"¿Quién es Stefan Zweig? Rara pregunta. Si se opta por el camino sencillo se podría dejar en escritor austriaco, vienés de nacimiento y de vocación; judío por accidente. Si se lee su obra con la misma pasión que exige la escritura arrebatada de El mundo de ayer -sus memorias-, entonces la pregunta puede llegar a incomodar. Zweig no es sólo un intelectual al uso atrapado entre dos guerras mundiales y otras tantas formas de totalitarismo, sino que de su nombre depende todo lo bueno que alguna vez soñó para sí Europa. No se trata sólo de un autor, sino, mucho más ambicioso, de una provocación. Como Arthur Koestler, por ejemplo, su vida y su obra son el testimonio quizá de una promesa, de una idea, de lo que pudo ser y finalmente no fue. Eso, o más grave, la sencilla constatación del más ridículo y tremendo de los fracasos: el nuestro, el de Europa.
Quién sabe si por lo que sucede ahora mismo en el extremo oriental a las orillas del mar Negro de esa Europa pacífica, activa, culta y finalmente imposible por la que peleó Zweig, o quizá por la incapacidad de los europeos de entender en este preciso instante que lo que viene del Sur no es necesariamente una amenaza; el caso es que el autor de Carta de una desconocida se antoja más presente y necesario que nunca. Eso o simplemente una película. El gran hotel Budapest, de Wes Anderson, rescata de forma íntegra su figura y, por decirlo mejor, su espíritu, lo que es más importante. Y todo ello bajo la apariencia inocente, o no tanto, de una comedia detallista, precisa, tal vez perfecta, empeñada en borrar los límites entre la fantasía y la realidad, entre la ensoñación de un tiempo casi borrado por el olvido y la sensación grata y dura de reconocimiento de lo auténticamente real. Contradictorio e irrenunciable.
Cuenta el director de Houston que dar con Zweig significó para él casi una revelación. «Fue un autor con el que di muy tardíamente con la lectura de 'La piedad peligrosa', su única y verdadera novela. La impresión fue aún mayor al descubrir que apenas es ya leído ni en mi país ni creo que en Europa y que sólo desde hace una decena de años ha empezado a tener cierta relevancia en determinados círculos», dice Anderson y acto seguido puntualiza: «La película, en cualquier caso, no se refiere directamente a ninguna de sus obras de forma determinada, pero creo que todo lo esencial de su trabajo está ahí: el argumento no es otro que el crepúsculo de una Europa y de una determinada cultura europea. La que defendió y representó Zweig».
El mundo de la seguridad
Y en efecto, la cinta recrea con el mismo entusiasmo con el que Zweig lo describe «el mundo de la seguridad» que precedió a la Gran Guerra. «Todo en nuestra monarquía austríaca casi milenaria», se lee en las memorias del autor, «parecía asentarse sobre el fundamento de la duración, y el propio Estado parecía la garantía suprema de esta estabilidad... Todo el mundo sabía cuánto tenía o cuánto le correspondía, qué le estaba permitido y qué prohibido. Todo tenía su norma, su medida y su peso determinado». Y todo ello se aprecia en el rigor de una cinta que se quiere parecer a Zweig en cada detalle. Que son muchos.
Como los propios relatos del austriaco, el último trabajo del director de Viaje a Darjeeling se estructura alrededor de un secreto. Dos personajes se encuentran y en el choque fortuito nace el principio de un cuento, una culpa o un misterio confesado, que cambiará para siempre la vida del que escucha. La importancia del relato no radica tanto en su capacidad para levantar testimonio de un hecho como de sugerir en el que escucha la clave para entender su propia vida. Y eso que vale para uno de los dos protagonistas del cuento o novela, el que atiende, sirve exactamente igual para el lector.
De alguna forma, toda la literatura de Zweig juega a recrear la pulsión original de los mitos compartidos, la cultura, digamos, occidental. Toda su literatura, por moderna, es necesariamente literatura de literatura, cuento de cuento, narración de lo ya narrado. Y ahí coincide tanto un proyecto estético como social y político. Todo el arte europeo (o todo el arte sin más) es necesariamente un terreno compartido; un espacio común para la comprensión (aquí su dimensión utópica) y (llegan las malas noticias) para la fatalidad. Mal que nos pese, todos somos víctimas del mismo destino social como el oficial de 'La piedad peligrosa' que, incapaz de sobreponerse a las convenciones de la sociedad, acaba por ser un héroe para todos y un miserable para sí mismo.
Una aventura existencial
'El gran hotel Budapest' cuenta la historia de un conserje de un hotel decimonónico, demasiado parecido a cualquiera de los que tiempo atrás adornaron en todo su esplendor Karlsbad o Karlovy Vary, obligado a huir. Víctima de una falsa acusación de asesinato, él (Ralph Fiennes) y su inseparable 'lobby boy' Zero recorrerán la geografía desolada de una Europa enferma de su propia opulencia que se prepara para la peor de las pesadillas. Estamos en ese periodo llamado de entreguerras. En realidad, la película discurre en dos tiempos. En los años 60, un hombre (Murray Abraham) rememora su pasado ante la atenta mirada de un escritor (Jude Law). Lo hacen en el hall de un hotel desvencijado y feo que antes vivió su momento de gloria. Cuando acabe la historia, ya nada volverá a ser igual: ni la del escritor que escucha ni la del espectador ni la de la propia Europa.
Como en Zweig, la idea es eliminar todo adjetivo superfluo, toda descripción innecesaria, cualquier diálogo demasiado evidente, para llegar al punto límite en el que la narración limpia se convierte en una especie de cristal transparente desde el que observar (atentos) el alma humana. Se trata de enseñar la aventura existencial de sus personajes desde la meticulosa descripción de lo que les rodea y les hace ser lo que son. La idea no es otra que pintar desde fuera lo que hay dentro. Y en este juego de paisajes que emocionan, de geometrías apasionadas, tan importante es lo que se ve como lo que se esconde.
Pero no sólo eso, la textura de la propia película, entre la ensoñación y la reconstrucción hiperrealista, calca la propia manera de reconstruir las ruinas de su propia vida utilizada por Zweig. La ficción para el austriaco siempre fue una manera de acercarse a la realidad de su mundo, de explicarla, de la misma manera que cada hecho real que configura su biografía se acerca al brío de lo imaginado, quizá sólo soñado. «La idea es reinventar la realidad pasándola por el tamiz del recuerdo, de lo imaginario», afirma Wes Anderson sobre su película de la misma manera que en el prólogo de El mundo de ayer se puede leer: «Todo lo que olvida el hombre de su propia vida, en realidad ya mucho antes había estado condenado al olvido por un instinto interior... Así que ¡hablad, recuerdos, elegid vosotros en lugar de mí y dad al menos un reflejo de mi vida antes de que se sumerja en la oscuridad!».
Un lugar extraño
Y así, la Europa que descubrimos en Zweig y que traduce Anderson es un lugar ya completamente extraño en el que los periódicos, los de todos los días, publican textos filosóficos al lado de poemas; en el que la vida intelectual determina el pulso de la actualidad hasta el punto de transformarla al calor de publicaciones como 'La Feuille' o 'Demain' («Nos parecía que bastaba con pensar a escala europea y unirnos en una hermandad internacional, declararnos partidarios del ideal de un entendimiento pacífico... y de una fraternidad espiritual por encima de lenguas y países»), o un sitio en el que la fascinación por la propia fascinación (memorable el episodio en el que Zweig visita a Rodin) es la única pauta de conducta.
La Europa, en definitiva, que vivió dos guerras completamente diferentes en sus formas, pero idénticas en el resultado. «Nunca he confiado tanto en la unidad de Europa, nunca he creído tanto en su futuro como en aquella época, en la que nos parecía vislumbrar una nueva aurora. Pero en realidad era ya el resplandor del incendio mundial que se acercaba», reflexiona Zweig justo antes de describir el huracán de odio que arrasaría con todo. «Si hoy», continúa, «nos preguntamos por qué Europa fue a la guerra en 1914, no hallaremos ni un fundamento razonable, ni un solo motivo... De repente todos los estados se sintieron fuertes, olvidando que los demás se sentían de igual manera; todos querían más y todos querían algo de los demás. Y lo peor fue que nos engañó la sensación que más valorábamos todos: nuestro optimismo común...».
Zweig está ahí para dar testimonio de una Europa que se precipitó al suicidio con gesto decidido. Leerle ahora, o recuperarle a través del espejo de Wes Anderson, se antoja un ejercicio de memoria tan inútil como imprescindible. «Europa, nuestra patria, por la que habíamos vivido, sería devastada más allá de nuestras propias vidas. Comenzaba algo diferente, una época nueva, pero ¡cuántos infiernos y purgatorios había que recorrer todavía!», escribe el autor casi al final del relato de su vida, una vida que antes que cualquier otra cosa, desde la renuncia consciente a una vida que no vale la pena, es provocación. Lúcida y herida".
Fuente | La memoria perdida del ayer
Luis Martínez
23/03/2014
El Mundo
'El gran hotel Budapest' cuenta la historia de un conserje de un hotel decimonónico, demasiado parecido a cualquiera de los que tiempo atrás adornaron en todo su esplendor Karlsbad o Karlovy Vary, obligado a huir. Víctima de una falsa acusación de asesinato, él (Ralph Fiennes) y su inseparable 'lobby boy' Zero recorrerán la geografía desolada de una Europa enferma de su propia opulencia que se prepara para la peor de las pesadillas. Estamos en ese periodo llamado de entreguerras. En realidad, la película discurre en dos tiempos. En los años 60, un hombre (Murray Abraham) rememora su pasado ante la atenta mirada de un escritor (Jude Law). Lo hacen en el hall de un hotel desvencijado y feo que antes vivió su momento de gloria. Cuando acabe la historia, ya nada volverá a ser igual: ni la del escritor que escucha ni la del espectador ni la de la propia Europa.
Como en Zweig, la idea es eliminar todo adjetivo superfluo, toda descripción innecesaria, cualquier diálogo demasiado evidente, para llegar al punto límite en el que la narración limpia se convierte en una especie de cristal transparente desde el que observar (atentos) el alma humana. Se trata de enseñar la aventura existencial de sus personajes desde la meticulosa descripción de lo que les rodea y les hace ser lo que son. La idea no es otra que pintar desde fuera lo que hay dentro. Y en este juego de paisajes que emocionan, de geometrías apasionadas, tan importante es lo que se ve como lo que se esconde.
Pero no sólo eso, la textura de la propia película, entre la ensoñación y la reconstrucción hiperrealista, calca la propia manera de reconstruir las ruinas de su propia vida utilizada por Zweig. La ficción para el austriaco siempre fue una manera de acercarse a la realidad de su mundo, de explicarla, de la misma manera que cada hecho real que configura su biografía se acerca al brío de lo imaginado, quizá sólo soñado. «La idea es reinventar la realidad pasándola por el tamiz del recuerdo, de lo imaginario», afirma Wes Anderson sobre su película de la misma manera que en el prólogo de El mundo de ayer se puede leer: «Todo lo que olvida el hombre de su propia vida, en realidad ya mucho antes había estado condenado al olvido por un instinto interior... Así que ¡hablad, recuerdos, elegid vosotros en lugar de mí y dad al menos un reflejo de mi vida antes de que se sumerja en la oscuridad!».
Un lugar extraño
Y así, la Europa que descubrimos en Zweig y que traduce Anderson es un lugar ya completamente extraño en el que los periódicos, los de todos los días, publican textos filosóficos al lado de poemas; en el que la vida intelectual determina el pulso de la actualidad hasta el punto de transformarla al calor de publicaciones como 'La Feuille' o 'Demain' («Nos parecía que bastaba con pensar a escala europea y unirnos en una hermandad internacional, declararnos partidarios del ideal de un entendimiento pacífico... y de una fraternidad espiritual por encima de lenguas y países»), o un sitio en el que la fascinación por la propia fascinación (memorable el episodio en el que Zweig visita a Rodin) es la única pauta de conducta.
La Europa, en definitiva, que vivió dos guerras completamente diferentes en sus formas, pero idénticas en el resultado. «Nunca he confiado tanto en la unidad de Europa, nunca he creído tanto en su futuro como en aquella época, en la que nos parecía vislumbrar una nueva aurora. Pero en realidad era ya el resplandor del incendio mundial que se acercaba», reflexiona Zweig justo antes de describir el huracán de odio que arrasaría con todo. «Si hoy», continúa, «nos preguntamos por qué Europa fue a la guerra en 1914, no hallaremos ni un fundamento razonable, ni un solo motivo... De repente todos los estados se sintieron fuertes, olvidando que los demás se sentían de igual manera; todos querían más y todos querían algo de los demás. Y lo peor fue que nos engañó la sensación que más valorábamos todos: nuestro optimismo común...».
Zweig está ahí para dar testimonio de una Europa que se precipitó al suicidio con gesto decidido. Leerle ahora, o recuperarle a través del espejo de Wes Anderson, se antoja un ejercicio de memoria tan inútil como imprescindible. «Europa, nuestra patria, por la que habíamos vivido, sería devastada más allá de nuestras propias vidas. Comenzaba algo diferente, una época nueva, pero ¡cuántos infiernos y purgatorios había que recorrer todavía!», escribe el autor casi al final del relato de su vida, una vida que antes que cualquier otra cosa, desde la renuncia consciente a una vida que no vale la pena, es provocación. Lúcida y herida".
Fuente | La memoria perdida del ayer
Luis Martínez
23/03/2014
El Mundo