29 de octubre de 2011

Cuarenta años de Plural

De izquierda a derecha: Tomás Segovia, Gabriel Zaid, con el rostro difuminado, Kazuya Sakai, Alejandro Rossi, José de la Colina, Octavio Paz; abajo, Salvador Elizondo y Juan García Ponce.
Fotografía: Rogelio Cuéllar.


Comenta José de la Colina, en Letras Libres:

"Mirando la foto del grupo del Consejo de Redacción de la revista Plural en un anochecer de marzo de 1975 y en la casa de Octavio en la calle de Río Lerma, las distintas lejanías de los allí capturados por el clic de la cámara fotográfica de Rogelio Cuéllar, me convierto, además, en fantasma de melancolías (...)

Llegaban a Plural con sus cuartillas (pues faltaba mucho para que los teclados y las pantallas sustituyeran a las de linotipos) mis compañeros de la Revista Mexicana de Literatura: Gabriel Zaid, Jorge Ibargüengoitia, Salvador Elizondo, Juan García Ponce, Inés Arredondo; llegaba Ramón Xirau redimiéndose de su condición filosófica con espléndidos poemas traducidos, por otros, del catalán; llegaba Esther Seligson con sus textos entre narrativos y líricos, e Isabel Fraire con sus poemas-calidoscopios; llegaban tantos y tantos que con nosotros hicieron de Plural una de las mayores, maravillosas aventuras de las letras y el pensamiento".

Cuarenta años de Plural.

27 de octubre de 2011

La belleza de lo natural

El arte de vivir consiste en imitar a la naturaleza y estar a la altura de lo que ella sabe producir

La cultura griega es promisoria, siempre de amanecida. No faltan en ella los elementos de la negatividad del mundo -los griegos inventaron la tragedia- pero una positividad, una afirmación de lo humano aún mayor, se impone frente a tensiones y antagonismos. Homero canta a la aurora de rosáceos dedos y presenta héroes cuya existencia es tan poderosa que basta para redimir las sordideces y pesadumbres del humano vivir. En Grecia no hay atardeceres. Dice Erwin Panofsky: "Sin demasiada exageración, podría afirmarse que Virgilio descubrió la tarde". No el Virgilio de La Eneida o las Geórgicas, sino el de los idilios dulces y elegíacos de las Bucólicas, bañados en la melancólica luz del atardecer. En la décima y última égloga Galo muere de amor no correspondido por la coqueta Lícoris y el poeta, un pastor que asiste a la escena, cuenta cómo, para consolarlo, se acercan Apolo, Silvano y Pan al pie de la solitaria roca, donde se lamenta el desesperado amante. Es inútil. Galo termina su canción sin despecho, pero en tono fatalmente resignado, como quien acepta su final: "El Amor lo vence todo; también nosotros cedamos al Amor". Y el poeta le dice entonces a sus ovejas: "Volved a casa, saciadas. Volved, cabrillas mías, que ya está aquí la estrella de la tarde". La Roma clásica no sólo nos legó obras jurídicas y de ingeniería; en ese verso latino -"ite domum saturae, venit Hesperus, ite, capellae"- Roma inventó el atardecer. Mi gratitud.

Durante siglos, la belleza fue entendida como forma. Era una definición que convenía a las cosas complejas, compuestas por varias partes enlazadas armoniosamente por una misma symmetria. Pero Plotino quiso describir la belleza del Uno, aquello simple y sin partes que está más allá de las formas platónicas, y dijo que la belleza era luz incorpórea. Poco después Pseudo-Dionisio dará la fórmula para toda la Edad Media: belleza es forma y luz, consonantia y claritas. En la tradición prevaleció el ideal del límite y de la proporción. A partir de la traducción que Boileau, en el XVII, hizo de la famosa obra retórica de Longino, empezó a distinguirse entre lo bello y lo sublime. Lo bello es el esplendor de una forma perfecta, mientras que lo sublime reside en el sentimiento que produce la presencia de lo grandioso, evocador de algo infinito, desmesurado, ilimitado. El placer de lo portentosamente imperfecto.

Si los atardeceres son bellos, lo son en primer lugar porque esas horas crepusculares resaltan las formas silueteadas de las cosas. Aunque haya sido explotado ad nauseam por la industria de la reproductividad técnica, el espectáculo conserva el aura del primer día de la creación. El sol vespertino, que el ojo humano ve ahora más grande que cuando reinaba en lo alto, ya no es como antes un sol de justicia sino un sol de misericordia. El mundo, suavemente cambiante, se lentifica y convida a pensar con indulgencia sobre uno mismo y los demás. "Al atardecer de la vida nos examinarán del amor", dijo el autor del Cántico espiritual. Al mismo tiempo, la luz tornasolada presta una nueva profundidad a los objetos, que adquieren sombra, y a nosotros nos concede una extraña lucidez de duermevela: ya dijo Hegel que al caer de la tarde levanta el vuelo la lechuza de Minerva. Ser sabio es verle la espalda a las cosas; y, en efecto, al cambiar el decorado -del día a la noche- uno cree adivinar, aprovechando un descuido de los operarios, la tramoya que hay detrás del gran teatro del mundo.

Pero si el atardecer posee la belleza de la forma, posee con más motivo la belleza de la luz, pues sobre todo es resplandor y claridad. Cuando el sol se pone -ese ojo incandescente, ese huevo pitagórico, esa decoración futurista-, el cielo, convertido en un murmullo de brasas, se enriquece con una variedad de tonalidades templadas, de una elegancia natural. El ocaso ilumina sin quemar y dora el aire con un hálito tibio. Tan grandioso es el portento lumínico -ese "rosicler divino" del verso de Góngora- que la belleza, aunque cotidiana, repetitiva y previsible, se hace sublime. Y sublime, según Kant, es aquello en comparación con lo cual toda otra cosa es pequeña. Por eso cuando vemos atardecer sentimos nuestra parvedad consustancial y tomamos conciencia de nuestra mortalidad inevitable. Belleza y muerte.

(...) En medio de tantas dificultades, el arte de vivir consiste en imitar a la naturaleza y estar a la altura de lo que ella sabe producir. Kant añade que si lo sublime contiene algo tan potente que nos intimida, por otra parte su contemplación nos hace descubrir, dentro de nuestra debilidad, una fuerza que antes no conocíamos. Porque comprendemos que lo más temible -tormentas, tempestades, volcanes y terremotos- puede arrebatarnos la vida sin nuestro consentimiento, pero nunca la dignidad, que es una capacidad de resistencia basada en una independencia y en una superioridad exclusivamente humanas.

No hay mayor dignidad sobre la tierra que la de ser hombre. Ni Apolo ni Silvano ni Pan podrán convencer a Galo. Sólo el atardecer, si abre los ojos a su significado.

Vía | Javier Gomá Lanzón, Prenda del atardecer
El País
17/09/2011.

23 de octubre de 2011

Roberto Bolaño (1)

Aficionado a la literatura, a los cigarrillos, al café, incluso al condimentado sabor del mole y al puchero, así fue la estancia en México de Roberto Bolaño, autor de la célebre novela Los detectives salvajes, obra en la que mitifica a una generación de escritores radicados en la urbe mexicana en los años setentas, creadores del “realismo visceral”, opositores del régimen poético de Octavio Paz y las “buenas” costumbres literarias de la época.

Pero lejos de todas esas anécdotas de ego y rebeldía que acrecentaron la leyenda de Roberto Bolaño, después de su muerte ocurrida en el 2003, existen otras que hablan de un hombre sencillo, humilde, soñador, que hoy son reveladas a Plaza de armas. El Periódico de Querétaro en voz de María Irene Mendoza, viuda de León Bolaño Carné, padre del escritor. Además, están los ecos de las llamadas telefónicas entre el diputado del PAN, León Enrique Bolaño Mendoza, hijo de María Irene y León Bolaño, el único hermano varón de Roberto, a quién paradójicamente nunca llegó a conocer en persona, pero sí fue pieza clave para que luego de 20 años de distanciamiento Roberto y su padre se reencontraran.

“SUS OJOS VERDES, VERDES”

Siendo la mayor de 14 hermanos, María Irene Mendoza, originaria de Cadereyta de Montes, Querétaro, México, se fue a radicar al Distrito Federal a los 12 años de edad. Vivía en la casa de una tía que tenia como negocio una tienda; entre semana Irene se dedicaba a estudiar y sábado y domingo le tocaba estar en la tienda. Antes de concluir su carrera como secretaria empezó a trabajar, sin dejar de ir a la tienda los fines de semana. Ahí fue donde conoció a Leon Bolaño Carné, un día en que llegó a comprar un refresco y una cajetilla de cigarros. “A mí me impactó León desde que lo conocí, desde la primera vez; le vi sus ojos verdes, verdes, muy bonitos, en ese tiempo yo tenía novio, pero me gustó ese señor”, recuerda Irene, quien tiempo más adelante decidió casarse con León Bolaño, a pesar de que él tenia 54 años y ella apenas 28. A los tres meses de casados, León le informó a Irene que sus hijos se irían a vivir con ellos, María Salomé de 22 y Roberto de 24 años. Salomé vivió sólo unos meses en aquella casa ubicada en la colonia Guadalupe Tepeyac, en la calle Samuel, número 27, después se fue a vivir a España, en donde ya se encontraba radicando su madre Victoria Ávalos.

Roberto estuvo viviendo con ellos por más de dos años, aunque fue poco el tiempo que convivíeron, porque tanto León como Irene tenían sus respectivos trabajos, y al regresar a casa el joven escritor ya no estaba. “Él se iba de la casa como a las cinco de la tarde y regresaba como una o dos de la mañana, ese era su horario. Cuando yo me iba él todavía estaba dormido. Me imagino que se levantaba tarde, no sé bien a qué hora, pero antes de irme yo le dejaba todo preparado para su desayuno”. “Él decía que se juntaba con los escritores en la glorieta de Reforma y Bucareli, por donde estaba el Reloj Chino, en un café se juntaban a escribir”, el lugar que Irene refiere es el café “La Habana” el mismo que en la novela Los detectives salvajes Roberto llama “café Quito”.

"¿PAPÁ, ME PUEDES COMPRAR ESTE LIBRO?"

“A veces los domingos nos íbamos a hacer el súper, él iba con nosotros, pero se quedaba en el departamento de libros y ahí, en cuclillas, se ponía a leer. Lo único que le pedía a su papá era que le comprara libros”. –“¿Papá, me puedes comprar este libro? Sí, sí, hijo pero cómprate pantalones. -No papá yo estoy bien así. Él no vestía así a la moda ni ropa muy nueva”, añade Irene. “No tenía dinero cuando empezó a escribir, su papá era quien lo mantenía. León le daba 10 pesos cada ocho días, con eso le alcanzaba para sus pasajes, todavía existía el trenecito, esos te cobraban 35 centavos, y él no te aceptaba más de 10 pesos, ten siquiera 20 pesos le decía mi esposo, y él decía no, no, así está bien”.

A Roberto Bolaño lo único que le interesaba eran los libros, su desapego por los bienes materiales era tal, que rechazó el carro que su padre le había regalado. “Mi esposo tenía un carro y luego se compró un mustang y le dijo a Roberto: hijo, mira compré este otro carro. -Qué bien, dijo, no le emocionó. Sí quieres escoge uno, te doy el que quieras. -Papá hay mucha gente en el mundo muriéndose de hambre, ¿y yo voy a andar con coche papá?

LAVADO DE ESTÓMAGO

La habitación de Roberto era muy sencilla, lo más llamativo era la mesa redonda de madera en donde a parte de estar su máquina de escribir, había gruesas montañas de libros y ceniceros repletos de la colillas de cigarros. A esa habitación Roberto llevó a vivir a Lisa Johnson, su novia. Apenas tenían un mes y días, cuando la madre de Lisa fue por ella y la convenció de dejar al joven escritor. “Roberto queda muy decaído, muy triste, una ocasión no sé por qué motivo llegué temprano de trabajar y toqué a su pieza porque escuchaba como un quejido, pero no me abría, abro y estaba sobre la cama acostado, quejándose, hasta estaba espumando de la boca”. Irene salió corriendo a buscar ayuda a una clínica cerca de la casa, en donde le practicaron “un lavado de estomago, porque se había tomado muchas pastillas”. De regreso en casa Roberto y su padre tuvieron una plática a puerta cerrada. “Dizque envenenarse por una mujer, mujeres hay muchas, fue el comentario que me hizo León a mí”.

Roberto, luego de varias pláticas con su padre, volvió a su sueño de ser escritor. Cuatro eran los amigos que Roberto llevaba a casa, Mario Santiago Papasquiaro (Ulises Lima en Los detectives salvajes) era uno de ellos, a quién Roberto nombró en varias ocasiones como su mejor amigo, aunque la versión de Irene refiere que era Bruno Montané (Felipe Müller en Los detectives salvajes) quien más lo visitaba, “era un joven alto y también era chileno”. Amigas escritoras también llegaron a visitar a Roberto y, después de la ruptura con Jonson, “mi esposo le decía: ¿por qué no te amarras a esa chica? Tiene los mismos ideales que tú, ándale hijo, le decía. ¡Ay papá, no sea huevón! Esa era su palabra con la que se hablaban ellos”.

“MI PAPÁ CAMBIARÁ”

La diferencia de edades y de costumbres, propició entre Irene y León ciertas discusiones.“Roberto siempre me veía llorando, –¡Ay Irene!, ¿por qué está llorando, nuevamente volvió a pelear con mi papá? Pues sí, le decía yo”. “Lo que usted necesita es tener un hijo. Yo estoy seguro de que si usted tiene un hijo, mi papá cambiará”, pero Irene sabia que su esposo no quería más hijos. “Dice tu papá que el día que yo me embarace me va ha echar de patitas a la calle. -No Irene, yo conozco a mi papá y sé que no hará eso, además él va a cambiar; y si dice usted que ama mucho a mi papá, vamos a suponer que la corriera, se queda usted con un hijo de él, un hijo del hombre que dice querer mucho”.

Esas palabras que Roberto Bolaño le dijo a Irene, la llevaron a tomar la decisión de tener un hijo. “No sé ni por qué se levantó temprano en esa ocasión, pero me desmayé y él me vio, cuando sentí me echó una cubeta de agua y reaccioné. -¿Qué le pasa Irene, qué tiene? Vamos al médico. Le dije no, no; yo ya sabía que estaba embarazada. –¿Pero por qué no Irene? Está usted mal. No, tengo nada, estoy bien. -¿Cómo va a estar bien si se desmaya? Me imagino que es natural. No me diga que está usted embarazada. Pues sí, le conteste”. Fue tal la emoción de Roberto por la noticia que le dio Irene, “que me abrazó de la cintura y me dio vueltas, estaba feliz y decía voy a tener un hermanito, voy a tener un hermanito”. Pero la noticia aún no la sabia el padre de Roberto, “y no quiero que lo sepa”, le dijo Irene. “Usted no se preocupe, déjemelo a mí”, contestó Roberto.

Ese día después de regresar del trabajo, Irene encontró en la casa a su esposo, descansando, y le preguntó ¿no ha llegado Roberto? ¿Por qué tenía que llegar?, le contestó. Minutos después entró Roberto, traía una botella de vino y unas copas para brindar. “¿Y ora tú huevón, qué andas haciendo aquí tan temprano? Es que tengo un notición, agarrase papá, ¿Qué te pasa? Voy a tener un hermanito”, le digo Roberto. “¿Cómo que vas a tener un hermanito? Sí papá, Irene está esperando bebé. Es cierto eso, preguntó. Yo dije sí, pero yo me confié porque ahí estaba Roberto y, dije, él me defiende”. “Pero abrácela, bésela papá, va a tener usted un hijo”, le dijo Roberto. Nerviosa aún por la noticia, Irene apenas sintió en el cabello una leve caricia de manos de su esposo.

UN DETECTIVE EN CADEREYTA

Pocas eran las veces que llegaron a salir juntos Roberto, su padre León e Irene, uno de esos pocos viajes fue el que realizaron al municipio de Cadereyta de Montes, Querétaro, en el año de 1976. La familia de María Irene Mendoza había organizado una fiesta en el poblado de San Gaspar, Roberto aceptó acompañarlos y quedo encantado con la construcción de las iglesias que en ese entonces había en Cadereyta y sobre todo del mole. “Le dijo a mi mamá, señora sírvame más mole, carne no, más mole, puro mole, porque le gustó muchísimo. Yo el mole casi no lo hacia, hacia otros guisaditos como el pipían y Roberto luego me decía, ¡qué rico le quedó su mole Irene! No es mole. Pues parece mole, decía”.

Querétaro, la eterna ciudad de paso, también es testigo del viaje de Los detectives salvajes; en la página 562 se lee: –“¿Dónde estamos?- dije. En la carretera de Querétaro, –dijo Lima. Lupe también estaba despierta y miraba con ojos que parecían insectos el paisaje oscuro del campo”. Precisamente en esta novela, Roberto pone a sus personajes en varias ocasiones a comer mole. Otro de los platillos que le gustaba al escritor y que su padre León era el encargado de preparar, es el “puchero”, una pasta preparada con el caldo de carne de pollo, carne de puerco y albóndigas, que se acompaña de papas horneadas con mantequilla y ensalada. El café era otra de las debilidades del joven escritor, “me decía, Irene déjeme una tetera de agua en la estufa, porque yo tomo café siempre”. Roberto tenía la costumbre de escribir de noche “muchas veces veía algo en la calle y cuando llegaba y comenzaba a escribir”, acompañado por el humo del cigarrillo, el sabor a café y de vez en cuando una copa de vino tinto.

“ME VOY IRENE”

Roberto Bolaño empezó a escribir para la revista Plural (cuando Octavio Paz ya no estaba a cargo de la dirección), su primer cheque se lo entregó integro a su papá, quien lo rechazó pero ante la insistencia lo aceptó y empezó a guardale el poco dinero que la revista le daba, mismo que fue invertido para completar el boleto de avión a España, cuando Roberto decidió irse. “Me voy Irene para España". Irene recuerda que Roberto “siempre decía que quería ser un escritor grande, famoso y que él no iba a cambiar nada por la literatura”. El 28 de enero de 1977 Roberto Bolaño Ávalos dejó México para siempre. Se llevó su máquina de escribir y algunos libros, el resto los dejó en casa de su padre, junto con un cúmulo de textos hechos a mano.

MESA REDONDA

A finales de los ochentas, León Bolaño e Irene Mendoza, junto con sus tres hijos, León Enrique, Isabel y Eugenia, llegan a Cadereyta de Montes e inician un negocio de abarrotes, que a parte de ser conocido por los primeros comercios que abrían en la zona también llamó la atención el acento extranjero de León Bolaño, a quien le llamaban el chileno. Las cartas que Roberto Bolaño le escribió a su padre, cuando se fue a España, estaban guardadas en un baúl que tenía su padre, pero en el traslado de la Ciudad de México a Cadereyta, León Bolaño decide hacer limpieza en el pequeño baúl y las cartas desaparecen. “Sí él hubiera guardado esas cartas, ahora podríamos saber qué era todo lo que le decía Roberto”, explica Irene.

En la casa de la colonia Guadalupe Tepeyac, que se puso en renta cuando se trasladan a Cadereyta, se quedaron los libros y escritos que había dejado Roberto Bolaño. Años después cuando regresaron por las cosas de Roberto, los inquilinos avisaron que habían tirado a la basura todas las cosas. Hoy en día, en el desayunador de la actual casa de la familia Bolaño Mendoza, está como recuerdo del escritor, la mesa redonda en donde Roberto Bolaño se ponía a escribir, después de reunirse con los “real viscerealistas”, tal vez fue ahí donde comenzó a delinear la trama de Los detectives salvajes.

Vía | aQROpolis, suplemento cultural de Plaza De Armas Querétaro, El Periódico de Querétaro.

Roberto Bolaño (2)

En el mes de abril de 1977, mismo año en que se fue Roberto a España, nació su hermano León Enrique Bolaño Mendoza, fue por carta que el escritor se enteró del nacimiento. Y tal y como lo había augurado Roberto, la actitud de su padre cambió por completo con el nacimiento de León Enrique, "así como cuando tú volteas una hoja de un libro a otra, así cambió él", dice María Irene Mendoza.

León Enrique, quien hoy es diputado de la LVI Legislatura de Querétaro, México, creció en la misma casa de la colonia Guadalupe Tepeyac, donde vivió Roberto antes de irse a España; y recuerda que de niño su mamá, María Irene, le “inculcaba escribirle cartas a Roberto, hasta que entro en la dolencia y pierdo contacto con él”.

Alrededor de 20 años, Roberto dejo de comunicarse con su padre, por un malentendido. "Después de que Roberto se va le manda pedir dinero a su padre; León se los mandaba, pero en la última carta le dice, ‘ya de una vez mándeme lo de mi herencia’; esa palabra ‘herencia’ le molestó muchísimo a mi esposo, dijo, ‘este ya me está matando’. León le manda el dinero, pero ya no contestó la carta”, dice María Irene. Roberto siguió mandando cartas a México pero al no recibir más respuesta por parte de su padre dejó de escribir.

Hasta que su hermano León Enrique entra a la Universidad, que vuelven a contactarse con el escritor. "Fue a través de un telegrama que yo le envío, porqué él vivía primero en Barcelona y después le perdí la pista; es a través del directorio telefónico español donde lo localizo, su número era privado, entonces le tuve que enviar un telegrama, le dije: Comunícate a México urgentemente".

Roberto respondió de inmediato al llamado de su hermano, temiendo lo peor. Eran las dos de la madrugada cuando sonó el teléfono, Irene fue quién contestó, del otro lado del teléfono se escuchaba la voz de un hombre que preguntaba angustiadamente: “¿y mi papá, está bien mi papa?”; cuando Irene le dijo a su esposo que lo llamaba Roberto, él preguntó: “¿Quién Roberto?, Roberto, tu hijo”, le dijo.

De ahí continuaron las llamadas telefónicas con la familia que Roberto había dejado en México, y muy especialmente con su hermano León Enrique, quién varias veces le cuestionó al escritor el por qué no venía a México a ver a su padre. "Lo que me hubiera gustado más era recuperar los años que no vivió o disfrutó con mi papá, y le llegue a reclamar que mi papá no iba a estar mucho tiempo". Pero Roberto, ya enfermo del hígado, le dijo a su hermano que no podía viajar. Entonces León Enrique les regaló a sus papás un viaje a Europa, teniendo como parada principal España, para poder ver al escritor.

A ese viaje ocurrido en el 2002 no asistió León Enrique, por cuestiones de trabajo. Irene recuerda que Roberto había quedado de ir por ellos al aeropuerto, pero no llegó. A los 10 minutos de haber llegado al hotel donde se iban a hospedar, les avisaron que Roberto y Carolina López, la esposa de Roberto, los estaban esperando en el lobby. Al estar esperando el elevador para bajar a la recepción del hotel, se abrieron las puertas y ahí estaba Roberto, y sorprendido exclamo: "estás igualito papá, yo pensaba que eras un viejecito", luego se acercó a abrazar a Irene y le dijo “gracias por haber cuidado a mi papá, es qué mi papá está como lo deje”.

Irene, de aquel encuentro en España, tiene en su memoria a un Roberto demacrado y delgado, que tomaba muchos medicamentos y a pesar de ello no dejaba de fumar. En los dos días que se vieron, Roberto y su padre se dedicaron a platicar, mientras ella y Carolina hablaban de las cosas del hogar, de los hijos de Roberto, Lautaro y Alexandra. Roberto nunca le dijo a su padre que estaba enfermo y esperaba un trasplante de hígado. Tanto Roberto como Irene quedaron en ir a pasar un tiempo en Cadereyta, Querétaro, aprovechando que el ya famoso escritor asistiría a Monterrey para recoger un premio, pero ese viaje nunca llegó. En julio del 2003 Roberto Bolaño falleció y entonces comenzó el mito de su historia. Después de la muerte de Roberto, se perdió el contacto con Carolina López, viuda de Roberto, y con sus hijos Lautaro y Alexandra Bolaño López.

En diciembre del 2010 murió León Bolaño Carné, orgulloso de todos sus hijos. Sus cenizas se encuentran en su casa de Cadereyta, Querétaro, en una repisa donde también están las principales obras literarias de su hijo Roberto Bolaño y fotos de la familia. Meses antes de su fallecimiento, León Bolaño, tenía el deseo de regresar a Chile, país donde nació y el cual dejó en el año 1968 acompañado de sus hijos. Dejó dicho a su esposa Irene, “que algún día, si pudiéramos, las regáramos en el mar de Chile”.

"IGUALITO A MI PAPÁ"

A pesar de haber pasado más de ocho años del fallecimiento de su hermano, León Enrique Bolaño Mendoza, recuerda las llamadas telefónicas que sostuvo con Roberto, quien en ese momento se encontraba escribiendo la novela 2666, obra que sería publicada tiempo después de su muerte. La voz de Roberto, es un eco que a León Enrique le recuerda a su padre, que a pesar del tiempo nunca perdió el acento chileno. "Hablaba igualito a mi papá, era una combinación de palabras chilenas, decía, ‘oye no te tinka’ (oye no te late)". León Enrique no solamente conoce la historia literaria de su hermano, quien en todo momento se declaró poeta, adorador de Nicanor Parra y detractor de Octavio Paz, también tiene presente las historias que sus padres le contaron sobre Roberto.

Del niño que continuamente exponía la falta de conocimiento de sus maestros, del joven que llegó a México en el año de 1968 y que junto con sus amigos escritores trastocaron los cánones de la vida literaria de aquella época; del Roberto devorador de libros, el Roberto que en muchas entrevistas confesó que robaba libros, el aventurero regresó a Chile de ‘mochilazo’ y sobrevivió al golpe de estado de Pinochet. El hombre que se fue a España y que trabajo como velador, obrero y comerciante, pero que nunca dejo de leer y escribir, siempre de noche. "Mi mamá recuerda en una ocasión le dijo Roberto, oiga présteme la Biblia, se encerró cuatro días con la Biblia, al terminar de leer dijo, complicada, muy complicada porque es de pura interpretación, pero es uno de los mejores libros escritos".

A decir de León Enrique, Roberto Bolaño era un nombre hábitos, de viejos hábitos, escribía en una vieja "computadora, con monitor monocromático” a pesar de que su éxito le proveía para comprarse una nueva, a él le gustaba esa computadora. Varias veces León Enrique invitó a Roberto a venir a México, pero el escritor le dijo “traigo unos ensayos que estoy haciendo y no los puedo dejar”, esos “ensayos” eran la base preliminar de 2666, una novela que desde entonces ya pensaba como una publicación divida en varios tomos, aunque finalmente su editor decidió editarlos en uno solo.

GENERACIÓN REVOLUCIONARIA

Cuando León Enrique le dijo a Roberto que militaba para el Partido Acción Nacional (PAN), "él no entendía por qué yo estaba en un partido de derecha, porque él viene de esa generación revolucionaria, su época es de esa generación de revoluciones. Él me decía oye si estudiaste derecho ejerce tu carrera, yo creo que en eso te va ir mucho mejor que en la política". Roberto, como había expresado en algunas entrevistas, decía que al “político lo único que le interesa es el poder, y yo le decía no, mira desde el poder tú puedes generar bienestar y mejores condiciones de vida a tus semejantes, a tus vecinos, y yo lo que quiero en un futuro para mis hijos, es que cuando salgan a la calles estén seguros, que puedan ir a la escuela; trataba yo de convencerlo de por qué yo estaba en la política”. "Yo siento que también le interesaba lo que yo hacía, porque me preguntaba mucho del Partido, de si realmente era de derecha como tal”, añade el diputado León Enrique Bolaño.

La primera novela que leyó de Roberto Bolaño fue Los detectives salvajes y era tal la afición del escritor por “la series de detectives, todo lo que tuviera que ver con detectives, con forenses, con cosas de asesinatos que resolver”, que cuando León Enrique le preguntó ¿qué profesión hubiera elegido en lugar de ser escritor? “Detective”, contestó Roberto inmediatamente. “Bueno, aquí en México hubieras sido agente del ministerio público”, le dijo León Enrique.

Ahora León Enrique Bolaño Mendoza, en su tiempo libre lee los textos que han surgido sobre la vida y obra de su hermano y a sus hijos, León Ricardo y Maen les platica quién fue Roberto Bolaño, un clásico del que aún seguirán surgiendo nuevas historias.

Vía | aQROpolis, suplemento cultural de Plaza De Armas Querétaro, El Periódico de Querétaro.

22 de octubre de 2011

Destreza verbal

En esta ocasión no estoy muy de acuerdo con lo que dice Enrique Serna, en este artículo:

Los misterios desnudos
Enrique Serna

Cualquier lector experimentado conoce las zozobras descritas por Schopenhauer. Como la falta de rigor literario conduce a la vaguedad, muchas de las disertaciones filosóficas, los poemas y las novelas que parecen haber alcanzado el máximo grado de dificultad probablemente son borradores mal pulidos, por la enorme cantidad de licencias que se han permitido sus autores. Al amparo de las tinieblas todo se vale, pues nadie puede notar los defectos, los vacíos y las asperezas de un jeroglífico sin códigos de referencia. ¿Es sustancial toda la filosofía de Hegel o en algunos momentos recargaba su discurso con hojarasca para vestirlo de misterio? La falta de lima crea oscuridades, como lo sabe cualquier redactor principiante, pero cuando el intelecto flaquea es más fácil meter la basura bajo la alfombra que barrer la sala.

Lo mal escrito suele estar mal pensado, aunque pueda ser una buena estrategia para imponerse en un tono distinguido. Sólo un acto de fe puede hacernos creer en la genialidad incomunicable, como sucedía con el crédulo auditorio de los viejos profetas iluminados. La destreza verbal, en cambio, “hace tratables los retiramientos de las ideas y da luz a lo escondido y ciego de los conceptos, que oscurecer lo claro es borrar y no escribir”. ² Esta definición de Quevedo no ha perdido vigencia, y aunque no deberíamos eludir el esfuerzo de leer a Hegel por las críticas de Schopenhauer, cualquier lector tiene derecho a preguntarse si debajo de su intrincado edificio conceptual hay algo que entender o está siendo timado por un charlatán.

Otro experto en demoliciones, el filósofo y físico Mario Bunge, opina de Heidegger lo mismo que Schopenhauer pensaba de Hegel: “Heidegger tiene un libro sobre El ser y el tiempo ¿y qué dice sobre el ser? ‘El ser es ello mismo’. ¿Qué significa? ¡Nada! Pero la gente, como no lo entiende, piensa que debe ser algo muy complejo. Vea cómo define el tiempo: ‘Es la maduración de la temporalidad’. ¿Qué significa eso? Las frases de Heidegger son propias de un esquizofrénico. Pero no estaba loco: era un pillo que se aprovechó de la tradición académica alemana según la cual lo incomprensible es profundo”.³ Algunos maestros de filosofía reprobarán con el ceño adusto estos desacatos a la autoridad intelectual, y dirán, quizá, que los enemigos de Hegel y Heidegger los han descalificado por envidia o mala fe. Dos valores tan sólidos de la filosofía no pueden quedar en entredicho, pues entonces ¿qué sería de sus exégetas, de los congresos organizados para desmenuzar sus sistemas de pensamiento, de los seminarios de postgrado y de las tesis doctorales consagradas a quemarles incienso?

El peso de las obras canónicas es enorme y en algunas épocas ha logrado inhibir por completo a la crítica. Los eruditos no obtienen demasiado prestigio cuando estudian obras sencillas que cualquier lector puede disfrutar; en cambio su importancia crece cuando se proclaman intérpretes oficiales de una obra difícil. Detrás de cada falso dios hay un ejército de sacerdotes con las uñas afiladas para repeler a cualquier hereje y su principal arma de combate es atribuir los ataques a la estupidez de la chusma. Sócrates confesó que no había entendido del todo el tratado de Heráclito Acerca de la naturaleza, pero en los círculos académicos se tacha de tonto a quien confiesa que no ha entendido a Hegel o a Heidegger. Por lo tanto, nadie se atreve a reconocer una incapacidad nacida, quizá, de la mala sintaxis de una mente confusa. Intimidada por el miedo al ridículo, la crítica se refugia entonces en el silencio cobarde o en la mentira, como le ocurrió a los cortesanos que temían ser tachados de bastardos si negaban haber visto el manto invisible del rey. Pero a final de cuentas, ¿quién es más ridículo? ¿El que dice la verdad y pasa por tonto o el último en admitir que el rey va desnudo?

Aquí completo.

7 de octubre de 2011

Steve Jobs

Por favor, lean este bellísimo texto: "Encontrar lo que amas".
"En un discurso ante universitarios que se graduaban, Steven Jobs recordó una publicación que leía cuando era joven: The Whole Earth Catalogue. Fue una de las biblias de su generación, a finales de los sesenta, antes de los tiempos de la computadora. Se hacía con máquinas de escribir, tijeras y cámaras Polaroid. Estaba llena de grandes nociones con un toque poético. Cuando terminó su ciclo, a mediados de los setenta, la última edición tenía como contraportada la fotografía de una vereda en el campo en la madrugada, como las que se encuentra uno cuando se emprende una aventura en una excursión. Debajo de la fotografía se leía la frase: Mantente hambriento. Sigue haciendo locuras. Esa era su recomendación para los jóvenes graduados". Eso fue el espíritu que siempre lo guió, nos dice José Gordon.
Descanse en paz. Un gran revolucionario de la era digital que nos ha dejado no solo su obra...