Hasta ahora, ninguna biografía del autor de Pedro Páramo puede considerarse completa, entre otras cosas, por el poco acceso a sus archivos personales; un reciente trabajo sobre la vida del escritor jalisciense motiva esta reflexión.
Confieso que me siento levemente culpable del ambicioso Un tiempo suspendido de Roberto García Bonilla. Pero la mía es, si la hay, una culpa ufana porque la ambición resultó ser un valeroso aliciente. Durante años, con intermitencias debidas a las apariciones y desapariciones del autor, guié y a veces enderecé la tesis que está al origen de esta voluminosa cronología. La vi crecer, primero anárquicamente, como una hiedra salvaje y prolija, y me limité a ayudar a Roberto García Bonilla a domeñar el verdor que poco a poco iba cubriendo los muros de la vida y la obra de Juan Rulfo.
Quizá porque su temple es algo similar al de su futuro biografiado, Roberto García Bonilla tiene una bestia negra metida entre ceja y ceja, tal un tábano que no cesa de azuzarlo y le priva de una vida sosegada. No es difícil oír el zumbido de este lioso tábano a lo largo de la introducción a Un tiempo suspendido. El tábano se llama la Fundación Juan Rulfo y encarna más precisamente en el zángano Víctor Jiménez. La vigilancia que pretenden asumir los descendientes “autorizados” (¡como si no fuéramos los lectores de Rulfo su más legítima descendencia!), Roberto García Bonilla la visualiza como una frontera aleatoria, cuando no caprichosa, entre la crítica y la censura. A los ojos de esta Fundación, todos los críticos y estudiosos de Juan Rulfo son, de entrada, unos sujetos dignos de sospecha y los amigos de los sospechosos heredan la marca del maligno sin jamás conocer el crimen que se les imputa. Todo ello redunda en un acceso discrecional y poco generoso a los archivos del escritor, en una campaña de descrédito y hasta a veces de insultos hacia quienes se atreven a redactar su fascinación heterodoxa por la obra de Juan Rulfo.
“Uno de los obstáculos al abordar textualmente la vida de Juan Rulfo —apunta Roberto García Bonilla— ha sido la imposibilidad de acceder a sus documentos personales; alcanzarlos —ahora— es mucho más difícil que haber logrado una entrevista con él”. Ya conocía a algunas víctimas de semejante trato por parte de la Fundación Juan Rulfo, pero ignoraba el caso que Roberto García Bonilla consigna a pie de página. En agosto de 2006, recuerda, la Casa de las Humanidades de la UNAM osó organizar por iniciativa propia un ciclo de conferencias sobre Juan Rulfo. Víctor Jiménez declaró en entrevista acerca de los ponentes Juan Antonio Ascencio, Leonardo Martínez Carrizales y Sergio López Mena: “Sé quiénes son esos tres fulanos y ponga —le insta a la reportera— que yo dije que los tres me parecen unos pobres diablos, el problema no es que tengan una opinión diferente sino que son tontos y deshonestos”.
Frente a semejante trato que tiende a generalizarse hacia los críticos que no comulgan con la Fundación Juan Rulfo, si se me permite el eufemismo, Roberto García Bonilla plantea: “Me he preguntado si la reacción ante el comportamiento de Víctor Jiménez es parte del misterioso halo que rodea a nuestro personaje o cuál es el motivo del silencio entre la comunidad de estudiosos e incluso de autoridades universitarias y de difusión de la cultura”. Por lo pronto, la Feria Internacional del Libro de Guadalajara ya probó la sanción que reserva la Fundación a quien se atreve a enaltecer al escritor sin su permiso. Juan Rulfo es ahora una marca registrada, al igual que la Coca-Cola o las papas Sabritas, y quizá sea tiempo, como pide Roberto García Bonilla, de retirar el nombre del escritor a una Fundación que no lo merece y vuelve a enterrarlo con cada bando prohibitorio.
Artículo completo.
Confieso que me siento levemente culpable del ambicioso Un tiempo suspendido de Roberto García Bonilla. Pero la mía es, si la hay, una culpa ufana porque la ambición resultó ser un valeroso aliciente. Durante años, con intermitencias debidas a las apariciones y desapariciones del autor, guié y a veces enderecé la tesis que está al origen de esta voluminosa cronología. La vi crecer, primero anárquicamente, como una hiedra salvaje y prolija, y me limité a ayudar a Roberto García Bonilla a domeñar el verdor que poco a poco iba cubriendo los muros de la vida y la obra de Juan Rulfo.
Quizá porque su temple es algo similar al de su futuro biografiado, Roberto García Bonilla tiene una bestia negra metida entre ceja y ceja, tal un tábano que no cesa de azuzarlo y le priva de una vida sosegada. No es difícil oír el zumbido de este lioso tábano a lo largo de la introducción a Un tiempo suspendido. El tábano se llama la Fundación Juan Rulfo y encarna más precisamente en el zángano Víctor Jiménez. La vigilancia que pretenden asumir los descendientes “autorizados” (¡como si no fuéramos los lectores de Rulfo su más legítima descendencia!), Roberto García Bonilla la visualiza como una frontera aleatoria, cuando no caprichosa, entre la crítica y la censura. A los ojos de esta Fundación, todos los críticos y estudiosos de Juan Rulfo son, de entrada, unos sujetos dignos de sospecha y los amigos de los sospechosos heredan la marca del maligno sin jamás conocer el crimen que se les imputa. Todo ello redunda en un acceso discrecional y poco generoso a los archivos del escritor, en una campaña de descrédito y hasta a veces de insultos hacia quienes se atreven a redactar su fascinación heterodoxa por la obra de Juan Rulfo.
“Uno de los obstáculos al abordar textualmente la vida de Juan Rulfo —apunta Roberto García Bonilla— ha sido la imposibilidad de acceder a sus documentos personales; alcanzarlos —ahora— es mucho más difícil que haber logrado una entrevista con él”. Ya conocía a algunas víctimas de semejante trato por parte de la Fundación Juan Rulfo, pero ignoraba el caso que Roberto García Bonilla consigna a pie de página. En agosto de 2006, recuerda, la Casa de las Humanidades de la UNAM osó organizar por iniciativa propia un ciclo de conferencias sobre Juan Rulfo. Víctor Jiménez declaró en entrevista acerca de los ponentes Juan Antonio Ascencio, Leonardo Martínez Carrizales y Sergio López Mena: “Sé quiénes son esos tres fulanos y ponga —le insta a la reportera— que yo dije que los tres me parecen unos pobres diablos, el problema no es que tengan una opinión diferente sino que son tontos y deshonestos”.
Frente a semejante trato que tiende a generalizarse hacia los críticos que no comulgan con la Fundación Juan Rulfo, si se me permite el eufemismo, Roberto García Bonilla plantea: “Me he preguntado si la reacción ante el comportamiento de Víctor Jiménez es parte del misterioso halo que rodea a nuestro personaje o cuál es el motivo del silencio entre la comunidad de estudiosos e incluso de autoridades universitarias y de difusión de la cultura”. Por lo pronto, la Feria Internacional del Libro de Guadalajara ya probó la sanción que reserva la Fundación a quien se atreve a enaltecer al escritor sin su permiso. Juan Rulfo es ahora una marca registrada, al igual que la Coca-Cola o las papas Sabritas, y quizá sea tiempo, como pide Roberto García Bonilla, de retirar el nombre del escritor a una Fundación que no lo merece y vuelve a enterrarlo con cada bando prohibitorio.
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