Ethel. Está delante de la entrada del parque. Es de tarde. La luz es dulce, color perla. Tal vez una tempestad retumba sobre el Sena. Aprieta muy fuerte la mano del señor Soliman. Tiene apenas diez años, todavía es chica, su cabeza apenas llega a la cadera de su tío abuelo. Frente a ellos hay como una ciudad construida en medio del bosque de Vincennes, se ven torres, alminares y cúpulas. En los bulevares de alrededor se apretuja la multitud. De pronto estalla el chaparrón que amenazaba y la lluvia cálida hace subir un vapor por encima de la ciudad. Instantáneamente se abren cientos de paraguas negros. El viejo señor ha olvidado el suyo. Duda, mientras empiezan a caer las gruesas gotas. Pero Ethel lo tira de la mano y juntos corren por el bulevar hacia la cornisa de la puerta de entrada, frente a los fiacres y los autos. Ella lo tira de la mano izquierda y con la derecha él mantiene en equilibrio el sombrero negro sobre el cráneo puntiagudo. Cuando corre, sus patillas grises se abren rítmicamente, lo que hace reír a Ethel, y al verla reír el también ríe, tanto que se paran debajo de un castaño para protegerse.
Es un lugar maravilloso. Ethel nunca vio ni soñó con algo así. Pasada la entrada por la puerta Picpus, costearon el edificio del museo, frente al que se apretujaba la multitud. El señor Soliman no está interesado. "Siempre podrás ver museos", dijo. El señor Soliman está pensando en algo. Por eso quiso ir con Ethel. Ella trató de saber y desde hacía días le planteaba preguntas. Es muy astuta, es lo que le dice su tío abuelo. Sabe conseguir lo que quiere. "Si es una sorpresa y te la digo, ¿dónde está la sorpresa? Ethel vuelve a la carga. "Al menos puedes dejarme adivinar." Él está sentado en su sillón, después de cenar y fuma su cigarro. Ethel sopla el humo del cigarro. "¿Se come? ¿Se bebe? ¿Es un lindo vestido?" Pero el señor Soliman sigue firme. Fuma su cigarro y bebe su coñac como todas las noches. "Lo sabrás mañana".
Después de esto, Ethel no puede dormir. Toda la noche da vueltas en su pequeña cama de metal que chirría mucho. Recién se duerme al alba y le resultaba difícil despertarse a las diez, cuando su madre viene a buscarla para almorzar en casa de las tías. El señor Soliman todavía no está. Sin embargo, el bulevar Montparnasse no queda lejos de la calle Contentin. Un cuarto de hora caminando, y el señor Soliman es un buen caminante. Camina bien derecho, con el sombrero negro encajado en el cráneo, con el bastón con punta de plata que no toca el suelo. A pesar del bullicio de la calle, Ethel dice que lo escucha llegar desde lejos, con el sonido rítmico del hierro de los tacos de sus botas en la vereda. Dice que hace el ruido de un caballo. Le gusta comparar al señor Soliman con un caballo y a él esto no le desagrada, y cada tanto, a pesar de sus ochenta años, la sube a sus hombros para ir a pasear al parque y, como es muy grande, ella puede tocar las ramas bajas de los árboles.
Continúa: La casa malva, de J. M. G. Le Clézio.
Es un lugar maravilloso. Ethel nunca vio ni soñó con algo así. Pasada la entrada por la puerta Picpus, costearon el edificio del museo, frente al que se apretujaba la multitud. El señor Soliman no está interesado. "Siempre podrás ver museos", dijo. El señor Soliman está pensando en algo. Por eso quiso ir con Ethel. Ella trató de saber y desde hacía días le planteaba preguntas. Es muy astuta, es lo que le dice su tío abuelo. Sabe conseguir lo que quiere. "Si es una sorpresa y te la digo, ¿dónde está la sorpresa? Ethel vuelve a la carga. "Al menos puedes dejarme adivinar." Él está sentado en su sillón, después de cenar y fuma su cigarro. Ethel sopla el humo del cigarro. "¿Se come? ¿Se bebe? ¿Es un lindo vestido?" Pero el señor Soliman sigue firme. Fuma su cigarro y bebe su coñac como todas las noches. "Lo sabrás mañana".
Después de esto, Ethel no puede dormir. Toda la noche da vueltas en su pequeña cama de metal que chirría mucho. Recién se duerme al alba y le resultaba difícil despertarse a las diez, cuando su madre viene a buscarla para almorzar en casa de las tías. El señor Soliman todavía no está. Sin embargo, el bulevar Montparnasse no queda lejos de la calle Contentin. Un cuarto de hora caminando, y el señor Soliman es un buen caminante. Camina bien derecho, con el sombrero negro encajado en el cráneo, con el bastón con punta de plata que no toca el suelo. A pesar del bullicio de la calle, Ethel dice que lo escucha llegar desde lejos, con el sonido rítmico del hierro de los tacos de sus botas en la vereda. Dice que hace el ruido de un caballo. Le gusta comparar al señor Soliman con un caballo y a él esto no le desagrada, y cada tanto, a pesar de sus ochenta años, la sube a sus hombros para ir a pasear al parque y, como es muy grande, ella puede tocar las ramas bajas de los árboles.
Continúa: La casa malva, de J. M. G. Le Clézio.