17 de noviembre de 2007

Sándor Márai

El best seller que volvió de la muerte
Leopoldo Brizuela

Hay un misterio en las novelas de Sándor Márai, en el silencio de sus personajes, en la oscura motivación de sus acciones y sus reposos tensos, en las sombras de esos escenarios opulentos y decadentes, ya para siempre perdidos. Ese misterio empezó a conquistar a millones de lectores en todo el mundo desde 1999 (diez años después del suicidio del autor y a medio siglo de su partida de Hungría), a la vez como un presagio y una clave del horror que pronto estallaría. Algo parecido pasa con su vida. Los recuerdos de su familia, que lo concibió y lo crió como la flor de una estirpe y una clase social; sus prematuras memorias; los infinitos testimonios dejados por la prensa y la crítica, que durante al menos veinte años lo reflejaron según el molde del "escritor exitoso"; y por fin, las miles y miles de páginas de los diarios personales que llevaron, durante décadas y décadas, él y su esposa; todo ese material revela, por contraste, un itinerario irreducible a cualquier esquema o mote, empezando por el que él mismo eligió ponerse: el de burgués.

¿Quién era Sándor (Alejandro) Márai?, se pregunta el lector de sus relatos, perplejo ante la reserva de sus biografías, intuyendo que en él hubo alguien capaz de mirar a los ojos la tragedia y de sobrevivir a ella. "Pero ¿qué puede responderse con palabras?", replica uno de los personajes de su novela El último encuentro. "¿Y de qué vale, en todo caso, una respuesta dada en palabras y no en la moneda de una vida entera." Así, mientras dure nuestra pasión por su literatura, quizá no nos quede otro remedio que narrarnos una y otra vez la historia de Sándor Márai, dispuestos a corregirla cuando un nuevo dato invalide el esbozo anterior; guiados apenas por la esperanza de recibir, en su moneda, el pago a la templanza que exige su lectura.

El escritor que hoy conocemos como Sándor Márai nació en la primavera de 1900, cuando el Progreso llevaba a las capitales de provincia más alejadas de los imperios, a Oporto y a Calgary, a Melbourne y a Tacuarembó, los sorprendentes monumentos de la ciencia y la industria. Al pie mismo de esas montañas boscosas a las que alude el nombre Transilvania (durante siglos y siglos, el límite inestable de Europa, de la seguridad, de la civilización, del logos), los habitantes de Kaschau, la segunda ciudad de Hungría, se jactaban, no ya de sus iglesias y de los antiguos hitos de su lucha contra los bárbaros, sino de una espléndida estación de trenes sorprendentemente parecida a la de La Plata; de la flamante red de alumbrado público que permitía, en torno a la estación, el florecimiento de los cafés y en ellos una vida cultural; y por supuesto, de una media docena de palacios en los que vivían los sacerdotes del nuevo credo del "capitalismo sin cese". Entre ellos, la mansión de los Grosschmidt (tan inconcebiblemente compleja como para haber logrado albergar, no solo a cada nueva familia que se incorporaba al clan, sino incluso la sede del principal banco húngaro y un cabaret de lujo disfrazado de restaurante) se destacaba ante todo por la entrada semejante a la de un escenario por donde el gran patriarca salía, cada mañana, obeso y determinado, rumbo a las oficinas que mantenían un imperio financiero; y por donde entró, aquel anochecer del día de San Alejandro de 1900, a conocer al primogénito y a sacarlo, casi inmediatamente, a uno de los doce inmensos balcones que medía la fachada; uno se imagina a los habitantes del Kaschau contemplando allá arriba al recién nacido e intuyendo, ya, algo de esa importancia que nosotros aún no podemos definir. Y al propio chico, que habrá visto también en el horizonte lo que nadie veía: el perfil amenazante del bosque, de la barbarie, del mito.

Como fuera, ese gesto paterno (Sigue aqui).