Un viejo chiste cuenta que un periodista llama a un hotel de lo más distinguido, digamos el Ritz de Nueva York, y pide hablar con el rey. "¿Con cuál de todos ellos?", replica el telefonista. Solamente en sitios excepcionales puede existir más de un rey sin que esto desate una tormenta política. Y la literatura, se sabe, no se da el lujo de dilapidar tales oportunidades.
Desde Hotel Savoy de Joseph Roth hasta Hotel du Lac de Anita Brookner, desde El hotel azul de Stephen Crane hasta "Un día perfecto para el pez banana" de J. D. Salinger, muchísimos cuentos y novelas transcurren en hoteles, ya sean reales como el Pera Palas de Estambul, construido especialmente para los pasajeros del Orient Express y al que Marcel Proust se refiere en su En busca del tiempo perdido, o como el Hotel Hummums de Covent Garden donde Dickens conduce a Pip en Grandes ilusiones; ya sean imaginarios pero no menos famosos como, entre otros, el Grand Babylon Hotel de Arnold Bennett.
Como escenario, los hoteles tientan no solo a los narradores. El malentendido (Albert Camus) o En un bar de un hotel de Tokio (Tennessee Williams), son apenas dos ejemplos teatrales, así como ocurrió en el cine con Hôtel du Nord, de Marcel Carné, y Room Service (El hotel de los líos) de los Hermanos Marx, o con las más recientes Cuatro habitaciones, de Quentin Tarantino y otros, o Perdidos en Tokio de Sofia Coppola. Las posibilidades son vastísimas: la habitación de hotel como símbolo de refugio o de encierro, como lugar secreto para lo prohibido, como morada para lo excéntrico o para lo siniestro, como hogar fuera del hogar, como escenario para crímenes o infidelidades, como escondite para un prófugo, como marca o indicio social, etcétera.
En novelas como Veinticuatro horas en la vida de una mujer (Zweig), el hotel desde el que se narra la historia central es un lugar que hace posible la coexistencia de personajes de variadas nacionalidades; una suerte de atmósfera internacional que también plantean Henry James en "Daisy Miller" o E. M. Forster en Una habitación con vistas, con su pensión Bertolini. En El Gran Hotel, novela de Ramón Gómez de la Serna que presenta a un abogado dedicado a vivir amores frívolos, saborear comidas exquisitas y cruzar personajes insólitos, el hotel de Ginebra funciona como metáfora de una aventura, de un momento excepcional en la vida de un individuo.
En Mashenka, primera novela de Vladimir Nabokov, la pensión de Berlín es el marco realista que justifica cierto azar del que depende la trama: la muchacha que ama uno de los huéspedes (y cuyo inminente arribo atraviesa todo el libro, lleno de imágenes que remedan la figura de un tren) podría ser la misma muchacha que antaño amó su vecino de cuarto. En La taberna, de ...mile Zola, el miserable hotelucho Boncoeur en que se desarrolla la primera escena es un espacio de indudable correspondencia simbólica con el personaje de Gervaise, abandonada con sus hijos por Lantier.
En la novela Hotel Honolulu de Paul Theroux, un escritor que sufre un bloqueo creativo emprende una nueva vida en Hawai al frente de un hotel. La situación podría hacer pensar en Nathaniel West, gerente del Sutton Hotel de Nueva York. En este caso, no obstante, se trata de un sórdido establecimiento devorado por las ratas, por cuyas habitaciones desfilan estrellas de cine, periodistas, pintores, suicidas, adúlteros, divorciados, recién casados, prostitutas... El hotel es epicentro y unidad de lugar para un auténtico mosaico narrativo.
En el cuento "La habitación diecinueve", de Doris Lessing, el hotel es como un oasis: una frustrada ama de casa necesita tomar distancia de la vida familiar y escapa repetidamente a un sombrío hotel en el suburbio de Londres, en el que acostumbra pasar un par de horas solitarias sin hacer absolutamente nada.
Algo no tan distinto a esto último solía hacer Proust toda vez que iba al Ritz de París para alejarse del bullicio, a veces para escribir pero, ante todo, porque "me dejan en paz y me siento como en casa". Lejos está su caso de ser singular: T. E. Lawrence borroneó parte de Los siete pilares de la sabiduría en el Mena House, de Guiza; Dostoievski terminó El idiota en una habitación del Hotel de Couronne, de Ginebra; James Joyce aprovechó cierta estadía en el Hotel Lutetia de París para avanzar con su Finnegans Wake; Joseph Conrad escribió parte de Tifón en el Raffles Hotel de Singapur; Thomas Wolfe escribió casi toda su obra en el Chelsea Hotel de Nueva York, y la enumeración podría extenderse por decenas de páginas.
Imagen: El Pera Palace, el mas legendario de los hoteles de Estambul, fue inaugurado en 1882 para alojar a los viajeros del famoso Orient Express... el Sha Riza Pehlevi, el Rey de Inglaterra Eduardo VIII, el Rey de Bulgaria Ferdinando, el presidente de Yugoslavia Tito, Jackheline Kennedy, Giscard D'Estaing, Josephine Baker...
La habitación 10 fue ocupada por Atatürk. Greta Garbo se alojó en la 103, Ernest Hemingway prefería la 218; la de Mata Hari era la 401 y la 304 estaba reservada para Sarah Bernhartdt. Agatha Christie escribió su Asesinato en el Orient Espress en la 411, y tal vez en esa habitación quiso depositar su último misterio: El 7 de marzo de 1979, la vidente estadounidense Tamara Rand conectó vía güija con el espíritu de la escritora, en una sesión con el más allá retransmitida por distintas televisiones de E.U. Agatha Christie, desde ultratumba, le desveló que la llave del baúl que contenía su diario personal estaba escondida bajo el suelo de su habitación en el lujoso hotel de Estambul.