17 de enero de 2009

Edgar Allan Poe

El próximo día 19 se cumplen 200 años del nacimiento de Edgar Allan Poe. ¿Recuerdan "El corazón delator"?

El perfecto cuentista moderno
Marcos Mayer
Revista ñ
17.1.09

Bien arriba, casi en el centro de la tapa de Sargent Pepper's Heart Club Band de los Beatles, aparece recortado el rostro de Edgar Allan Poe. Puede decirse ahora, cuando se cumplen 200 años de su nacimiento el 19 de enero, que tal vez esta haya sido una de sus últimas apariciones visibles. No se lo va a encontrar hoy mencionado como influencia por ningún autor, sus relatos ya no se adaptan al cine, no sirve ya con frecuencia de inspiración flagrante para experimentos musicales como Tales of mistery and imagination, de Alan Parsons, el disco que le dedicó Lou Reed o las partituras de Philip Glass a partir de su obra. Esta ausencia nada tiene que ver con el olvido, sino con la obviedad. Nadie que escriba hoy un cuento –aunque no sea fantástico ni policial– puede prescindir de la economía del relato teorizada y llevada a la práctica por Poe. Quien piense en un detective convive obligadamente con el fantasma de Auguste Dupin, primera personificación del investigador privado, quien recorre las calles de París tratando de encontrar las pistas de misterios aparentemente insolubles. Para decirlo de otro modo, Poe fue un gran inventor y el hecho de que hoy no se lo mencione con la reverencia con que se alude a otros inventores como Shakespeare, Homero, Balzac o Kafka, tiene que ver con cuestiones patrióticas en las que la fácil disposición francesa a construir sus propias fascinaciones ha jugado su parte. Ya llegaremos a eso, a la leyenda, de la cual Poe, si es cómplice, probablemente lo sea muy a su pesar.

Todo es cuerpo

Las invenciones de Poe son parte de un momento de crisis o, si se quiere, de cambio de sistemas de percepción. Lo que algunos llaman modernidad y que vivió su fiesta sobre todo en la primera mitad del siglo XIX. Poe trabajó, pese a incursionar en el cuento extraño, siempre a partir de lo concreto, algo que fue una marca de época a partir de la instauración de la sociedad industrial y de la ciencia como forma de conocimiento excluyente. Y sus dos grandes invenciones son una puesta en términos de literatura de las grandes convicciones de la ciencia. A tal punto participaba de esto, que muchos de sus contemporáneos consideraron que "El extraño caso del señor Valdemar" era en verdad un informe sobre algo efectivamente ocurrido. No sólo porque el texto está escrito como si fuera un protocolo médico, sino porque hace concreta y visible la entidad espiritual por excelencia, el alma. El desdichado Valdemar sigue en plenitud de sus facultades mentales, precisamente porque Poe no acepta, al igual que como sucedía con su época, que algo que no fuera visible tuviera derecho a la existencia. Esto también fue parte de su tormento.

Pero no es la única forma en que aparece esta convicción de que el mundo se ha convertido en un espacio completamente inteligible. Poe usa un procedimiento –que luego sería retomado con singular eficacia por Flaubert– que es algo que podríamos llamar la corporización de los sentimientos. "El gato negro" o "El corazón delator", para nombrar algunos de los cuentos más conocidos, arman una pesadilla donde la culpa o la obsesión tienen una expresión concreta –el maullido del gato, en un caso, el latido del corazón del anciano asesinado, en el otro– y se vuelven contra aquel que los siente. Vemos u oímos los sentimientos –si puede decírselo de este modo, están allí–, algo que explicaría la peculiar minuciosidad de Poe para describir los escenarios de sus relatos.

Es lo que ocurre también en ese prodigio de construcción narrativa que es "William Wilson" donde Poe bordea todo el tiempo la alegoría –es decir, la idea de que el segundo William Wilson sea en realidad la conciencia del primero (otra corporización)– para terminar armando una especie de duelo constante, de enfrentamiento inevitable entre ambos homónimos, donde nunca puede saberse con certeza cuál es la verdadera realidad. Algo similar ocurre en otro de sus cuentos célebres, "La máscara de la muerte roja", donde la peste adquiere cuerpo, se hace visible a través del personaje de la imagen que invade el baile decadente del príncipe Próspero.

Puede notarse cuán constante es en Poe el tema de los disfraces o las falsas apariencias. La identidad ajena es algo tan inestable como inaccesible y eso incluye a la propia. Somos inesperados para nosotros mismos. Esos "desquiciados" al borde de la muerte que cuentan las peripecias de "El gato negro", "El corazón delator" y "El demonio de la perversidad" se ven a sí mismos de una manera y actúan de otra muy diferente, muchas veces contrapuesta. Ellos se han redimido a través del relato de sus maldades en el mismo momento en que la sociedad los ha condenado. Ese desajuste angustioso entre lo que creemos ser y lo que somos, entre cómo nos vemos y cómo nos ven los demás es otro de los descubrimientos de Poe por debajo de esa ciencia que cree que todo está al alcance de la vista.

La modernidad nostalgiosa

Al inventar ese eficacísimo artefacto que es el cuento moderno, Poe realiza un gesto que es a un mismo tiempo moderno y conservador, en más de un sentido. Sus personajes no trágicos, como los asesinos de "El corazón delator", o de "El gato negro" son seres mediocres, atravesados por pasiones y vicios que no terminan de entender y que los superan hasta llevarlos al crimen. Las verdaderas tragedias, las grandes pérdidas, los roces solemnes con la muerte ocurren en espacios aristocráticos, donde los protagonistas añoran un amor o una gloria pasada como ocurre en "La caída de la casa Usher". Esto para no hablar de las evidentes marcas racistas que aparecen en la construcción del personaje de Júpiter (se podría intentar una asociación entre el color negro y los dioses olímpicos, si se tiene en cuenta que el gato negro se llamaba Plutón) en "El escarabajo de oro". Un nombre que no deja de tener un matiz irónico pues se aplica a un ex esclavo, cuyo mayor mérito es mantener la fidelidad a su amo, es decir alguien carente de todo poder y –refuerza Poe su retrato negativo– de toda inteligencia. A esto habría que sumar la oposición blanco-negro que recorre su única novela, Las aventuras de Arthur Gordon Pym. Si se sigue la lista de aquellos que han inventado algo en tiempos de crisis, siempre aparece la mirada retrospectiva, la no adhesión simple y feliz al presente para refutar así al pasado.

Veamos su forma de legislar en torno del cuento: "Si algo hay evidente es que un plan cualquiera que sea digno de este nombre ha de haber sido trazado con vistas al desenlace antes que la pluma ataque el papel. Sólo si se tiene continuamente presente la idea del desenlace podemos conferir a un plan su indispensable apariencia de lógica y de causalidad, procurando que todas las incidencias y en especial el tono general tienda a desarrollar la intención establecida". La cita pertenece a "Filosofíade la composición", texto en el que explica la forma en que concibió y escribió su poema más célebre, "El cuervo". Aunque la crítica posterior se ha mostrado incrédula acerca de la validez de la génesis del poema que propone Poe –y probablemente con razón– la cita desarrolla en un breve párrafo toda una ética y toda una estética de cómo debe armarse un relato. Poner el énfasis en el punto de desenlace y el efecto buscado implica toda una serie de cuestiones, entre ellas la de la relación autor-lector. Hay alguien que maneja los hilos y alguien que es llevado, sin darse cuenta al fin buscado por ese autor, dueño de todos los recursos y todas las significaciones.

Fiel a los tiempos de la revolución industrial, Poe arma una especie de fábrica de relatos y tiene la generosidad de hacer públicos los secretos de la fabricación. Sus seguidores más fieles, como Horacio Quiroga, dejaron no sólo señales de cuánto debían sus cuentos a los de Poe, sino también siguieron el ejemplo de dejar para la posteridad consejos sobre cómo escribir un buen relato, en el caso del autor de Cuentos de amor, de locura y de muerte, el Decálogo del perfecto cuentista, cuyo primer mandamiento dice: "Cree en un maestro –Poe, Maupassant, Kipling, Chejov– como en Dios mismo." Si vamos a creer en los postulados de esta fe, Poe de algún modo funda una religión (la del cuento), algo que va también a contramano de los mandatos de su tiempo.

Ahora, ¿qué sucede si se coincide con Robert Stevenson, para quien el final de "El pozo y el péndulo" era "una impostura, un audaz e imprudente escamoteo"? ¿O si se acuerda con los criptógrafos profesionales para quienes el enigma de "El escarabajo de oro" es de una simpleza flagrante y que puede resolverse sin complicaciones? ¿O, bien, si se comprueba que la escena de las pistas de los distintos idiomas que se escuchan en la puerta de la casa donde suceden los "Crímenes de la calle Morgue" es excesivamente artificiosa y que se le ven las marcas de confección? También podría postularse que "El enigma de Marie Roget" queda sin resolver. Y sin embargo la cosa funciona. Y, por ejemplo, permanece en la memoria de cualquier lector como una escena memorable, el diálogo en el que Auguste Dupin "adivina" el pensamiento de su interlocutor, mientras recorren las calles de París.

Para ver porqué funcionan los relatos de Poe, tal vez el mejor camino sea detenerse en la segunda etapa de su invención, la del detective. Porque ese gesto requiere de algunas invenciones menores, que si bien tienen antecedentes, requieren ser cambiadas de contexto. Una es la necesidad que descubre Poe de que no puede ser el propio detective quien cuente la historia de la investigación y que, una vez más, hay que adjudicarle un lugar al lector. El motivo que lo impulsa es que Dupin, contando todas las circunstancias de su investigación, resultaría insoportable, en definitiva un pedante. Desde la mirada de un narrador admirado aparece como aquel que maneja a la perfección el método lógico-deductivo, lo que lo habilita a resolver cualquier clase de enigmas. Por supuesto, su accionar espera también la admiración del lector, representado por el narrador.

Pero aquí aparece una dificultad adicional. Si Dupin aplica el método lógico-deductivo, el de la ciencia, es decir un método que es universal y está a disposición de todo el mundo, ¿cómo es que sólo él termina por resolver los enigmas? El propio Poe da la respuesta en un fragmento de "Los crímenes de la calle Morgue", cuando critica el accionar de la policía. Si se quiere, el detective de Poe sabe dónde mirar, y no hay mejor demostración de esto que la resolución del misterio de "La carta robada". Por otra parte, Dupin es un extravagante, vive leyendo, duerme de día, tapia las ventanas para que no entre la luz. Debe ser alguien, como define el propio Poe, que reúna las condiciones del matemático y las del poeta. Es decir que, para ser efectivo, el saber común sólo puede ser ejercido por alguien que es lo menos común posible y que funcione como alguien absolutamente desinteresado: después de la novela negra, suena hoy casi escandaloso que Dupin sostenga que lo único que le interesa es la verdad y no la justicia.

Con todas estas condiciones, Poe crea también a Sherlock Holmes –a pesar de la pobre consideración en que lo tenía Conan Doyle–, a Hercules Poirot o más cercano en el tiempo al Adam Dalgliesh de P.D. James. Pero también coloca al género policial en una peculiar situación que le evita caer en el idealismo: en el caso de los crímenes de la calle Morgue, el asesino es un orangután. Todas las deducciones de Dupin llevan inequívocamente a esta solución, pero debe inventarse un tour de force: el dueño del orangután rubrica con su relato de las circunstancias que el detective no se ha equivocado. Ahora, si el método es impecable, los pasos se han seguido adecuadamente, se han resuelto todas las pistas, ¿por qué no alcanza? La zona empírica sigue teniendo la última palabra. El recurso se repetirá hasta el hartazgo en otros autores en cuyos libros los criminales o confiesan o se incriminan con sus acciones.

Hubiera alcanzado con sentar las bases del cuento moderno y las reglas y la ética del policial para transformarse en una leyenda. Sin embargo, el Poe que ha quedado dibujado en la historia tiene en parte que ver con una biografía devastadora, con ciertos episodios bizarros de su vida y con el deseo de encontrar un héroe que desplegó el simbolismo francés como estrategia para combatir y formar parte de su sociedad.

La pista francesa

Hijo de una pareja de actores trashumantes, a corta edad pierde a su padre David, quien en realidad desaparece sin dejar rastro. Su mujer decide instalarse con sus tres hijos en el sur, donde muere cuando Edgar tenía apenas tres años. Huérfano, queda bajo la protección de la familia de John Allan, sin lograr nunca que el hombre lo reconociera como su hijo. La muerte inesperada a fines de 1842 de su esposa Victoria pone fin a su vida creativa y termina de hundirlo en el alcohol del que no lo salva un viaje a Nueva York donde es recibido por colegas, críticos y lectores como una celebridad. Allí comienza una carrera con altibajos –que incluye el suceso de su poema "El cuervo", que solía leer en público con gran repercusión entre las damas asistentes– que culminará con su temprana muerte el 7 de octubre de 1849, en confusas circunstancias. Sus últimas palabras fueron: "Que Dios ayude a mi pobre alma". Esta es una muy breve semblanza a la que habría que agregar que el alcohol tuvo muchas veces como compañía al opio. Y contar la extraña historia de su relación con el crítico Rufus Griswold, a quien conoció en Filadelfia en 1841.

Cuando murió Poe, Griswold escribió con seudónimo su necrológica en la que consignó, además de que serían pocos los que lamentarían su muerte, porque pocos eran sus amigos, que: "La llave de su éxito ha sido buscar el derecho a despreciar a un mundo que irritaba a su engreimiento". Muchas teorías se han propuesto para explicar semejante encono póstumo, pero lo sorprendente del caso es que Griswold terminó convertido en albacea literario de Poe. Puede que haya sido este episodio, o el hecho de lo poco que cobraba por sus cuentos pese al éxito que obtenía con ellos lo que llevó a Charles Baudelaire ha escribir lo siguiente: "De todos los documentos que he leído he sacado la convicción de que los Estados Unidos sólo fueron para Poe una vasta cárcel, que él recorría con la agitación febril de un ser creado para respirar en un mundo más elevado que el de una barbarie alumbrada con gas, y que su vida interior, espiritual, de poeta, o incluso de borracho, no era más que un esfuerzo perpetuo para huir de la influencia de esa atmósfera antipática. Implacable dictadura la de la opinión de las sociedades democráticas; no imploréis de ella ni caridad ni indulgencia, ni flexibilidad alguna en la aplicación de sus leyes a los casos múltiples y complejos de la vida moral".

Cualquier biografía pondría en cuestión este retrato. No hay demasiadas quejas explicitas en Poe respecto a su país. Y su afán por el éxito y el dinero hicieron que presentara el manuscrito de "Eureka" ante su editor pidiéndole que imprimiera 50.000 ejemplares, cifra que finalmente resultó cien veces menor. La operación de Baudelaire, de todos modos, fue exitosa, y convirtió a Poe en un "poeta maldito" antes de tiempo, un precursor de esa incomprensión buscada por muchos de los escritores franceses de finales del XIX como forma de demostración de la validez de su arte. Además de inaugurar el debate que ha atravesado a Poe sobre cuánto debe o cuánto ha perdido su literatura a causa del alcohol y los estupefacientes. Para decirlo en otras palabras, la lectura francesa de su obra lo convirtió en un escritor emblemático de un malestar implícito en todo ejercicio del arte, como resume la ironía borgiana: "Detrás de Poe, (como detrás de Swift, de Carlyle, de Almafuerte) hay una neurosis. Interpretar su obra en función de esa anomalía puede ser abusivo o legítimo", escribió en un artículo publicado en La Nación en 1949.

Esa neurosis detrás del hombre y los textos fue lo que llevó a la princesa Marie Bonaparte a dedicarle cuatro volúmenes, prologados por Sigmund Freud, de quien fuera mecenas, en el que se instalan lo que se supone son los temas de fondo de su obra: la necrofilia, la búsqueda de la madre perdida en cada una de las mujeres que, como en "Ligeia" –su cuento favorito– renacen con otros rostros, la decadencia física, la culpa. El ciclo quedaría cerrado por el seminario que dedica Jacques Lacan a "La carta robada", donde, más allá de trabajar sus teorías sobre el sujeto y el significante, sostiene implícitamente la capacidad reveladora de la literatura de Poe. Y de la mano de Baudelaire, llega Walter Benjamin al cuento "El hombre en la multitud", en el cual aparecerían por primera vez en la literatura las sensaciones concretas que producen las grandes ciudades del siglo XIX, en especial París.

Rara paradoja, los franceses aman más a Poe que los ingleses y los norteamericanos. Es verdad que la lengua de Poe no es demasiado pulida y que, pese a lo castizo de algunas construcciones, la traducción de Julio Córtazar lo hace más amigable. Tal vez eso explique planteos como los de T.S. Eliot, para quien "consideramos a Poe como a alguien que ha hecho tanteos en verso y en cierto tipo de prosa, sin pararse a realizar una labor enteramente buena en ningún género", mientras que Ezra Pound acusa a Baudelaire del "injustificado culto a Poe."

Pero lo más contundente es que el tiempo los ha vuelto inexactos. El nombre invisible de Edgar Allan Poe sigue siendo la palabra clave que abre las puertas a la mejor literatura que se ha escrito a partir de sus invenciones.

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