Cuentos completos, de Fiódor Mijáilovich Dostoievski
Raúl Olvera Mijares
El cuento, una provincia autónoma en la República de las letras, puede ser el fin o bien el medio para conseguir otro propósito distinto o de más amplio espectro. En el caso de Fiódor Mijáilovich Dostoievski (1821-1881), novelista de una vocación más clara, casi fatídica, es difícil concebir, el cuento fue una especie de laboratorio donde puso a prueba sus intuiciones narrativas. La producción cuentística de Dostoievski va de 1845 a 1877 y abarca desde poco antes de acometer las grandes novelas hasta los cuatro años previos a su muerte.
Ahora en español sale una edición de los Cuentos completos [FCE, 2010], en versión directa del ruso realizada por Bela Martinova, aparecida originalmente en Siruela en 2007. Los españolismos, por fortuna, no abundan ni afean esta depurada traducción que, en general, acierta en el tono y el lenguaje, no sin ciertas ambigüedades más bien veniales en la trascripción española de los nombres rusos y voces (con las que francamente se opta por los plurales en ese, desconocidos en ruso). A veces no se respetan las reglas de acentuación gráfica en español, como escribir Akím con tilde y sin necesidad de ello. Otras veces son las vocales duras y blandas en ruso que para leerse bien —y si así se pronuncian— es mejor transliterar añadiendo una i (lo que no siempre sucede en especial con la e). El nombre de Arcadi aparece con c, no con k. Los textos se presentan en forma cronológica, aunque el lector puede optar por una selección aleatoria y desordenada, como fue mi caso. El prólogo de la traductora, una costumbre casi desterrada de los usos editoriales modernos, ésa de incluir introducciones y estudios preliminares, resulta ampliamente útil e ilustrativo.
En efecto, como Bela Martinova señala, existen innumerables puntos de contacto en la producción artística de Dostoievski con autores netamente modernos, posteriores a él, que exploraron una vena más lúdica con una abierta inclinación por el absurdo, príncipe entre ellos Franz Kafka (sobre todo en sus primeros volúmenes de textos más bien breves, los únicos que publicara en vida sin mucho éxito por cierto). La densidad en el análisis psicológico y esas fijaciones en ideas obsesivas y atormentadoras ceden espacio ante las especulaciones que vuelven lo cotidiano complejo, ridículo, incluso misterioso. En “El cocodrilo” (1865) Iván Matvéievich, un funcionario del Estado que ha conseguido un permiso de tres meses para viajar por Europa, antes de emprender su recorrido se dirige al zoológico en compañía de su mujer Elena Ivánovna y su amigo Semión Semiónovich, el narrador de la curiosa historia, en que Karijen, un cocodrilo que exhibe un ambicioso alemán se traga a Iván Matvéievich. Lo curioso es que éste no muere sino sigue vivo dentro del cocodrilo, haciendo curiosas observaciones y urdiendo extrañas peticiones especiales en el ministerio, a causa de su inusitada situación, hasta llega a discurrir en sus ratos de ocio consagrarse a la filosofía social y política, muy en la vena de Fourier. En sus mocedades Dostoievski se comprometió por las ideas sociales, lo cual le costaría unos años en Siberia, adonde lo envió el zar, debido a sus vínculos con Petrashevski. Curioso relato, éste de “El cocodrilo”, plagado de significados simbólicos, oníricos y risibles.
Tristes, en ocasiones, las historias de Dostoievski se nutren de su vida de cárceles, de penuria y asolada por la enfermedad. Eso explica los repentinos ataques de epilepsia que sufre el príncipe Mishkin en El idiota, el sentido de culpa de Raskólnikov en Crimen y castigo o la fascinación y la impiedad de Stavroguin en Los demonios, donde Dostoievski retrató a Petrashevski, ese demonio ruso y socialista que tantas calamidades habría de causarle en su vida, o bien la fatiga ante la interminable labor de Iván Karamázov en Los hermanos Karamázov.
Texto completo.
Raúl Olvera Mijares
El cuento, una provincia autónoma en la República de las letras, puede ser el fin o bien el medio para conseguir otro propósito distinto o de más amplio espectro. En el caso de Fiódor Mijáilovich Dostoievski (1821-1881), novelista de una vocación más clara, casi fatídica, es difícil concebir, el cuento fue una especie de laboratorio donde puso a prueba sus intuiciones narrativas. La producción cuentística de Dostoievski va de 1845 a 1877 y abarca desde poco antes de acometer las grandes novelas hasta los cuatro años previos a su muerte.
Ahora en español sale una edición de los Cuentos completos [FCE, 2010], en versión directa del ruso realizada por Bela Martinova, aparecida originalmente en Siruela en 2007. Los españolismos, por fortuna, no abundan ni afean esta depurada traducción que, en general, acierta en el tono y el lenguaje, no sin ciertas ambigüedades más bien veniales en la trascripción española de los nombres rusos y voces (con las que francamente se opta por los plurales en ese, desconocidos en ruso). A veces no se respetan las reglas de acentuación gráfica en español, como escribir Akím con tilde y sin necesidad de ello. Otras veces son las vocales duras y blandas en ruso que para leerse bien —y si así se pronuncian— es mejor transliterar añadiendo una i (lo que no siempre sucede en especial con la e). El nombre de Arcadi aparece con c, no con k. Los textos se presentan en forma cronológica, aunque el lector puede optar por una selección aleatoria y desordenada, como fue mi caso. El prólogo de la traductora, una costumbre casi desterrada de los usos editoriales modernos, ésa de incluir introducciones y estudios preliminares, resulta ampliamente útil e ilustrativo.
En efecto, como Bela Martinova señala, existen innumerables puntos de contacto en la producción artística de Dostoievski con autores netamente modernos, posteriores a él, que exploraron una vena más lúdica con una abierta inclinación por el absurdo, príncipe entre ellos Franz Kafka (sobre todo en sus primeros volúmenes de textos más bien breves, los únicos que publicara en vida sin mucho éxito por cierto). La densidad en el análisis psicológico y esas fijaciones en ideas obsesivas y atormentadoras ceden espacio ante las especulaciones que vuelven lo cotidiano complejo, ridículo, incluso misterioso. En “El cocodrilo” (1865) Iván Matvéievich, un funcionario del Estado que ha conseguido un permiso de tres meses para viajar por Europa, antes de emprender su recorrido se dirige al zoológico en compañía de su mujer Elena Ivánovna y su amigo Semión Semiónovich, el narrador de la curiosa historia, en que Karijen, un cocodrilo que exhibe un ambicioso alemán se traga a Iván Matvéievich. Lo curioso es que éste no muere sino sigue vivo dentro del cocodrilo, haciendo curiosas observaciones y urdiendo extrañas peticiones especiales en el ministerio, a causa de su inusitada situación, hasta llega a discurrir en sus ratos de ocio consagrarse a la filosofía social y política, muy en la vena de Fourier. En sus mocedades Dostoievski se comprometió por las ideas sociales, lo cual le costaría unos años en Siberia, adonde lo envió el zar, debido a sus vínculos con Petrashevski. Curioso relato, éste de “El cocodrilo”, plagado de significados simbólicos, oníricos y risibles.
Tristes, en ocasiones, las historias de Dostoievski se nutren de su vida de cárceles, de penuria y asolada por la enfermedad. Eso explica los repentinos ataques de epilepsia que sufre el príncipe Mishkin en El idiota, el sentido de culpa de Raskólnikov en Crimen y castigo o la fascinación y la impiedad de Stavroguin en Los demonios, donde Dostoievski retrató a Petrashevski, ese demonio ruso y socialista que tantas calamidades habría de causarle en su vida, o bien la fatiga ante la interminable labor de Iván Karamázov en Los hermanos Karamázov.
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