Valle-Inclán y los paraísos
Jorge García-Robles
El desdén del siglo de oro a la embriaguez cannábica
Desde sus orígenes grecorromanos, Occidente utilizó la planta del cáñamo como materia prima industrial, en menor medida como fármaco y sólo a partir del siglo XIX como sustancia embriagante. Esto no porque ignorara sus propiedades alucinógenas, sino justamente por saber de ellas. Los dos linderos entre los que ha transcurrido la práctica de la embriaguez occidental son el consumo de drogas sedantes (alcohol, opio, tabaco, tranquilizantes químicos) y el de estimulantes (cafeína, cocaína, anfetaminas), de posterior consumo; todas ellas drogas no alucinógenas, compatibles con una visión cada vez menos religiosa y más antropomórfica del mundo. Los efectos psicoactivos del cáñamo –y de cualquier otro alucinógeno– parecían no tener mucha cabida en los casilleros de la simbología de la embriaguez occidental.
Los europeos de los siglos XVI y XVII utilizaban la fibra del tallo de la cannabis sativa para fabricar cuerdas (seguido para ahorcar condenados), cordeles, lonas, lonetas, velas de barcos, papel, textiles, etcétera, y no sus hojas para degustar sus efectos recreativos, que por lo demás en la variedad destinada para usos industriales no eran muy fuertes.
La hiperlúdica y meta etílica novela Gargantúa y Pantagruel, de Rabelais, es un claro ejemplo de cómo por entonces el cáñamo era concebido casi exclusivamente por sus empleos fabriles y médicos. En los últimos tres capítulos del libro segundo, el autor expone con minuciosidad la morfología y usos de la planta, sin jamás mencionar su psicoactividad. En una de las obras más intemperantes de todos los tiempos tal omisión es reveladora.
Lo mismo sucede con las obras de los principales literatos del Siglo de Oro español, quienes en ningún momento señalan el sesgo embriagante de la planta.
Antes de citar a estos autores, vale la pena acotar que la primera obra de la literatura española que habla del cáñamo como droga es el Arte cisoria (arte de cortar del cuchillo, meticuloso tratado gastronómico) escrito en 1423 por Enrique de Villena. En ella se menciona fugazmente la alhaxixa (hashish), es decir, la miel “de la foja del cáñamo”. También resulta interesante recordar que en el acto i de La Celestina (1499), en tórrido diálogo con Calisto, Pármeno menciona la “yerva paxarera” como uno de los menjurjes que utiliza la alcahueta y algo hechicera Celestina para aceitar las caras de la gente. La identidad de esta yerba con el cáñamo es evidente en tanto que sus semillas eran (y aún son) utilizadas como alimento para los pájaros de ornato.
Para reafirmar la simbología que del cáñamo se tenía en esta época, citemos brevísimamente a algunos autores clásicos del Siglo de Oro español. Quevedo en su poema moral “Exclama contra el hinchado rico y glotón” , escribe: “¡Cuánto engaño de cáñamo anudado/ Tiene el golfo, inquiriendo su elemento/ Al pasto delicioso del pecado!”
Por su parte, en su inconclusa y orfébrica Soledades dos, Góngora refiere repetidas veces la palabra cáñamo como sinónimo de red de pescadores. He aquí unas muestras: “mallas visten de cáñamo el lenguado...” Y más adelante: “A los corteses juncos/ –Porque el viento/ Nudos les halle un día,/ Bien que ajenos–/ El cáñamo remiten/ Anudado,/ Y de Vertumnio al término/ labrado.” Y después: “El duro remo, el cáñamo prolijo.”
También en el Polifemo y Galatea: “Cera y cáñamo unió –que no debiera–/ Cient (sic) cañas cuyo bárbaro ruido,/ de más ecos que unió cáñamo y cera/ albogues, duramente es repetido.” Cito por último a Cervantes que en el Persiles anota: “Descolgó en esto una gruesa cuerda de cáñamo y, de allí a poco espació, él y otros cuatro bárbaros tiraron hacia arriba.”
Cáñamo como redil de pescadores, soga, jarcería, enser cotidiano de la época, voz poetizable, pero no consumible como enervante, aún cuando los citados autores y otros conocían de sus efectos embelesadores. Sería difícil, casi imposible, hallar en la novela picaresca, la poesía erótica o el teatro de entonces, ya no digamos una historia, sino una simple mención del cáñamo como sustancia psicoactiva. Como droga, la planta tendría que esperar hasta mediados del siglo XIX y sobre todo a mediados del xx para que –a pesar de su condición ilegal–, en amplias franjas sociales sufriera una resimbolización significativa que propagara su consumo.
Ramón del Valle Inclán, discreto adorador de la cannabis
Dos siglos después de la indiferencia asestada al cáñamo como droga por los picos más altos de la literatura española, los poetas europeos (franceses) comienzan a redescubrir la veta lúdica y embriagante de la planta. Fumar hashish y versificarlo es, a finales del XIX, un acto simbolista consecuente, casi necesario. Por su parte, el modernismo hispanoamericano, influenciado directamente por la poesía francesa postromántica, no dejó de inhalar estos aires exóticos y novedosos. Martí, por ejemplo, escribió un largo poema sobre el hashish y Darío dos cuentos.
El maridaje entre Ramón del Valle-Inclán y la cannabis índica hay que rastrearlo en los entresijos de la enredadera barroca y esperpéntica que trenza su obra con su biografía. A veces confeso, a veces velado, el lazo que une al escritor gallego con la droga canábica se oculta detrás de una suerte de cortina brumosa que hay que descorrer para adivinar, si ello es posible, los hechos tal y como sucedieron.
Y es que la vida y la obra de Valle-Inclán se asemejan ellas mismas a una sustancia alucinante que obnubila y deshace los cimientos de la realidad, creando una residencia propia donde las verdades prefieren ataviarse de mentiras y las mentiras disfrazarse de verdades.
Con todo, otros dos Ramones que conocieron a Valle-Inclán y que escribieron extensos textos sobre él nos pueden arrojar pistas. Uno, el antitranspirante Ramón Gómez de la Serna ; otro, el desbocado Ramón Sender. Puro Ramón. Ambos se precian de haberlo conocido bien, incluso íntimamente, sobre todo el joven Sender, y aunque ninguno niega el hábito canábico del maestro, por presunto respeto los dos lo refieren muy de soslayo, de puntitas, fingiendo no darle importancia al asunto.
El obsesivo coleccionista de ocurrencias y dicharadas, De la Serna, escribe: “Presumía de faquir no sólo porque apenas comía, sino porque fumaba haschis [lo escribían y pronunciaban como si estornudasen] y porque tomaba las cosas ardiendo sin inmutarse”; y el nervioso Sender acota un hecho que sucedió entre 1925 y 1930: “Acostado en una enorme cama Valle-Inclán fumaba su pipa de kif [hashish], resabio de los buenos tiempos modernistas. Hablábamos de cosas que no interesan a nadie en la vida ordinaria pero que por eso mismo le apasionaban a él.” Sender no dice nada más sobre el asunto; de la Serna añade: “Barba de faquir sobre todo, ya que él, que confesaba que su alma era la de un antiguo faquir que podía milagrear y resistir todos los dolores, cuando fumaba en su larga pipa de kif se le veía lo natural que era del Oriente.” En otro momento dice mal que Valle-Inclán dejó de consumir cáñamo índico después de dictar conferencias sobre las desventuras que llevaron a la muerte a ciertos escritores (en realidad, sólo dio una sobre el tema en 1910, en Buenos Aires); lo que Sender desdice en su acotación antes citada.
El caso es que hay pruebas de que Valle consumió cannabis (como kif, hashish o marihuana) por lo menos desde su veintena, probándola acaso por primera vez durante su estancia en México en 1892. No sabemos con qué frecuencia la fumaba y a veces bebía en forma de tintura, aquí más por mandato médico que por embriaguez, pero sí es seguro que el autor de Tirano Banderas (dictadorzuelo latinoamericano que tenía la costumbre no de fumar marihuana sino “de rumiar la coca, por donde en las comisuras de los labios tenía siempre una salivilla de verde veneno”) no dejó de consumirla hasta su muerte.
¿Por qué la consumía? En épocas místicas, para inquirir o simular un trance al infinito, para apresar la añorada atemporalidad de los creyentes; en períodos de arduo esteticismo, para hacer análogas la experiencia literaria y la embriagante, y en todas las épocas, como sin querer lo sugieren Sender y De la Serna, simple y llanamente para saltársela bien, relajarse, retozar y cumplir con una función biológica esencial del Homo sapiens sapiens: evadirse, sin más, de las inconveniencias del mundo que nos rodea.
Invitado por Álvaro Obregón a los festejos del centenario de la independencia nacional, Valle Inclán efectuó un segundo viaje a México en 1921. Además de dictar conferencias sobre su obra en la Escuela Nacional Preparatoria –en ocasiones con la sala semivacía–, siempre presididas por el sempiterno defensor de la vid José Vasconcelos, se sabe que, montado en un tren que Obregón puso a su disposición, se dirigió a Guadalajara donde visitó al poeta colombiano y declarado usuario de marihuana, Porfirio Barba Jacob, por entonces director de la Biblioteca Pública de Guadalajara, con quien rindió culto a la dama de la ardiente cabellera, como se le decía en esos años en México a la motivosa o marihuana. Por lo demás, cuenta el biógrafo de Barba Jacob, F. Vallejo, que: “Al salir de México hacia España, Valle-Inclán llevaba una silla de obispo con el respaldar y el asiento rellenos de marihuana.” Es muy probable que don Ramón se ocupara de esconder bien la yerba para sacarla oculta del país debido a que un año antes Obregón había prohibido su venta legal, y para no develar públicamente sus hábitos de costumbre. Valle era aspaventoso pero discreto.
Ahora bien, donde Valle-Inclán habla específicamente del cáñamo índico es en su poema sui géneris “La pipa de kif”, escrito en 1919. Formado por dieciocho claves líricas, impresas en sesenta páginas, el poema se refiere muy poco al kif (como se le decía a la cannabis indica en Marruecos y en gran medida en Francia). Si bien su arranque y estructura rimada denotan resabios modernistas que Valle emplea en obras anteriores, el poema pretende comulgar con un vanguardismo literario muy en boga por esos años en Europa, zurciendo un poema postmodernista donde la solemnidad centrífuga, evocativa y huidiza, típica de los seguidores de Darío, es remplazada por la ironía, el malabar gratuito y el gesto provocativo de una poesía carnavalesca que desea más jugar que afirmar: “Yo anuncio la era argentina/ de socialismo y cocaína”, escribe un Valle-Inclán que se suelta el chongo y expele un lúdico aguacero de vocablos, frases, imágenes e ideas más o menos incoherentes, muy probablemente –supongo e intuyo– bajo los efectos del kif: “Cáñamos verdes son de alumbrados/ Monjas que vuelan y excomulgados”, continúa desatado e incorregible el gallego de barbas de chivo.
“La pipa de kif” no es una invitación abierta a consumir cannabis, tampoco una apología de sus efectos reveladores, ni siquiera una crónica íntima del viaje personal de don Ramón a los odoríferos recintos del cáñamo. De hecho, las referencias al kif sólo aparecen en dos o tres claves líricas y su lógica no difiere de la totalidad del texto, es decir, de la lógica del sinsentido, de la gratuidad. No obstante, el poema en su totalidad huele a cáñamo y parece estar envuelto en grandes y arremolinadas volutas de humo azul kifqueano. Por algún motivo, Valle-Inclán lo nombró como lo nombró y por alguna razón lo escribió con su cabeza de avezado consumidor no compulsivo de marihuana.
En suma, podemos decir que el amasiato (porque eso era y no un matrimonio convencional) entre don Ramón y el cáñamo fue dichoso. No hay datos de lo contrario. Y fiel: a lo largo de su vida, Valle mudó repetidamente de paradigmas éticos, estéticos y políticos, se desilusionó de ideales, creencias, principios y sufrió divorcios, separaciones y desencantos. Lo que nunca mutó fue la lealtad que le consagró a la cómplice de toda su vida, además de la literatura: la dama de la ardiente cabellera.
Jorge García-Robles
El desdén del siglo de oro a la embriaguez cannábica
Desde sus orígenes grecorromanos, Occidente utilizó la planta del cáñamo como materia prima industrial, en menor medida como fármaco y sólo a partir del siglo XIX como sustancia embriagante. Esto no porque ignorara sus propiedades alucinógenas, sino justamente por saber de ellas. Los dos linderos entre los que ha transcurrido la práctica de la embriaguez occidental son el consumo de drogas sedantes (alcohol, opio, tabaco, tranquilizantes químicos) y el de estimulantes (cafeína, cocaína, anfetaminas), de posterior consumo; todas ellas drogas no alucinógenas, compatibles con una visión cada vez menos religiosa y más antropomórfica del mundo. Los efectos psicoactivos del cáñamo –y de cualquier otro alucinógeno– parecían no tener mucha cabida en los casilleros de la simbología de la embriaguez occidental.
Los europeos de los siglos XVI y XVII utilizaban la fibra del tallo de la cannabis sativa para fabricar cuerdas (seguido para ahorcar condenados), cordeles, lonas, lonetas, velas de barcos, papel, textiles, etcétera, y no sus hojas para degustar sus efectos recreativos, que por lo demás en la variedad destinada para usos industriales no eran muy fuertes.
La hiperlúdica y meta etílica novela Gargantúa y Pantagruel, de Rabelais, es un claro ejemplo de cómo por entonces el cáñamo era concebido casi exclusivamente por sus empleos fabriles y médicos. En los últimos tres capítulos del libro segundo, el autor expone con minuciosidad la morfología y usos de la planta, sin jamás mencionar su psicoactividad. En una de las obras más intemperantes de todos los tiempos tal omisión es reveladora.
Lo mismo sucede con las obras de los principales literatos del Siglo de Oro español, quienes en ningún momento señalan el sesgo embriagante de la planta.
Antes de citar a estos autores, vale la pena acotar que la primera obra de la literatura española que habla del cáñamo como droga es el Arte cisoria (arte de cortar del cuchillo, meticuloso tratado gastronómico) escrito en 1423 por Enrique de Villena. En ella se menciona fugazmente la alhaxixa (hashish), es decir, la miel “de la foja del cáñamo”. También resulta interesante recordar que en el acto i de La Celestina (1499), en tórrido diálogo con Calisto, Pármeno menciona la “yerva paxarera” como uno de los menjurjes que utiliza la alcahueta y algo hechicera Celestina para aceitar las caras de la gente. La identidad de esta yerba con el cáñamo es evidente en tanto que sus semillas eran (y aún son) utilizadas como alimento para los pájaros de ornato.
Para reafirmar la simbología que del cáñamo se tenía en esta época, citemos brevísimamente a algunos autores clásicos del Siglo de Oro español. Quevedo en su poema moral “Exclama contra el hinchado rico y glotón” , escribe: “¡Cuánto engaño de cáñamo anudado/ Tiene el golfo, inquiriendo su elemento/ Al pasto delicioso del pecado!”
Por su parte, en su inconclusa y orfébrica Soledades dos, Góngora refiere repetidas veces la palabra cáñamo como sinónimo de red de pescadores. He aquí unas muestras: “mallas visten de cáñamo el lenguado...” Y más adelante: “A los corteses juncos/ –Porque el viento/ Nudos les halle un día,/ Bien que ajenos–/ El cáñamo remiten/ Anudado,/ Y de Vertumnio al término/ labrado.” Y después: “El duro remo, el cáñamo prolijo.”
También en el Polifemo y Galatea: “Cera y cáñamo unió –que no debiera–/ Cient (sic) cañas cuyo bárbaro ruido,/ de más ecos que unió cáñamo y cera/ albogues, duramente es repetido.” Cito por último a Cervantes que en el Persiles anota: “Descolgó en esto una gruesa cuerda de cáñamo y, de allí a poco espació, él y otros cuatro bárbaros tiraron hacia arriba.”
Cáñamo como redil de pescadores, soga, jarcería, enser cotidiano de la época, voz poetizable, pero no consumible como enervante, aún cuando los citados autores y otros conocían de sus efectos embelesadores. Sería difícil, casi imposible, hallar en la novela picaresca, la poesía erótica o el teatro de entonces, ya no digamos una historia, sino una simple mención del cáñamo como sustancia psicoactiva. Como droga, la planta tendría que esperar hasta mediados del siglo XIX y sobre todo a mediados del xx para que –a pesar de su condición ilegal–, en amplias franjas sociales sufriera una resimbolización significativa que propagara su consumo.
Ramón del Valle Inclán, discreto adorador de la cannabis
Dos siglos después de la indiferencia asestada al cáñamo como droga por los picos más altos de la literatura española, los poetas europeos (franceses) comienzan a redescubrir la veta lúdica y embriagante de la planta. Fumar hashish y versificarlo es, a finales del XIX, un acto simbolista consecuente, casi necesario. Por su parte, el modernismo hispanoamericano, influenciado directamente por la poesía francesa postromántica, no dejó de inhalar estos aires exóticos y novedosos. Martí, por ejemplo, escribió un largo poema sobre el hashish y Darío dos cuentos.
El maridaje entre Ramón del Valle-Inclán y la cannabis índica hay que rastrearlo en los entresijos de la enredadera barroca y esperpéntica que trenza su obra con su biografía. A veces confeso, a veces velado, el lazo que une al escritor gallego con la droga canábica se oculta detrás de una suerte de cortina brumosa que hay que descorrer para adivinar, si ello es posible, los hechos tal y como sucedieron.
Y es que la vida y la obra de Valle-Inclán se asemejan ellas mismas a una sustancia alucinante que obnubila y deshace los cimientos de la realidad, creando una residencia propia donde las verdades prefieren ataviarse de mentiras y las mentiras disfrazarse de verdades.
Con todo, otros dos Ramones que conocieron a Valle-Inclán y que escribieron extensos textos sobre él nos pueden arrojar pistas. Uno, el antitranspirante Ramón Gómez de la Serna ; otro, el desbocado Ramón Sender. Puro Ramón. Ambos se precian de haberlo conocido bien, incluso íntimamente, sobre todo el joven Sender, y aunque ninguno niega el hábito canábico del maestro, por presunto respeto los dos lo refieren muy de soslayo, de puntitas, fingiendo no darle importancia al asunto.
El obsesivo coleccionista de ocurrencias y dicharadas, De la Serna, escribe: “Presumía de faquir no sólo porque apenas comía, sino porque fumaba haschis [lo escribían y pronunciaban como si estornudasen] y porque tomaba las cosas ardiendo sin inmutarse”; y el nervioso Sender acota un hecho que sucedió entre 1925 y 1930: “Acostado en una enorme cama Valle-Inclán fumaba su pipa de kif [hashish], resabio de los buenos tiempos modernistas. Hablábamos de cosas que no interesan a nadie en la vida ordinaria pero que por eso mismo le apasionaban a él.” Sender no dice nada más sobre el asunto; de la Serna añade: “Barba de faquir sobre todo, ya que él, que confesaba que su alma era la de un antiguo faquir que podía milagrear y resistir todos los dolores, cuando fumaba en su larga pipa de kif se le veía lo natural que era del Oriente.” En otro momento dice mal que Valle-Inclán dejó de consumir cáñamo índico después de dictar conferencias sobre las desventuras que llevaron a la muerte a ciertos escritores (en realidad, sólo dio una sobre el tema en 1910, en Buenos Aires); lo que Sender desdice en su acotación antes citada.
El caso es que hay pruebas de que Valle consumió cannabis (como kif, hashish o marihuana) por lo menos desde su veintena, probándola acaso por primera vez durante su estancia en México en 1892. No sabemos con qué frecuencia la fumaba y a veces bebía en forma de tintura, aquí más por mandato médico que por embriaguez, pero sí es seguro que el autor de Tirano Banderas (dictadorzuelo latinoamericano que tenía la costumbre no de fumar marihuana sino “de rumiar la coca, por donde en las comisuras de los labios tenía siempre una salivilla de verde veneno”) no dejó de consumirla hasta su muerte.
¿Por qué la consumía? En épocas místicas, para inquirir o simular un trance al infinito, para apresar la añorada atemporalidad de los creyentes; en períodos de arduo esteticismo, para hacer análogas la experiencia literaria y la embriagante, y en todas las épocas, como sin querer lo sugieren Sender y De la Serna, simple y llanamente para saltársela bien, relajarse, retozar y cumplir con una función biológica esencial del Homo sapiens sapiens: evadirse, sin más, de las inconveniencias del mundo que nos rodea.
Invitado por Álvaro Obregón a los festejos del centenario de la independencia nacional, Valle Inclán efectuó un segundo viaje a México en 1921. Además de dictar conferencias sobre su obra en la Escuela Nacional Preparatoria –en ocasiones con la sala semivacía–, siempre presididas por el sempiterno defensor de la vid José Vasconcelos, se sabe que, montado en un tren que Obregón puso a su disposición, se dirigió a Guadalajara donde visitó al poeta colombiano y declarado usuario de marihuana, Porfirio Barba Jacob, por entonces director de la Biblioteca Pública de Guadalajara, con quien rindió culto a la dama de la ardiente cabellera, como se le decía en esos años en México a la motivosa o marihuana. Por lo demás, cuenta el biógrafo de Barba Jacob, F. Vallejo, que: “Al salir de México hacia España, Valle-Inclán llevaba una silla de obispo con el respaldar y el asiento rellenos de marihuana.” Es muy probable que don Ramón se ocupara de esconder bien la yerba para sacarla oculta del país debido a que un año antes Obregón había prohibido su venta legal, y para no develar públicamente sus hábitos de costumbre. Valle era aspaventoso pero discreto.
Ahora bien, donde Valle-Inclán habla específicamente del cáñamo índico es en su poema sui géneris “La pipa de kif”, escrito en 1919. Formado por dieciocho claves líricas, impresas en sesenta páginas, el poema se refiere muy poco al kif (como se le decía a la cannabis indica en Marruecos y en gran medida en Francia). Si bien su arranque y estructura rimada denotan resabios modernistas que Valle emplea en obras anteriores, el poema pretende comulgar con un vanguardismo literario muy en boga por esos años en Europa, zurciendo un poema postmodernista donde la solemnidad centrífuga, evocativa y huidiza, típica de los seguidores de Darío, es remplazada por la ironía, el malabar gratuito y el gesto provocativo de una poesía carnavalesca que desea más jugar que afirmar: “Yo anuncio la era argentina/ de socialismo y cocaína”, escribe un Valle-Inclán que se suelta el chongo y expele un lúdico aguacero de vocablos, frases, imágenes e ideas más o menos incoherentes, muy probablemente –supongo e intuyo– bajo los efectos del kif: “Cáñamos verdes son de alumbrados/ Monjas que vuelan y excomulgados”, continúa desatado e incorregible el gallego de barbas de chivo.
“La pipa de kif” no es una invitación abierta a consumir cannabis, tampoco una apología de sus efectos reveladores, ni siquiera una crónica íntima del viaje personal de don Ramón a los odoríferos recintos del cáñamo. De hecho, las referencias al kif sólo aparecen en dos o tres claves líricas y su lógica no difiere de la totalidad del texto, es decir, de la lógica del sinsentido, de la gratuidad. No obstante, el poema en su totalidad huele a cáñamo y parece estar envuelto en grandes y arremolinadas volutas de humo azul kifqueano. Por algún motivo, Valle-Inclán lo nombró como lo nombró y por alguna razón lo escribió con su cabeza de avezado consumidor no compulsivo de marihuana.
En suma, podemos decir que el amasiato (porque eso era y no un matrimonio convencional) entre don Ramón y el cáñamo fue dichoso. No hay datos de lo contrario. Y fiel: a lo largo de su vida, Valle mudó repetidamente de paradigmas éticos, estéticos y políticos, se desilusionó de ideales, creencias, principios y sufrió divorcios, separaciones y desencantos. Lo que nunca mutó fue la lealtad que le consagró a la cómplice de toda su vida, además de la literatura: la dama de la ardiente cabellera.
¡Verdes venenos! ¡Yerbas letales
De paraísos artificiales!
A todos vence la marihuana
Que da la ciencia del Ramayana
¡Oh marihuana, verde neumónica,
Cannabis índica et babilónica!
Abres el sésamo de la alegría,
Cáñamo verde, kif de Turquía
Yerba del viejo de la Montaña,
El Santo Oficio te halló en España.
Yerba que inicias a los fakires,
Llenas de goces y Dies Ires.
“La pipa de kif”, fragmento.
Suplemento La jornada semanal
6.07.08.
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