La amistad, de Maurice Blanchot
Christopher Domínguez Michael
Letras Libres
Bajo la ocupación alemana de Francia ocurrían cosas extrañas. El 5 de marzo de 1944 un grupo de escritores y filósofos, algunos jóvenes, otros ya célebres, como Arthur Adamov, Albert Camus, Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Michel Leiris, Jean Paulhan y Gabriel Marcel, sostuvieron una discusión sobre el pecado con un grupo de jesuitas, entre los que se contaba el futuro cardenal Daniélou y Pierre Klossowski, todavía de sotana, antes de abandonar el seminario por la literatura. A la reunión, organizada en torno a Georges Bataille, acudió Maurice Blanchot, su discípulo que se convertiría, durante las décadas de la posguerra, en un enigmático escritor del que puede decirse que apenas fue fotografiado, que se empeñó en no tener biografía y que fue uno de los críticos literarios más influyentes de la modernidad.
Meses después de aquella discusión llegó el verano y los escritores se dispersaron hacia sus casas de campo. Blanchot se refugió en la propiedad familiar de Quain, en la región de Saône-et-Loire, donde había nacido. La zona había sido víctima de represalias alemanas contra la Resistencia y un día de junio un oficial se presentó en el château de los Blanchot y acusó a Maurice de escribir en las hojas clandestinas del maquis, lo cual era falso. Tras someterlo violentamente los alemanes se dispusieron, no se sabe si en compañía de algunos familiares, a fusilarlo. Por fortuna, fue un simulacro. El oficial abandonó intempestivamente al pelotón y éste, conformado por soldados rusos que habían sido tomados en leva, prefirió saquear el castillo, perdonándole la vida a Blanchot y a los suyos.
El episodio tornose legendario y cambió la vida de Blanchot, quien, como lo hubiera hecho cualquier otro escritor, emuló su experiencia con la sufrida por Dostoievski en 1849, cuando fue sometido a un simulacro similar donde la pena de muerte le fue conmutada por el destierro siberiano donde escribiría La casa de los muertos. De alguna manera la obra entera de Blanchot, la del crítico y la del novelista, se convertiría en el testimonio de una larga temporada en un mundo agónico donde el último escritor contempla el lenguaje como el más resistente de los carbones al rojo vivo en la hoguera del tiempo.
Hombre de mala salud pese a que vivió casi cien años, Blanchot (1907-2003) tuvo una formación filosófica formidable, ajena (aunque no contraria) a la universidad. En su momento, Jacques Derrida dirá que nadie, entre los filósofos profesionales, conocía mejor a Heidegger y a Husserl que Blanchot. En los años treinta sus reseñas aparecen en las principales revistas literarias de la extrema derecha, particularmente en el Journal des Débats, que había sido fundado en 1789 y donde habían colaborado los más ilustres. El joven Blanchot, riche amateur que recorría París en taxi, estaba bajo el influjo de Thierry Maulnier, quien aspiraba a radicalizar intelectualmente a la Acción Francesa y llevarla al fascismo. Ese radicalismo, nacionalbolchevique en Alemania o ultramaurrasiano en Francia, deploraba en el marxismo lo que tenía de burgués y no lo que tenía de revolucionario, acusándolo de desacralizar el vehículo del que se sirve, mientras que la verdadera Revolución, al regresar el planeta a su origen, culmina en el tradicionalismo.
En Blanchot el desprecio del capitalismo se mantendrá inalterable a lo largo de toda su vida, alimentando la esperanza atemporal en el advenimiento de una comunidad utópica que le dará plenitud o reposo a la humanidad. La fe depositada por Blanchot en esas ciudades de Dios la comparte con Emmanuel Monier, un cristiano de izquierda, y con otro improbable agustiniano, Sartre, quien descubrió una equivalencia de la comunidad en el campo de trabajo donde estuvo internado en 1940.
Tras compartir la ambigüedad de otros escritores entre la Colaboración y la Resistencia, Blanchot se decide, desde 1944, por la expiación de sus pecados juveniles. Antes discípulo de Emmanuel Lévinas que de Bataille, a Blanchot el filósofo judío “lo tomó en confesión” porque no compartía el antisemitismo de su milieu y expresó tempranamente su horror ante el hitlerismo. Sus artículos que denunciaban el terror nazi no eran (y ello lo ennoblece) variaciones de la pulsión antialemana propia de la Acción Francesa, sino verdaderas anticipaciones del Holocausto. Desde Falsos pasos (1943) hasta La comunidad inconfesable (1983) la crítica de Blanchot expiará la culpa de la complicidad, culpa que se tornará dramática ante La especie humana (1947), el testimonio novelístico de Robert Antelme sobre Buchenwald. Antelme se convertirá en uno de sus amigos íntimos, lo cual no es decir poca cosa tratándose de Blanchot, quien, como se lee en La amistad (1971), hizo de la amistad un concepto filosófico que substituye, en su obra, nociones románticas como el genio o la posteridad. Los relatos y las novelas de Blanchot (Thomas el oscuro en sus dos versiones, Aminadab, El último hombre) manan, como las de Beckett, del paisaje lunar que dejó la Segunda Guerra Mundial.
El Terror es una de las grandes pasiones intelectuales francesas y Blanchot no se librará de ella. Su primer artículo, publicado en 1931, fue una crítica a la no violencia de Gandhi que a su parecer era una amputación de lo sagrado. Esa pasión terrorista, desplazada a la literatura, es el culto a la trasgresión, que es la violencia política al alcance de los estetas. Por ello el Marqués de Sade, para Blanchot, lo mismo que para los surrealistas y los existencialistas, será la figura revolucionaria más completa y atractiva. Pero a la vez Blanchot fue un tuberculoso al cual Kafka y Proust, pero sobre todo Kafka, le son entrañablemente familiares. Blanchot, que ejerció la dirección de conciencia sobre tantos filósofos y profesores, puede ser definido como ese escritor moderno en cuyo universo conviven sin tocarse Sade, Kafka y Mallarmé, una tríada cuya invocación garantiza una profusión de paradojas filosofantes y contraparadojas jeremíacas que hicieron decir a J.G. Merquior, en un momento de mal humor, que los Bataille y los Blanchot, literatos que no mataban una mosca, eran los “pirómanos en pantuflas” del siglo XX.1
Blanchot, a partir de 1945, es una suerte de impresión en negativo de Sartre. Donde el filósofo de Saint-Germain-des-Prés aparece, Blanchot, retirado en provincias, se oculta, activa presencia pública invisible en los periódicos pero que está en todas partes, en el Comité Nacional de Escritores y sus depuraciones, en Critique y en Les Temps Modernes, en el comité de lectura de Gallimard y en la redacción de los manifiestos contra la guerra de Argelia. Es, como lo ha llamado Christophe Bident, su biógrafo, “el socio invisible” de los grandes escritores franceses y como crítico se presenta como “el amigo” dispuesto a respaldar a la experiencia literaria en su totalidad.
El espíritu antiburgués de la extrema derecha sobrevive en Blanchot y su paseo de medio siglo por la izquierda no lo cambia mucho: la expiación lo singulariza y lo dota de un escalofriante poder de expresión, como puede leerse, con admiración, en La amistad. Antimoderno, el pensamiento de Blanchot es una nube que lo mismo se forma sobre la cabeza de la Acción Francesa que, años después, sobre la de Roland Barthes y de Michel Foucault.
Blanchot es un metafísico para quien la relación semántica entre comunidad y comunismo oculta segundas y poderosas intenciones, como se ve en los ensayos dedicados al tratado de Dionys Mascolo sobre el comunismo (1953) y a los lenguajes de Marx. Que un Blanchot, tan ajeno a esa tradición, se haya visto tentado a justificarse en ella nos habla, por enésima vez, de la omnipotencia con la cual el marxismo se impuso en los cafés, las redacciones literarias y las aulas de Francia.
Claude Lévi-Strauss, Derrida, Foucault, Barthes y Jacques Lacan, junto con toda su escuela de epígonos, son todos, idolatrados o condenados, pos-estructuralistas o deconstruccionistas, hijos de Blanchot, a quien no hay más remedio que reconocer como el rector de una elocuente espiritualidad jansenista que dominó el pasado reciente. Fue Blanchot (y Bataille) quien legitimó a los maîtres à penser con la espada de la literatura. En ese ritual sancionaron esas leyes suyas basadas en la lectura relativista de Marx, Nietzsche y Freud, en el encomio de lo primitivo contra lo moderno, en la desconfianza ante el sentido literal y en la puesta en escena de un drama mental donde el autor protagoniza el logocidio y rechaza las tareas pesadas de una sociedad abierta que dice detestar mientras se dispone, con frecuencia, al entusiasmo totalitario. Esos pensadores se beneficiaron de la paradoja de que su gurú se negase a usufructuar el espectáculo que a ellos los hizo ricos y famosos. En el tributo a Blanchot depositaban una fianza.
Es cosa de leer Maurice Blanchot. Partenaire invisible (1998) de Christophe Bident para corroborar la devoción suscitada por el autor de El libro que vendrá (1959). Blanchot come poco, siempre ha comido poco, nos dice su biógrafo, pero esos melindres de cenobita lo fortalecen y nunca está lo suficientemente enfermo como para no estar en comunidad con su comunidad. Junto a Antelme, Mascolo, Marguerite Duras, Maurice Nadeau, Blanchot ve en el mayo de 1968 ala Revolución haciendo un boquete en el tiempo y paralizando la historia, advenimiento que al menos nos deja una estampa piadosa, la del crítico marchando en la gigantesca manifestación del 13 de mayo en París. Hablar de fiesta y sacrificio de cara a la Gran Guerra o frente a la Revolución Mexicana tiene su lógica. Pero ver en el mayo francés una experiencia del sacrificio es, como tantas cosas en Blanchot y en los suyos, un exceso de lenguaje, un abuso de confianza. Los textos de Blanchot sobre el 68, publicados anónimamente o como obras colectivas que borran el pecado original de la autoría, son estampas piadosas para maoístas, beatería.2
La amistad jansenista es un vínculo fraterno que ocurre al margen de las instituciones, a la sombra. Es una liga privada, una complicidad. Blanchot supo ser amigo de sus amigos. La búsqueda de la otredad ilumina las obras y tan significativo es, en Blanchot, el tributo a los contemporáneos esenciales como la frustrada intentona del crítico de callar, por ejemplo, ante Edmond Jabès, cuya poesía hubiera querido reservarse para su lectura silenciosa. Blanchot es, contra las apariencias, más vieja crítica que nueva crítica: sus notas sobre Kafka no se refieren a la textualidad sino a la experiencia y el crítico no hubiera podido componer De Kafka a Kafka (1981) sin las cartas del escritor a sus mujeres.
Vale mucho Blanchot y llamarlo, con Merquior, “pirómano en pantuflas” es una manifestación de escándalo ante su poder de convencimiento, su capacidad de persuasión. No debe olvidarse que es el archirreseñista, un crítico que elevó el género de la reseña literaria al nivel de fragmento filosófico y un autor que les prohibió a sus editores la confección de sus obras completas, deseoso de seguir circulando, ligero de equipaje, a través del libro de bolsillo. También es un asceta dueño de una prosa abundante en páginas y frases originadas en largos intervalos de lectura extasiada que en La amistad resplandecen: con Malraux frente al arte prehistórico, con Leiris (y Jean-Jacques) en la confesión, a través del nexo profundo y equívoco que unió a Max Brod con Kafka, en el descubrimiento de Walter Benjamin. Y con Klossowski, quien es el único autor que lo hace reír, aunque sea contagiado de la risa de los dioses. Los místicos, dice Jean Paulhan y eso se puede aplicar a Blanchot, son los únicos filósofos que realizan su filosofía. Al mantenerse en la sombra y al participar de la literatura con una ubicuidad casi oportunista, Blanchot fue consecuente con lo que predicaba. Es el humilde, el insípido, el neutro, el verdadero desprendido. A su religión no le convence del todo el surrealismo pues considera que el único surrealismo que vale es lo sobrenatural. Pero Blanchot supera, en cierto sentido, a los profetas católicos como Léon Bloy y Charles Péguy, un tanto ibéricos en su agonía barroca. Blanchot es el jansenista que predica una mística donde Dios no se presenta ni da señales, ausencia ante la que sólo queda el vacío perfecto de la oración, abominación expiatoria del lenguaje.
1. J.G. Merquior, De Praga a París. Crítica del pensamiento estructuralista y post-estructuralista, México, FCE, 1989, p. 174.
2 Christophe Bident, Maurice Blanchot. Partenaire invisible. Essai biographique, Seyssel, Champ Vallon, 1998, pp. 471-472. Pese a este y otros excesos el libro es muy recomendable.
Christopher Domínguez Michael
Letras Libres
Bajo la ocupación alemana de Francia ocurrían cosas extrañas. El 5 de marzo de 1944 un grupo de escritores y filósofos, algunos jóvenes, otros ya célebres, como Arthur Adamov, Albert Camus, Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Michel Leiris, Jean Paulhan y Gabriel Marcel, sostuvieron una discusión sobre el pecado con un grupo de jesuitas, entre los que se contaba el futuro cardenal Daniélou y Pierre Klossowski, todavía de sotana, antes de abandonar el seminario por la literatura. A la reunión, organizada en torno a Georges Bataille, acudió Maurice Blanchot, su discípulo que se convertiría, durante las décadas de la posguerra, en un enigmático escritor del que puede decirse que apenas fue fotografiado, que se empeñó en no tener biografía y que fue uno de los críticos literarios más influyentes de la modernidad.
Meses después de aquella discusión llegó el verano y los escritores se dispersaron hacia sus casas de campo. Blanchot se refugió en la propiedad familiar de Quain, en la región de Saône-et-Loire, donde había nacido. La zona había sido víctima de represalias alemanas contra la Resistencia y un día de junio un oficial se presentó en el château de los Blanchot y acusó a Maurice de escribir en las hojas clandestinas del maquis, lo cual era falso. Tras someterlo violentamente los alemanes se dispusieron, no se sabe si en compañía de algunos familiares, a fusilarlo. Por fortuna, fue un simulacro. El oficial abandonó intempestivamente al pelotón y éste, conformado por soldados rusos que habían sido tomados en leva, prefirió saquear el castillo, perdonándole la vida a Blanchot y a los suyos.
El episodio tornose legendario y cambió la vida de Blanchot, quien, como lo hubiera hecho cualquier otro escritor, emuló su experiencia con la sufrida por Dostoievski en 1849, cuando fue sometido a un simulacro similar donde la pena de muerte le fue conmutada por el destierro siberiano donde escribiría La casa de los muertos. De alguna manera la obra entera de Blanchot, la del crítico y la del novelista, se convertiría en el testimonio de una larga temporada en un mundo agónico donde el último escritor contempla el lenguaje como el más resistente de los carbones al rojo vivo en la hoguera del tiempo.
Hombre de mala salud pese a que vivió casi cien años, Blanchot (1907-2003) tuvo una formación filosófica formidable, ajena (aunque no contraria) a la universidad. En su momento, Jacques Derrida dirá que nadie, entre los filósofos profesionales, conocía mejor a Heidegger y a Husserl que Blanchot. En los años treinta sus reseñas aparecen en las principales revistas literarias de la extrema derecha, particularmente en el Journal des Débats, que había sido fundado en 1789 y donde habían colaborado los más ilustres. El joven Blanchot, riche amateur que recorría París en taxi, estaba bajo el influjo de Thierry Maulnier, quien aspiraba a radicalizar intelectualmente a la Acción Francesa y llevarla al fascismo. Ese radicalismo, nacionalbolchevique en Alemania o ultramaurrasiano en Francia, deploraba en el marxismo lo que tenía de burgués y no lo que tenía de revolucionario, acusándolo de desacralizar el vehículo del que se sirve, mientras que la verdadera Revolución, al regresar el planeta a su origen, culmina en el tradicionalismo.
En Blanchot el desprecio del capitalismo se mantendrá inalterable a lo largo de toda su vida, alimentando la esperanza atemporal en el advenimiento de una comunidad utópica que le dará plenitud o reposo a la humanidad. La fe depositada por Blanchot en esas ciudades de Dios la comparte con Emmanuel Monier, un cristiano de izquierda, y con otro improbable agustiniano, Sartre, quien descubrió una equivalencia de la comunidad en el campo de trabajo donde estuvo internado en 1940.
Tras compartir la ambigüedad de otros escritores entre la Colaboración y la Resistencia, Blanchot se decide, desde 1944, por la expiación de sus pecados juveniles. Antes discípulo de Emmanuel Lévinas que de Bataille, a Blanchot el filósofo judío “lo tomó en confesión” porque no compartía el antisemitismo de su milieu y expresó tempranamente su horror ante el hitlerismo. Sus artículos que denunciaban el terror nazi no eran (y ello lo ennoblece) variaciones de la pulsión antialemana propia de la Acción Francesa, sino verdaderas anticipaciones del Holocausto. Desde Falsos pasos (1943) hasta La comunidad inconfesable (1983) la crítica de Blanchot expiará la culpa de la complicidad, culpa que se tornará dramática ante La especie humana (1947), el testimonio novelístico de Robert Antelme sobre Buchenwald. Antelme se convertirá en uno de sus amigos íntimos, lo cual no es decir poca cosa tratándose de Blanchot, quien, como se lee en La amistad (1971), hizo de la amistad un concepto filosófico que substituye, en su obra, nociones románticas como el genio o la posteridad. Los relatos y las novelas de Blanchot (Thomas el oscuro en sus dos versiones, Aminadab, El último hombre) manan, como las de Beckett, del paisaje lunar que dejó la Segunda Guerra Mundial.
El Terror es una de las grandes pasiones intelectuales francesas y Blanchot no se librará de ella. Su primer artículo, publicado en 1931, fue una crítica a la no violencia de Gandhi que a su parecer era una amputación de lo sagrado. Esa pasión terrorista, desplazada a la literatura, es el culto a la trasgresión, que es la violencia política al alcance de los estetas. Por ello el Marqués de Sade, para Blanchot, lo mismo que para los surrealistas y los existencialistas, será la figura revolucionaria más completa y atractiva. Pero a la vez Blanchot fue un tuberculoso al cual Kafka y Proust, pero sobre todo Kafka, le son entrañablemente familiares. Blanchot, que ejerció la dirección de conciencia sobre tantos filósofos y profesores, puede ser definido como ese escritor moderno en cuyo universo conviven sin tocarse Sade, Kafka y Mallarmé, una tríada cuya invocación garantiza una profusión de paradojas filosofantes y contraparadojas jeremíacas que hicieron decir a J.G. Merquior, en un momento de mal humor, que los Bataille y los Blanchot, literatos que no mataban una mosca, eran los “pirómanos en pantuflas” del siglo XX.1
Blanchot, a partir de 1945, es una suerte de impresión en negativo de Sartre. Donde el filósofo de Saint-Germain-des-Prés aparece, Blanchot, retirado en provincias, se oculta, activa presencia pública invisible en los periódicos pero que está en todas partes, en el Comité Nacional de Escritores y sus depuraciones, en Critique y en Les Temps Modernes, en el comité de lectura de Gallimard y en la redacción de los manifiestos contra la guerra de Argelia. Es, como lo ha llamado Christophe Bident, su biógrafo, “el socio invisible” de los grandes escritores franceses y como crítico se presenta como “el amigo” dispuesto a respaldar a la experiencia literaria en su totalidad.
El espíritu antiburgués de la extrema derecha sobrevive en Blanchot y su paseo de medio siglo por la izquierda no lo cambia mucho: la expiación lo singulariza y lo dota de un escalofriante poder de expresión, como puede leerse, con admiración, en La amistad. Antimoderno, el pensamiento de Blanchot es una nube que lo mismo se forma sobre la cabeza de la Acción Francesa que, años después, sobre la de Roland Barthes y de Michel Foucault.
Blanchot es un metafísico para quien la relación semántica entre comunidad y comunismo oculta segundas y poderosas intenciones, como se ve en los ensayos dedicados al tratado de Dionys Mascolo sobre el comunismo (1953) y a los lenguajes de Marx. Que un Blanchot, tan ajeno a esa tradición, se haya visto tentado a justificarse en ella nos habla, por enésima vez, de la omnipotencia con la cual el marxismo se impuso en los cafés, las redacciones literarias y las aulas de Francia.
Claude Lévi-Strauss, Derrida, Foucault, Barthes y Jacques Lacan, junto con toda su escuela de epígonos, son todos, idolatrados o condenados, pos-estructuralistas o deconstruccionistas, hijos de Blanchot, a quien no hay más remedio que reconocer como el rector de una elocuente espiritualidad jansenista que dominó el pasado reciente. Fue Blanchot (y Bataille) quien legitimó a los maîtres à penser con la espada de la literatura. En ese ritual sancionaron esas leyes suyas basadas en la lectura relativista de Marx, Nietzsche y Freud, en el encomio de lo primitivo contra lo moderno, en la desconfianza ante el sentido literal y en la puesta en escena de un drama mental donde el autor protagoniza el logocidio y rechaza las tareas pesadas de una sociedad abierta que dice detestar mientras se dispone, con frecuencia, al entusiasmo totalitario. Esos pensadores se beneficiaron de la paradoja de que su gurú se negase a usufructuar el espectáculo que a ellos los hizo ricos y famosos. En el tributo a Blanchot depositaban una fianza.
Es cosa de leer Maurice Blanchot. Partenaire invisible (1998) de Christophe Bident para corroborar la devoción suscitada por el autor de El libro que vendrá (1959). Blanchot come poco, siempre ha comido poco, nos dice su biógrafo, pero esos melindres de cenobita lo fortalecen y nunca está lo suficientemente enfermo como para no estar en comunidad con su comunidad. Junto a Antelme, Mascolo, Marguerite Duras, Maurice Nadeau, Blanchot ve en el mayo de 1968 ala Revolución haciendo un boquete en el tiempo y paralizando la historia, advenimiento que al menos nos deja una estampa piadosa, la del crítico marchando en la gigantesca manifestación del 13 de mayo en París. Hablar de fiesta y sacrificio de cara a la Gran Guerra o frente a la Revolución Mexicana tiene su lógica. Pero ver en el mayo francés una experiencia del sacrificio es, como tantas cosas en Blanchot y en los suyos, un exceso de lenguaje, un abuso de confianza. Los textos de Blanchot sobre el 68, publicados anónimamente o como obras colectivas que borran el pecado original de la autoría, son estampas piadosas para maoístas, beatería.2
La amistad jansenista es un vínculo fraterno que ocurre al margen de las instituciones, a la sombra. Es una liga privada, una complicidad. Blanchot supo ser amigo de sus amigos. La búsqueda de la otredad ilumina las obras y tan significativo es, en Blanchot, el tributo a los contemporáneos esenciales como la frustrada intentona del crítico de callar, por ejemplo, ante Edmond Jabès, cuya poesía hubiera querido reservarse para su lectura silenciosa. Blanchot es, contra las apariencias, más vieja crítica que nueva crítica: sus notas sobre Kafka no se refieren a la textualidad sino a la experiencia y el crítico no hubiera podido componer De Kafka a Kafka (1981) sin las cartas del escritor a sus mujeres.
Vale mucho Blanchot y llamarlo, con Merquior, “pirómano en pantuflas” es una manifestación de escándalo ante su poder de convencimiento, su capacidad de persuasión. No debe olvidarse que es el archirreseñista, un crítico que elevó el género de la reseña literaria al nivel de fragmento filosófico y un autor que les prohibió a sus editores la confección de sus obras completas, deseoso de seguir circulando, ligero de equipaje, a través del libro de bolsillo. También es un asceta dueño de una prosa abundante en páginas y frases originadas en largos intervalos de lectura extasiada que en La amistad resplandecen: con Malraux frente al arte prehistórico, con Leiris (y Jean-Jacques) en la confesión, a través del nexo profundo y equívoco que unió a Max Brod con Kafka, en el descubrimiento de Walter Benjamin. Y con Klossowski, quien es el único autor que lo hace reír, aunque sea contagiado de la risa de los dioses. Los místicos, dice Jean Paulhan y eso se puede aplicar a Blanchot, son los únicos filósofos que realizan su filosofía. Al mantenerse en la sombra y al participar de la literatura con una ubicuidad casi oportunista, Blanchot fue consecuente con lo que predicaba. Es el humilde, el insípido, el neutro, el verdadero desprendido. A su religión no le convence del todo el surrealismo pues considera que el único surrealismo que vale es lo sobrenatural. Pero Blanchot supera, en cierto sentido, a los profetas católicos como Léon Bloy y Charles Péguy, un tanto ibéricos en su agonía barroca. Blanchot es el jansenista que predica una mística donde Dios no se presenta ni da señales, ausencia ante la que sólo queda el vacío perfecto de la oración, abominación expiatoria del lenguaje.
1. J.G. Merquior, De Praga a París. Crítica del pensamiento estructuralista y post-estructuralista, México, FCE, 1989, p. 174.
2 Christophe Bident, Maurice Blanchot. Partenaire invisible. Essai biographique, Seyssel, Champ Vallon, 1998, pp. 471-472. Pese a este y otros excesos el libro es muy recomendable.