Kertész pierde a veces el hilo de la conversación. No quiero insistir, no quiero molestarlo, no quiero cansarlo. Sé que le cuesta levantarse, le cuesta moverse, le cuesta hasta el más mínimo gesto. De pronto recuerdo un encuentro hace pocos años en Viena. Kertész, ya enfermo, se sentía débil, estaba agotado. Venían de Budapest y al día siguiente partían para Madeira. Cenamos juntos; éramos cinco, él, Magda, Cristina —mi mujer—, Violeta —mi hija— y yo, su traductor. La conversación fluía con afecto y naturalidad como siempre, aunque a él se le notaba el cansancio. En un momento dado mencioné lo que estaba traduciendo: Don Carlos, de Schiller. Y Kertész se animó entonces rápidamente y empezó a recitar de carrerilla el comienzo del drama del clásico alemán. Se aferra a la literatura; la pasión literaria lo mantiene vivo.
Hace 18 horas.