años de infancia y juventud, usted describe un mundo codificado que no deja margen para la improvisación. También el surrealismo de los años veinte y treinta había surgido como reacción frente a la previsibilidad burguesa. El existencialismo sartreano de los años cuarenta y cincuenta enarboló nuevas banderas; pero ninguno de los dos habría podido nacer en el seno de pueblos desprolijos. Ambos provinieron de una existencia tan encorsetada, que la única salida, para seguir con la imagen, consistió en irse arrancando las ballenitas de la faja sin perdonar ni una. No soy una adoradora ferviente de Fidel Castro ni mucho menos, pero debo reconocer que cuando Sartre y usted fueron a visitarlo a Cuba, los captó en un relámpago. Creo que usted nunca supo lo que él opinó acerca de la pareja revolucionaria que agitaba el oleaje de la liberación a través del mundo: "Burgueses de París".
Algunos rasgos de su personalidad que aparecen en esas Memorias... merecen análisis. Desde su más tierna infancia, usted estuvo convencida de ser "la Única". Es así como lo escribe, con mayúscula y con un leve atisbo de autoironía que nunca va muy lejos. Cuando nació su hermanita, Hélène, apodada Poupette, usted sintió que ese bebé le pertenecía, pero sin contrapartida posible: usted no era poseída por él. Aunque Hélène, destinada a ser pintora (y a quien la tierra se le abrió bajo los pies cuando la publicación de los escritos póstumos de su célebre hermana mostraron el poco aprecio en que ésta la tenía), le haya quitado el rango de hija única, nunca logró moverla del merecido sitial en donde la familia la había colocado a usted. Su inteligencia superior la elevaba por encima de toda regla. En ese universo regido por un orden estricto, la pequeña Simone (usted misma lo cuenta como si el recuerdo aún la deleitara) poseía a los otros. Para que ese dominio quedara claro, a la menor contrariedad se alzaban unas tremendas rabietas a las que nadie ponía límite. Apenas si una vez un tío, harto de sus alaridos, le encajó uno de aquellos sopapos que las señoras de barrio (me refiero al barrio porteño) llamaban "santo remedio". En efecto, al menos aquel berrinche se acabó como por arte de magia. Sin pretender rendir honores a una educación basada en semejantes medicinas, acaso sea de lamentar que ese tío no haya frecuentado su casa más a menudo.
A los quince años ya sabía que iba a ser una escritora famosa. Sus padres habían sufrido un revés económico (a causa de la quiebra de su padre, la dote de la madre se había evaporado sin dejar rastros) que condenaba a las hermanas Beauvoir a hacer estudios en vez de casarse tranquilamente como cualquier jovencita bien... dotada. Georges de Beauvoir, abogado y aficionado al teatro, no era ningún ignorante. Para él no había oficio más bello que el de escritor, y su hija mayor, la inteligente, que, con toda evidencia, ejercería esa envidiable profesión, le parecía tan extraordinaria, que solía dispensarle el máximo elogio: "Tienes un cerebro de hombre". Si bien usted no compartía sus gustos (él adoraba a Maupassant, al que usted detestaba), contaba con la admiración y con la bendición paternas para continuar sus estudios hasta el grado más avanzado. Diplomas de literatura, de griego, de latín, de matemática, de filosofía, a su padre todo le parecía lógico tratándose de usted; más lógico que a la madre, que sentía una mezcla de vanidad y de rivalidad en relación con esa hija demasiado estudiosa. ¿Entonces por qué, apenas unos años más tarde, ese mismo padre que se enorgullecía de sus éxitos comentaba con despecho: "Simone anda de farra en París"?
La respuesta figura al trasluz en la primera de sus obras que la llevó a la fama de modo tan súbito como fulgurante: La invitada , publicada en 1943. Un texto de ficción, de inspiración autobiográfica, cuya protagonista, Françoise, joven intelectual emancipada que frecuenta los bares de Montparnasse, rodeada por un grupo de amigos y amigas a los que ella posee , invita a una pobre chica provinciana "inexistente" a compartir su vida en París. Cuando, al comprender que ha sido usada, la pequeña Xavière, que se ha dejado seducir por dos amantes de su temible protectora, reacciona como cualquier persona con derecho a enojarse, Françoise se pregunta "cómo puede existir una conciencia que no sea la suya". Si la otra existe, entonces ella misma deja de ser. ¿Qué solución puede quedarle, sino elegirse a sí misma, eliminando físicamente a Xavière?
Los lectores de esta carta, a los que ruego no asustarse más de la cuenta (a diferencia de Françoise, usted nunca asesinó a nadie, al menos que se sepa), quizás lo hayan adivinado ya: uno de los personajes masculinos de La invitada representa a Jean-Paul Sartre, al que usted conoció en la Sorbona y con el que viviría una relación mítica hasta el final de sus días. Sartre era el hombre ideal: un igual, léase un genio, aunque dos años mayor y ligeramente más avanzado que usted en el terreno intelectual, "como un atleta algo más entrenado". Con un hombre como ése podía firmarse un pacto, perdón, un Pacto. El fue el "amor necesario". Los otros y las otras (salvo el norteamericano Nelson Algreen, al que usted le escribió trescientas cartas que se cuentan entre lo más sincero y divertido que salió de su mente, por no decir de su alma) fueron "amores contingentes" que el Pacto permitía, mejor aun, estimulaba. Entre la necesidad y la contingencia, el grupito de alegres camaradas, autodenominado "la familia" y unido por los lazos de la inteligencia y del sexo, se complacía en desarrollar las mismas figuras coreográficas que poco antes habían imaginado Picasso y los surrealistas durante sus vacaciones en la Costa Azul. Sin embargo, la "familia feliz" de Picasso y sus amigos estaba formada por hombres creativos desde todo punto de vista y por mujercitas que, como Xavière, se sometían a una moda: el intercambio de parejas. Una moda según la cual los celos representaban un sentimiento antediluviano. Mientras que plegarse a ese comportamiento ultramoderno significaba para ellas tragarse las ganas viscerales de armar escenas como en la época de las cavernas, para usted, chère Simone, tener una "familia" significaba ser la directora, o pensar que lo era.
La invitada, publicada en plena guerra (cuando el Dôme, La Coupole o el Select de Montparnasse, y el Flore o el Deux Magots de Saint-Germain intentaban resistir, oponiendo al nazismo la libertad de costumbres), representó la actitud vital de una juventud desengañada que deseaba embriagarse probando lo más diversos alcoholes (con cierta malignidad podríamos decir que la resistencia de esos jóvenes, a diferencia de otros que fueron al maquis , para no mencionar a otros más que fueron a Auschwitz, consistió en hacer fiestas donde por toda cena comían porotos). Pero su gran obra, El segundo sexo, vino cinco años después, en 1949, y surtió el efecto de una bomba. Una bomba poderosa, más de lo que lo habían sido las alemanas que, de todas maneras, y Vichy mediante, nunca llovieron sobre los techos de París.
Es necesario colocarse en una perspectiva histórica para medir el impacto de El segundo sexo . La frase parece sacada de un manual de literatura pero resulta cierta. Nunca hasta ese momento, un libro sobre las mujeres escrito por una mujer había conocido semejante repercusión. Desde los años treinta, en Francia se estaba desarrollando una política familiar que impulsaba la natalidad. Tanto la izquierda como la derecha se declaraban natalistas. Y de pronto salía usted a echarlo todo por tierra, no solo con su defensa del aborto (que sería legalizado en los años setenta por su tocaya, la ministra Simone Veil), sino con su negación del instinto maternal que, a su entender, aliena a la mujer, y con su discurso claro y preciso sobre la ignorancia de la sexualidad en que vivían las jóvenes de su tiempo; las burguesas, se entiende. Usted se atrevía a hablar en voz bien alta de "esas cosas" que las chicas solo se murmuraban al oído. Usted osaba decir: "Si hoy ya no hay feminidad, es que nunca la hubo"; "No se nace mujer, se lo deviene; el conjunto de la civilización elabora ese producto intermedio entre el macho y el castrado al que se califica de femenino"; "La mujer no es víctima de ninguna fatalidad misteriosa: no se debe concluir que sus ovarios la condenan a vivir eternamente de rodillas" o bien "En sí misma la homosexualidad es tan limitativa como la heterosexualidad; el ideal debería ser poder amar tanto a una mujer como a un hombre, a cualquier ser humano, sin experimentar ni miedo, ni presión, ni obligación".
Como no podía ser de otra manera, el mundo se desencadenó en su contra o le abrió los brazos. François Mauriac escribió a Les Temps Modernes, la revista que usted había fundado junto a Sartre, para manifestar un machismo troglodita del que no se lo creía capaz: "Ahora lo sé todo sobre la vagina de su patrona". Otros la amaron. Imposible mantenerse equidistantes. Aun en la hora actual, esas frases de El segundo sexo, conciten o no nuestra adhesión, nos espeluznan por su coraje. Sin duda pronunciarlas fue necesario, no porque todas ellas contengan la verdad, sino por su potencia renovadora, por el sacudón que significaban, por su incitación a pensar tal como nunca se había pensado antes. Ese fue su gran libro, Simone, su batalla ganada. Si lo pongo en pasado, es porque tal vez la evolución de las costumbres, lograda en buena parte gracias a él, le haya jugado en contra. Es un libro al que ahora le miramos la fecha. Ya en las décadas del sesenta y del setenta muchas feministas lo habían comprendido. Por eso reaccionaron valorizando "lo femenino", que no es ni lo castrado, ni lo sometido a la envidia del pene de la que hablaba Freud. Hoy resulta difícil acompañarla a usted en su idea de que no se nace mujer, de que la sociedad distribuye papeles y a algunos de nosotros nos toca ese. Más seguras de nosotras mismas de cuanto lo estuvieron aquellas verdaderas víctimas consagradas a la maternidad como único destino, que vieron en su libro abrirse una ventana, las que podemos hacerlo hemos integrado un feminismo que lucha por la igualdad de oportunidades, pero que también tiene ovarios.
Su empresa autobiográfica comenzó en 1958 con las memorias ya citadas y continuó con La plenitud de la vida y La fuerza de las cosas, por no mencionar sino esos. Libros en los que me es todavía más difícil seguirla, cincuenta años después. Ilustrar con su propia vida lo que se debe pensar sobre el sexo no es el mejor camino para lograr adeptos definitivos. Su famosa frase sobre la bisexualidad, preferible, en su opinión, a la hetero o a la homosexualidad, caracteriza la soberbia que recorre la totalidad de su obra. Usted era bisexual, de acuerdo. ¿Pero por qué no admitir que las otras dos opciones también existen, y que cada cual elige la que mejor le cae? Bien mirado, la "imitación de Simone", en el sentido en que se dice la "imitación de Cristo", obliga a inclinarse ante una ley bastante menos libre de lo que pareciera.
La estoy sintiendo sonreír desde su altura, Simone. ¿Acaso supone que mis palabras están dictadas por la moralina? Desengáñese: lo que las dicta es, en primer lugar, el respeto por una sexualidad espontánea que no necesita notas aclaratorias al pie de página, y, en segundo, la escasa estima por las experiencias sexuales de tipo voluntarioso. Antes que usted, Colette hizo de su preciosa vida lo que le vino en gana. Lo hizo con gracia y con deseo. Un auténtico deseo, igual al de Marguerite Duras, con su existencia tormentosa que ella vivió como pudo, en carne viva y a los saltos, sin volverla doctrina; o al de Marguerite Yourcenar, gran señora y apacible ama de casa que cohabitó con su amiga en una isla de la costa norteamericana, sin pretender dar lecciones de homosexualidad. Tres mujeres libres así nomás, porque sí, más ejemplares aun puesto que al ser estrellas, no fueron dogmas vivientes. Aquí debo agregar algo que quizás le borre la sonrisa. Toda comparación es odiosa, pero la libertad de estas tres -la sensualidad de Colette, la solidez de Yourcenar y el aliento entrecortado de Duras- ha dado por resultado obras insuperables dentro de la literatura del siglo XX. Quién sabe si no será que a ellas las amo porque escribían maravillosamente, y si en el fondo mi reproche para con usted no consiste en que ni una sola de sus páginas me llena la boca de esa saliva deliciosa que a veces provoca la escritura.
Imposible no aludir a sus cartas, en especial las dirigidas a Sartre, publicadas después de su muerte por su hija adoptiva, Sylvie Le Bon, en las que usted, con una arrogancia típica del peor sexismo, se burla de las amantes compartidas. Equipararse con el hombre supuestamente querido, y ciertamente admirado, subiéndose a su mismo pedestal para observar desde arriba a esas pobres mujercitas a las que ambos despreciaban por su debilidad, creyendo salvarse así de la "condición femenina" (y de paso, impidiendo que Sartre se le fuera de veras con alguna de ellas), ¿es eso ser feminista? En la pluma de un hombre, sus mismas observaciones llenas de detalles humillantes sobre las características íntimas de esas mujeres deshumanizadas y vueltas objeto serían insoportables; escritas por usted, resultan casi patéticas, como si dibujaran por el reverso una verdad escondida que pugna por ser dicha. ¿Pero la verdad de qué? ¿De un dolor? Al final de su carrera, en uno de sus últimos libros de los que, por desgracia, no puedo dar la referencia (quizás la aterradora La ceremonia del adiós) , usted escribió: " J ai été flouée ". He sido engañada o he caído en la trampa. ¿En cuál? ¿En la de Sartre? ¿En la de su propio orgullo? Sea como fuere, Simone, por esa sola confesión usted merece que se le saque el sombrero.
Escrita en 1968, La mujer rota es una novela de tesis sobre la abnegada esposa que sufre y espera, donde por instantes asoman acentos de convincente desesperación. ¿Los imaginó usted o los vivió en carne propia? La pregunta no cabe, sobre todo referida a esa fecha temprana: si alguna vez, ya por aquellos años, usted se hubiera sentido "flouée", no se lo habría dicho ni a su almohada. Su relación con Sartre debía aparecer a ojos de todos como "el más perfecto de los éxitos", y su Pacto le prohibía sufrir. Así pues, quizás para endilgarle los sentimientos bochornosos que en usted misma rechazaba, eligió como protagonista a una de esas mujercitas a las que nadie habría podido confundir con usted.
Basada en un esquema demasiado visible, la historia es más un alegato sobre la estupidez femenina que un relato creíble. La heroína, de cuarenta y cuatro años, no ha hecho otra cosa en su vida que ocuparse de su marido y de sus hijas. No tiene profesión. Las hijas ya se han marchado. El marido tiene una amante y se lo dice. Las amigas le aconsejan aguantar con una sonrisa y ella lo hace. "Ya va a volver", le aseguran, y ella sigue aceptando lo inaceptable y esperando lo imposible. Minuto a minuto, marido y mujer negocian las vacaciones en la montaña, los fines de semana, las horas del día y de la noche que les tocan alternadamente a la esposa y a la amante. Y la esposa va cediendo terreno hasta que ya no le queda nada.
Moraleja: la única, perdón, la Única a la que esas cosas no le pasan es la que se ha librado de la fatalidad ovárica, dirigiendo la batuta de las infidelidades en lugar de sufrirlas. La idea de que la infidelidad no sea inevitable, o de que tampoco lo sea el soportarla, con o sin batuta, a usted ni se le ha pasado por las mientes, Simone, por la sencilla razón de que la infidelidad formaba parte de su medio. Su madre la aguantó hipócritamente con la sonrisa de marras. Usted la instrumentó con un gesto de domadora que tuvo la virtud de la franqueza, pero también un defecto, para mí grave: el de cosificar a sus rivales para evitar que lo fueran. Si me permite una opinión, discutible como todas, hay amores más sanos y soluciones más dignas, que consisten en cortar... por lo sano. Es cierto que esto lo escribo en los albores de 2008, cuando en la mayor parte de los países a los que consideramos avanzados, y que realmente lo son en relación con el tema, un alto porcentaje de divorcios es solicitado por la mujer. ¿Cómo negar que usted, en ese proceso, ha tenido una inmensa intervención, pero también cómo cegarse ante el hecho de que los ejemplos que nos presentaba carecían de ese elemento "antediluviano" al que no he vacilado en llamar dignidad?
Esa mujer rota de solo cuarenta y cuatro años se siente vieja. Es que el tema de la decadencia física y mental a usted la ha obsesionado desde siempre, Simone. Así llegamos a uno de sus libros más terribles, La vejez, escrito dos años después de la citada novela y donde se siente como nunca la ausencia de ese otro elemento al que llamaré cariñoso. La falta de cariño la conduce a subrayar lo repugnante. ¿Una gran escritora, situada tan por encima de nuestras cabezas, cómo habría podido aceptar la chochera de Sartre ni la abyección de la ancianidad? Semejante crudeza vuelve su ensayo agudo y, a la vez, injusto. Su descripción de la decrepitud se limita a ser exacta, lo que, del modo más curioso, empobrece las ideas y hasta les resta veracidad. Esa realidad que usted pensó poseer a partir de una visión sin concesiones, de una crueldad quirúrgica, se niega a ser entendida a fuerza de escalpelo.
A esta altura de los acontecimientos me pregunto si responder al llamado de sus vísceras no bajará los humos (cosa que yo, personalmente, celebro). Aunque ni la maternidad, ni ese placer al que considero espontáneo cual margarita silvestre obedezcan al mínimo dictamen, acaso permitan, entre muchos otros caminos posibles, alcanzar cierto nivel de sabiduría de naturaleza no doctrinaria. Una relación teórica con el cuerpo, como no dudo ni un instante que haya sido la suya, solo le permitió gritar su indignación porque un buen día, su genial compañero cometió la infracción de babearse la corbata (bonita forma de escapársele por la tangente, tan luego a usted), o porque los viejos son feos y se hacen en los pantalones.
¡Ay, Simone! Hay que haberse vuelto un poco más humilde para percibir en el viejo o en el débil la chispa de humanidad. Es claro que a usted no se le puede pedir lo mismo que a su otra tocaya, Simone Weil (no la mujer política, sino la filósofa judía convertida al cristianismo, que murió de hambre durante la guerra por compartir las privaciones de los obreros). En la Facultad de Filosofía donde Weil también cursaba sus estudios, la futura autora de La gravedad y la gracia apenas si le concedió una mirada sobradora en la que usted leyó, sin saberlo, la misma palabra de Fidel, varios años después: "burguesa". No, Simone, usted nunca fue mística ni tuvo por qué serlo; pero sospecho que si jamás se ha experimentado en la propia osamenta una pizca siquiera de lo que sufren los otros, debe costar ponerse en su lugar, sobre todo cuando incurren en la intolerable flojera de ponerse achacosos. Aunque, seamos justos: dado que usted ya no era joven cuando escribió ese libro, debemos concluir que su dureza para con los demás fue la misma que empleó para con usted misma, porque la rigidez de sus principios no la dejó ser tierna ni con Simone de Beauvoir.
En el discurso que pronunció el día de su entierro, tan multitudinario como el de Sartre, Elisabeth Badinter, que más tarde sería ministra de Justicia, exclamó: "Mujeres, ustedes se lo deben todo a Simone de Beauvoir!". Estas palabras leídas hace poco me han dejado pensando. ¿Serán ciertas o no? Y de pronto me doy cuenta de una cosa: el exceso de furia que me ha atacado contra muchas de sus actitudes tiene que ver con un sentimiento de familia. No de la suya, la sexual, sino de la ideológica en su sentido más vasto. Es por sentirla próxima y no ajena que reacciono con rabia. Una rabia similar a la que se siente por una tía gruñona y cascarrabias a la que tuvimos muy cerca, demasiado, tanto que nuestra máxima ambición ha consistido en desembarazarnos de ella. Ahora que ya está; ahora que hemos escuchado a los budistas cuando aconsejan "matar al Buda"; ahora que, en una palabra, nos la hemos sacudido de encima, supongamos que usted regresara a la vida y que tuviera acceso a las estadísticas actuales sobre la violencia familiar, sobre las mujeres golpeadas y masacradas en el mundo entero, y no solo en las sociedades tradicionales sino en las avanzadas, en España, en Francia, en Inglaterra. Supongamos asimismo que su renacimiento hubiera tenido lugar el mismo día en que termino de escribir estas líneas, 27 de diciembre de 2007, cuando un barbudo fundamentalista asesinó a Benazir Bhutto.
A lo mejor la comprobación de nuestro retroceso la haría morir de nuevo. Pero si se aguantara la amargura de comprobar hasta qué punto su prédica ha obtenido resultados contradictorios, inimaginables durante los tumultuosos encuentros feministas en la Mutualité de París, que en este preciso instante miro desde mi ventana, ¿de qué lado estaría usted, sino del nuestro, el de las mujeres que, parafraseando sus cartas, "proseguimos nuestro camino", a menudo aplastadas por una feroz rivalidad masculina que justamente se crispa y se exacerba porque dicho camino va para arriba? Chère Simone, esta carta plagada de improperios no tiene otra intención que la de darle las gracias. Por todo: por sus aciertos, por sus errores, por el empujón que nos dio, y que ojalá pudiera darnos todavía con más fuerza que nunca, que buena falta nos hace.
Sincèrement, Alicia.
Por Alicia Dujovne Ortiz
8 comments:
Ciertamente contribuyó a lo que somos ahora, nadie es perfecto mas no podemos negar todo lo que le debemos.
abrazos
Gracias por tu comentario, Alba. Esta carta es bastante larga, iba a dejarla sin comentarios para no cansar a quien no tuviera interés de leerla y quien si lo tuviera pues pudiera leerla. Sin embargo, considero que es mejor dejar la opción abierta para quien desee comentar. Así que gracias por leer esta larga carta que me parece muy interesante, al menos dice muchas cosas sobre S de B que pienso yo.
Que tengas buen fin de semana.
Resulta curioso constatar cómo, pese a todo, S de B fue una mujer de su tiempo.
Quiero decir, que tal vez fuera necesario ese rechazo visceral de "lo femenino" entendido por el hombre de la época, la conquista por ella de esa posición del hombre a la que nunca había tenido derecho legítimo ninguna mujer, para que nuestro tiempo pudiera relativizar (desde la comodidad de nuestra posición actual) su severidad extrema.
En cuaquier caso, coincido con la autora de la carta en que le faltó mostrarse algo más humana, ser capaz de cierta compasión para consigo misma y las mujeres en general. Me queda la sensación de que, en el fondo, se repudiaba a sí misma...
Muy buena la carta, pero ojalá hubiera habido 1000 como ella,tan presentes en su tiempo.
Su constante insensibilidad e intransigencia es pura defensa. Ella sabría el porqué.
De todas maneras pienso que ser intransigente solo se debería ser con una misma.
Un saludo
También lo pienso así, Mega. Esa descripción tan objetiva y descarnada de la enfermedad de su madre no me gusta, ni como es capaz de expresarse de la vejez de JPS, y muchas cosas más. Por eso siempre insisto: me quedo con su obra.
Mamen, no estoy segura si su "constante insensibilidad e intransigencia es pura defensa", pero sí, tal vez ella sabía por qué.
Yo creo que Alba lo ha resumido muy bien. Creo que le debemos muchas cosas. Y afortunadamente nadie es perfecto. ¿A ver qué haría yo con la de imperfecciones que tengo en un mundo de perfectos?
Besos
Comentaba arriba, a un chico que hizo un comentario, que la obra de S de B fue, y es, sumamente importante. Sus logros y trascendencias siempre estarán ahi, para todos. Su vida, como todas las vidas, la vivió como quiso o como pudo o las dos cosas. Podemos leer y comentar sobre ella, suponer, pero la realidad se quedó con ella.
Un abrazo, Marta.
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