30 de abril de 2007

Una sola Literatura

Existe una convención internacional que dice: “La literatura Hispanoamericana es aquella que abarca los países de habla castellana, incluyendo a España”, y “La Literatura Latinoamericana es aquella que abarca los países de habla castellana pero incluyendo los países que no hablan castellano pero que se encuentran en territorio americano y su lengua es del mismo origen, como Brasil y las Guayanas. México no está en Sudamérica, como se dice en España, está en Norteamérica, pero eso no demarca nada sólo es una ubicación geográfica. La geografía no demarca ni separa cuando de Literatura se trata: la Literatura es una, en sus manifestaciones particulares y universales. Comento esto porque hoy en la mesa redonda “Escritores hispanoamericanos en España”, celebrada en el marco de la 40 edición de la Feria del Libro de Valladolid, varios escritores coincidieron en su defensa de una única literatura, con lo que estoy de acuerdo. El escritor mexicano Marco Antonio Campos, los escritores cubanos Abilio Estévez y Antonio José Ponte, así como el peruano Santiago Roncagliolo, defendieron la existencia de una única literatura que engloba a la española y a la hispanoamericana (México, Centroamérica, el Caribe, Sudamérica). En su opinión, las demarcaciones geográficas son políticas pero no literarias. ¡Por supuesto que así es!

Ojalá que algún día esto dejara de existir y primara la Literatura, una única Literatura no sólo con tránsito libre, sino englobante, sin demarcaciones políticas ni intereses comerciales o de cualquier índole ajenos a la Literatura en sí misma.

28 de abril de 2007

Recordando a Elena Garro

Cada vez que leo textos como este de Rogelio Guedea, me pongo a pensar que la importancia de lo que se dice es igual a la que no se dice y quizás más, porque lo que no se dice completa el sentido de lo que se dice, valga el juego de palabras. El texto manifiesta:

José Saramago y Adolfo Bioy Casares coincidieron en una reunión de escritores. El asiento de Bioy Casares, quien acababa de perder en circunstancias trágicas a una hija suya, había quedado junto al de Saramago, por lo que tuvieron ocasión de conversar sin demasiadas discreciones. En medio de la conversación surgió el nombre de Octavio Paz. Saramago, después de dejar la copa de vino tinto sobre la mesa, confesó a Bioy Casares que Paz no era un tipo que le agradara mucho. Bioy Casares, quien fuera muchos años amante de Elena Garro, la mujer de Paz, dijo a Saramago que era la primera vez que escuchaba que alguien no se declaraba fanático de Octavio Paz. Al final de esta pequeña digresión, ambos escritores llegaron a una conclusión que pudo haber sido, de haber tenido el suficiente eco, fatal para el autor de “Piedra de sol”. Sabes, Adolfo, dijo Saramago, Octavio Paz, a pesar de tan alabado y citado, debe ser el escritor menos leído del siglo XX. Sin emitir palabra alguna, Bioy Casares alcanzó la copa de la mesa con la mano izquierda y se la llevó a la boca. En sus labios empezó a dibujarse una breve pero incisiva sonrisa.

Cuando leemos "Bioy Casares, quien fuera muchos años amante de Elena Garro, la mujer de Paz" ¿cuantas cosas no podemos pensar si ignoramos el por qué, el cómo y el cuándo del amor entre Elena Garro y Bioy Casares? Habrá probablemente, no lo se de cierto, quien hasta se conduela de Paz por semejante acto de Elena Garro o quizá se califique a Elena Garro de muchas cosas, suele suceder. Sin embargo, como ayer comentaba en una excelente conferencia Luzelena Gutiérrez de Velasco, especialista en la obra de la escritora mexicana, la vida y la obra de Elena Garro estuvo hecha a un lado durante años, sin saberse nada a través de su voz, Octavio Paz ¿iba permitir que su voz contara tantas cosas...?

Lo que es cierto es que por fin, después de décadas, se habla de Elena Garro y a través de Elena Garro. Fondo de Cultura Económica rescata su obra, esto es sorprendente. Enhorabuena.

De Elena Garro se han dicho muchas cosas, hasta de espía se le ha calificado. Ojalá nos preguntemos antes de aceptar amarillismos y falsedades tan grandes ¿por qué se le acosó tanto? ¿por qué sus obras no eran publicadas? ¿por qué tuvo que vivir veinte años en el exilio? No nos creamos tantas tonterías dichas sin fundamento ni conocimiento real de los hechos. Vayamos a su obra, una obra en la que está plasmada toda su vida al lado de Octavio Paz, además de conocer el gran amor que sintió por Bioy Casares (y sus serias consecuencias) y el gran egoísmo de este escritor que por nada del mundo iba a perder su posición (económica, y todo lo que esto trae consigo) al lado de la escritora Silvina Ocampo, su esposa. Ayer, en la conferencia mencionada arriba, dijo Luzelena algo muy bonito que sucedió en un evento literario realizado en México, Bioy Casares comentó: "Ojalá estuviera aquí Elena Garro...". Esto parece intrascendente, pero no lo es en absoluto...

27 de abril de 2007

Bancs Publics: seducir a través de la poesía

Una de las plazas más bonitas de México es la plaza Río de Janeiro, y ayer fue testigo de una excelente iniciativa:

Las parejas de enamorados y paseantes de este jardín disfrutaron de un ambiente dispuesto como una geografía del amor, con recovecos que lo mismo son apasionados, seductores, rebosantes de fantasía y deseo, pero también con sus rastros de desamor, indiferencia y rencor, el espectáculo Bancs Publics. En el Jardín de los amorosos convertió esta plaza en un mapa sentimental. Las parejas de enamorados y paseantes de ese jardín dotado de bancas públicas, fueron sorprendidos por más de 40 actores, bailarines, músicos y acróbatas que compartieron poesía amorosa con los curiosos amantes.

La propuesta escénica que se dividió en varios espacios -las Cascadas del deseo, las Frondas del rencor, el Escondrijo de Adán y Eva, el Nidito de Amor, la Jungla de la indiferencia y el Bosque de la seducción- tuvo como fin contagiar con poesía en voz alta, ya sea compartida al oído, dramatizada o musicalizada. Con esa placentera y seductora misión, el artista francés Arnaud Charpentier convocó a una gran cantidad de colegas a hacer de la plaza, ubicada en la colonia Roma, una espacie de cartografía del amor, a semejanza del mapa dibujado en el siglo XVII por la escritora Madeleine de Scudéry, en cuya literatura ella planteó los pasos necesarios para llegar al amor pleno, por lo que como en toda relación no faltan los peligros y las trampas en el camino.

"Esta geografía del amor es otra forma de deambular; el año pasado fueron los susurradores de poesía en el Metro, ahora son actores que están en islas o estaciones del amor y es el público el que deambula por esos espectáculos que se repiten varias veces, de manera simultánea. Significa seducir a través de la poesía", señaló el autor del proyecto, como parte de la Primavera de los poetas.

El director de Biznaga Teatro, compañía franco-mexicana que está a cargo de la intervención poética en la Plaza Río de Janeiro, señaló que la idea fue investir una plaza con el amor en todas sus facetas, para que sean los espectadores ayudados por una reproducción del mapa, los que elijan el camino por el quieren llegar al amor; ellos deambularon y decidieron por cuáles senderos pasaban y qué tipo de poesía quisieron escuchar, en español o en francés, de autores como Jaime Sabines, Sor Juana Inés de la Cruz, Nicolás Guillén, Xavier Villaurrutia, Apollinare y Alberto Ruy Sánchez.

El Cardenio perdido de Shakespeare

"Todo parece indicar que Shakespeare no sólo leyó el Quijote sino que, bajo su impacto, escribió una obra protagonizada por uno de los personajes de la novela de Cervantes. Pero aunque la registró en 1653, el manuscrito de La historia de Cardenio nunca apareció. Radar reconstruye esta búsqueda del Santo Grial literario que lleva siglos de originales apócrifos, pesquisas caligráficas, fervorosas refutaciones académicas, conjeturas de todo tipo y un puñado de detectives literarios recorriendo las más oscuras bibliotecas europeas.

Por Carlos Gamerro

Dos parecen ser los hechos comprobados de esta historia: William Shakespeare leyó el Quijote; William Shakespeare escribió una obra basada en la novela de Cervantes, titulada The History of Cardenio, hoy perdida. En las discusiones sobre historia de la literatura reaparece una y otra vez el tópico de Cervantes versus Shakespeare (con hispanistas y anglófilos pugnando cada cual por demostrar la superioridad de su ídolo). ¿Qué nueva imagen surgiría al unir, en lugar de enfrentar, las fuerzas de uno y de otro? Los desesperanzados intentan, a partir de las pocas noticias que han llegado a nosotros, reconstruir alguna semblanza de la obra perdida; los optimistas se han vuelto detectives literarios lanzados a fervorosas pesquisas en oscuras bibliotecas europeas, y cada tanto surge alguno “descubriendo” que alguna obra anónima a la cual nadie, antes, había prestado la debida atención, no es otra que el Cardenio perdido. El propósito de esa nota es recopilar los pocos hechos y las muchas conjeturas sobre una de las conjunciones más descomunales y desconocidas en la historia de la literatura: la de los dos grandes genios de la literatura española e inglesa.

Cervantes y Shakespeare fueron estrictamente contemporáneos, tanto que sus muertes se recuerdan en la misma fecha, el 23 de abril de 1616, aunque murieron con diez días de diferencia entre sí (Inglaterra y España se regían entonces por calendarios distintos). No tenemos noticias de que Cervantes haya sabido de la existencia de Shakespeare, o de su obra, pero podemos estar seguros de que Shakespeare sí leyó a Cervantes. En 1611 o 1612, apenas seis años después de la publicación en España del original, se editó en Inglaterra la primera parte del Quijote, en la traducción de Thomas Shelton. El éxito de esta novela fue inmediato no sólo en su tierra natal sino en el resto de Europa, éxito medido no sólo por sucesivas ediciones y traducciones, sino también por la gran cantidad de adaptaciones realizadas, sobre todo en el teatro inglés de la época. Estas adaptaciones solían favorecer los episodios secundarios o “novelas intercaladas” del Quijote: de éstas, la favorita parece haber sido la “Historia de Cardenio”. Sabemos por los registros de la época que una obra titulada Cardenno fue representada en la corte inglesa en el invierno de 1612-1613, y nuevamente a principios del verano de 1613, por los King’s Men, la compañía del propio Shakespeare. En 1653 la obra fue registrada para su publicación como The History of Cardenio, figurando como autores “Mr. Fletcher y Shakespeare”. Aparentemente, la pieza no llegó a publicarse, y el manuscrito original, hasta hoy perdido, constituye para muchos “El Santo Grial del canon literario”: una nueva obra de Shakespeare que, además, daría testimonio del influjo del mayor novelista sobre el mayor dramaturgo de todos los tiempos.

Cómo habrá leído Shakespeare el Quijote? Es difícil sustraerse a la sugestión de que hayan sido las aventuras de los dos protagonistas lo que más capturó su atención: el hidalgo enloquecido ha sido comparado tantas veces a su ilustre contemporáneo, el también demente Rey Lear, Sancho a su predecesor el gordo y bebedor Falstaff –en las inolvidables aunque injustas palabras de Victor Hugo: “Sancho Panza, adherido al asno, forma un solo cuerpo con la ignorancia; Falstaff es el centauro del puerco”. Sin embargo nada parece indicar que hayan ingresado en el Cardenio de Shakespeare. Puede ser que estos personajes de Cervantes estuvieran tan acabados, tuvieran una vida propia tal que ningún otro autor podía apropiársela. También es cierto que sus aventuras, por su naturaleza episódica e itinerante, no se prestan bien al drama: el lector entusiasta de la primera parte, devenido escritor (esta es la prueba de toda obra intensa: no nos alcanza con leerla: queremos también escribirla) tendería, más que a una reescritura dramática, a continuar las aventuras de los dos personajes allí donde Cervantes las había dejado, como haría en1614 Avellaneda en su Quijote apócrifo. Pero un escritor, cuando lee como escritor, no busca lo mejor en un libro, sino lo más útil: es un lector interesado. Shakespeare era no sólo autor, sino actor y empresario teatral, y el teatro de su época se parece más, en su dinámica de producción, al cine que al teatro actual: era un entretenimiento popular, lucrativo y costoso: el público estaba sediento de novedades y había que procurárselas a cualquier precio. La apropiación por parte de Shakespeare de tramas y personajes ajenos puede responder a una preferencia personal, pero también era la única manera de tener siempre lista la nueva obra que el público y las finanzas de la compañía demandaban. Y si no podía servirse de la trama principal del Quijote, las novelas intercaladas, de las que hay tantas en la primera parte, por su concisión dramática, su estructura de personajes y sujeción mayor a las unidades de tiempo y lugar, parecen estar pensadas para ser llevadas a escena. De éstas, Shakespeare pudo elegir la historia de Cardenio y Luscinda y, probablemente también, la novela del Curioso impertinente.

En el Quijote, Cardenio es un joven enloquecido que don Quijote y Sancho encuentran viviendo como una fiera en las estribaciones de la Sierra Morena. A ese estado lo ha llevado la traición de su amigo, el altivo don Fernando, y la debilidad de su amada Luscinda, quien obligada por sus padres a casarse con éste, a último momento en lugar de clavarse un puñal como había prometido, se desmaya. Cardenio asiste impotente e irresoluto a la boda de su amada con su mejor amigo, y huye cuando no puede soportarlo. A través de una serie de peripecias en la que intervienen don Quijote, Sancho, el cura, el barbero y Dorotea, una hija de labradores ricos seducida y abandonada por el mismo don Fernando, y que primero aparece vestida de varón (un procedimiento caro a Shakespeare, recordemos a Rosalind en Como gustéis y a Portia en El mercader de Venecia), Cardenio aprende que Luscinda desmayada llevaba en el pecho una carta donde explicaba su amor por él y su negativa a ser de otro, y las parejas vuelven a armarse correctamente: Cardenio con Luscinda y Dorotea con don Fernando. La dinámica de los encuentros y desencuentros amorosos es constitutiva de la literatura pastoril, que tanto Cervantes como Shakespeare practicaron desde sus mocedades y nunca abandonaron del todo, y es un perfecto ejemplo de la geometría renacentista de las relaciones enmarañadas que se desenmarañan al final (recordemos a las dos parejas de Sueño de una noche de verano). Pero la historia de Cardenio ofrecía, además de esta geometría cómica, un personaje, una psicología. Cardenio es un débil, un pusilánime que no se atreve a defender su honor, a castigar al amigo traidor, que vive instándose a actuar y gastando toda su energía en recriminarse su actitud medrosa: en otras palabras, el personaje de Cervantes que más se acerca al Hamlet de Shakespeare. Y Dorotea, cuya ecuanimidad, decisión y presencia de ánimo son los motores de la resolución final de los problemas, podría perfectamente integrar la galería de personajes femeninos fuertes shakespeareanos, como las ya mencionadas Rosalind y Portia. Quizás en su obra Shakespeare haya decidido mejorar la resolución dramática que la estricta moralidad y el decoro españoles impusieron a Cervantes: todo lector moderno preferiría un final donde Cardenio y Dorotea compartan de por vida su inteligencia y sensibilidad, y don Fernando y Luscinda la fundamental inanidad que los caracteriza.

La otra novela intercalada, vinculada a la anterior por su temática y porque es leída en voz alta en el transcurso de la historia de Cardenio, es la del Curioso impertinente. En ésta, el juego renacentista de enredos en un mismo nivel da lugar a una arquitectura propiamente barroca de planos superpuestos de realidad y apariencia. Anselmo y Lotario son dos amigos inseparables, hasta que Anselmo decide casarse. Lotario empieza entonces a retacearle su compañía, pero Anselmo insiste en que nada ha cambiado. Descontento además con la fidelidad poco fogueada de su esposa Camila, convence a Lotario de ponerla a prueba, seduciéndola. Lotario al principio decide proteger la honra de su amigo, simulando cortejarla cuando en realidad no lo hace, pero Anselmo, espiándolos, descubre el “engaño” de su amigo. Lotario, al enterarse de este descubrimiento, decide actuar en serio, y admirado de la virtud de Camila, que no responde a sus requiebros, se enamora verdaderamente de ella. El amor de Lotario y el extraño comportamiento de su esposo son demasiado para la virtuosa Camila, que se rinde ante aquél. Ahora es necesario volver a engañar a Anselmo, pero esta vez es Camila la que dirige la representación: sabiendo que su esposo los espía hace entrar a Lotario y se hiere con una daga para resguardarse de su acoso. Así se concreta la síntesis barroca: no contento con la fidelidad real, Anselmo había buscado una fidelidad representada, hiperreal; y la paradoja es que sólo está convencido de haberla encontrado en el momento en que le están poniendo los cuernos de la manera más alevosa. El desenlace sólo puede ser trágico: Anselmo descubre la verdad y la revelación producto de su “impertinente curiosidad” lo mata de disgusto.
Shakespeare nunca fue tan lejos como los españoles en su exploración de esta intrincada trenza entre realidad y ficción, sueño y vigilia, vida y teatro, pero es indudable que el autor de Hamlet y La tempestad podía encontrar muy atractivo este material. Ambas novelas intercaladas del Quijote se ocupan del tema del honor y de la venganza, ambas de la lealtad entre hombres y su inevitable contracara de traición (que por la misma época Shakespeare y Fletcher explorarían en Los dos nobles compadres). El único motivo que podía desaconsejar la utilización del Curioso impertinente es que la novela está tan perfectamente acabada, tan cerrada sobre sí misma, que es inimaginable una reelaboración: poco podría hacer Shakespeare salvo versificar la traducción de Shelton. En cambio el episodio de Cardenio es más abierto, ramificado, y deja bastante espacio para desarrollar personajes (el arrogante y bidimensional don Fernando, la llorosa y vacua Luscinda) e imaginar desenlaces alternativos.

Esta historia de la colaboración a distancia de dos grandes genios estaría incompleta sin la inclusión de un tercer personaje: John Fletcher, quien figura como coautor del Cardenio de Shakespeare.

En 1613, cuando la obra se representa, Fletcher tenía 33 años y Shakespeare 47. Shakespeare estaba al final de su carrera, Fletcher acababa de cerrar su famoso período de colaboraciones con Francis Beaumont y necesitaba un nuevo compañero. La escritura de a dos era común en la época, como lo es hoy la colaboración entre guionistas de cine. Beaumont y Fletcher formaron una pareja de escritores que logró acuñar un estilo único, y hoy se habla del estilo “Beaumont y Fletcher” más que de los estilos de uno u otro por separado. Tan estrecha era su relación que la leyenda los coloca viviendo en la misma casa y compartiendo la misma amante: este idilio se truncaría con el casamiento de Beaumont con una rica heredera y su abandono de la casa, la amante, la actividad teatral y el propio Fletcher (lo que evoca sin duda la situación inicial de la novela del Curioso impertinente). Al parecer, la colaboración entre Fletcher y Shakespeare no alcanzó ese grado de fusión que algunos siglos más tarde William Burroughs y Brion Gysin denominarían “la tercera mente” –cuando la personalidad y el estilo de dos colaboradores se funden en una tercera identidad que no es igual, y quizás sea mayor, al aporte individual de cada uno. Los críticos más bien tienden a ver las obras de Shakespeare y Fletcher como un patchwork de escenas escritas por uno u otro (quizás injustamente, las mejores escenas se asignan siempre al primero y las más flojas al segundo). No sabemos cómo colaboraban Shakespeare y Fletcher –si escribían juntos, si se repartían la obra de entrada, si uno (¿Shakespeare?) escribía primero y después le pasaba lo hecho al otro (¿Fletcher?). Pero Shakespeare seguramente apreciaba y respetaba a su compañero, tanto como para hacerlo su sucesor, como autor y como empresario, en el Globe Theatre; y de la colaboración entre ambos sobreviven dos obras: la ya mencionada Los dos nobles compadres y (aunque aquí la opinión de los especialistas se divide) Enrique VIII. Fletcher era un autor que hoy llamaríamos más ligero, o comercial, o de moda: resulta una tentación adicional imaginar que la lectura de Cervantes permeó no sólo la obra que escribían, sino la relación entre ambos, haciendo de Shakespeare un don Quijote cincuentón idealista que vive más en la literatura que en el mundo real y de Fletcher un Sancho apegado al aquí y ahora, con los pies en la tierra. Shakespeare moriría tres años más tarde, regresado a su aldea; Fletcher, su heredero en lo artístico y lo comercial, lo sobreviviría nueve.

Durante esos nueve años Fletcher siguió escribiendo, al menos diez obras, esta vez en colaboración con Philip Massinger. Nunca es fácil determinar hasta qué punto la vida de un autor se entromete en su obra, pero algo parece indudable: de las circunstancias en que una obra es escrita hay siempre un eco, una resonancia (muchas veces sin que el autor lo note), en alguno de sus diferentes planos: en este hábito de la colaboración, más que en la psicología del autor, podría buscarse el motivo por el cual una de las constantes del teatro de Fletcher sea la relación conflictiva entre amigos, la tensión entre lealtad y traición, la pugna por un objeto deseado que en el plano de la vida es la obra y en la obra frecuentemente una mujer (quizá su colaboración con Beaumont fuera la más idílica porque ya compartían a la mujer en la vida real). La relación de Fletcher con el Quijote fue temprana (quizá fue él quien introdujo a Shakespeare a su lectura) y duradera: desde su indudablemente cervantina The Coxcomb (escrita con Beaumont en 1608-1610), subsiguientemente Fletcher haría uso de Cervantes en no menos de trece de sus obras.

Lo que resta es examinar los intentos de dar por hallado el manuscrito perdido. Dos de ellos merecen, si no nuestra credulidad, al menos nuestro interés. En 1727 el dramaturgo y editor de Shakespeare Lewis Theobald estrena una obra titulada Double Falsehood (Doble falsedad), “escrita originalmente por William Shakespeare, y revisada y adaptada para la escena por Mr. Theobald” a partir de un manuscrito original “adquirido a gran costo, y que con gran trabajo y esfuerzo había revisado y adaptado para la escena”. La obra, que incluye la locura, la amistad traicionada y una joven disfrazada de varón, está indudablemente basada en la historia del Cardenio de Cervantes, pero de ahí a admitir que ésta es el Cardenio perdido de Shakespeare hay un largo trecho. Hoy en día, cuando ni siquiera el cine de Hollywood se atreve a alterar una línea de lo escrito por Shakespeare (ningún otro autor, ni siquiera Dios, ha merecido semejante respeto) puede resultarnos chocante que la moda en los siglos XVII y XVIII fuera presentar un Shakespeare “adaptado” (recordemos por ejemplo La tempestad de Dryden y Davenant, que liberalmente otorga a Miranda una hermana, a Próspero un hijastro y a Calibán una hermana melliza). Lewis Theobald no era la excepción: en su adaptación de Ricardo II apenas sobrevive la mitad del texto original escrito por Shakespeare. Pero su Double Falsehood no guarda relación alguna, ni verbal, ni estilística, con la obra de Shakespeare (algo que Pope, feroz enemigo de Theobald, fue el primero en señalar), aunque muchos han visto en la pieza recogida por Theobald trazas de la “leve y dulce habla” de Fletcher. Estos cuestionamientos indujeron a Theobald a “olvidarse” de seguir proclamando la autoría de Shakespeare: no volvió a sacar el tema y nunca mostró el manuscrito, que tampoco fue encontrado entre sus papeles tras su muerte. Algunos, recordando un incidente en el cual Theobald había estrenado como propia la obra El hermano pérfido –que le había sido entregada por un tal Henry Meystayer, relojero, para que la adaptara– ven en Theobald un mero falsificador literario, en la línea de James Macpherson, Samuel Ireland y Thomas Chatterton. Otros, más benignos, lo suponen adquiriendo de buena fe versiones de la obra perdida de Shakespeare ya desfiguradas por esa compulsión a la adaptación tan típica del siglo.

El segundo intento de pasar un Cardenio bajo la puerta sellada del canon shakespeareano es más reciente. En 1994 el grafólogo Charles Hamilton anunció en un libro titulado Cardenio or The Second Maiden’s Tragedy que la obra de autor anónimo hasta entonces conocida como La segunda tragedia de la doncella (no porque a la doncella le hubieran sucedido hechos terribles por segunda vez sino porque ya existía una obra llamada La tragedia de la doncella, de Beaumont y Fletcher precisamente) no era otra que el Cardenio perdido. Hamilton no se arredró ante la comprobación de que ninguno de los personajes de la trama principal de La segunda tragedia llevara los nombres cervantinos: comparando el manuscrito de ésta con el testamento de Shakespeare determinó que ambos habían sido escritos por la misma mano. La evidencia sería irrebatible, si no fuera porque es también el propio Hamilton quien sostiene que el testamento está escrito del puño y letra del moribundo Shakespeare, algo que otros especialistas no dan en absoluto por probado. A lo sumo, lo único que llega a probar este especialista es que el testamento y el manuscrito de la obra fueron escritos, quizá meramente copiados, por la misma persona –no que esa persona haya sido Shakespeare.

De todos modos, lo irrefutable de esas pericias caligráficas (para el lector no entendido al menos) se relativiza al leer la obra en sí: a pesar de ráfagas de buena poesía y erráticos momentos de acción espectacular, La segunda tragedia en su conjunto sencillamente no está a la altura de la producción de Shakespeare (de Fletcher, lamentablemente, lo mismo no puede afirmarse). La trama principal involucra a un innominado Tirano que luego de deponer al legítimo rey Govianus se dedica a cortejar a la Dama que éste amaba. Acosada por el Tirano, la Dama prefiere acuchillarse antes que caer en sus garras (concedamos aquí una semejanza: la Dama hace lo que la Luscinda de Cervantes prometió y no cumplió). El Tirano transfiere su amor al cadáver enjoyado, que roba de la catedral y manda embalsamar. El embalsamador no es otro que Govianus disfrazado, quien corona su obra pintando de veneno los labios de la muerta. El desenlace es ahora predecible: el Tirano besa a la Dama y muere. Govianus vuelve a reinar, acompañado por el cadáver embalsamado sentado ahora en un trono, coronado en muerte como la “reina del silencio”. Para el lector argentino al menos, la trama principal parece tener más relación con la historia del cadáver de Evita –con los roles de Perón, López Rega, el doctor Pedro Ara y Aramburu algo trastrocados y mezclados entre sí– que con el Cardenio de Cervantes. (Quizá por eso seamos, de todos los pueblos del orbe, los más necesitados de mantener viva la llama de la fe en la autoría del insigne bardo de Avon: en el fondo de nuestros corazones siempre supimos que si algún autor de la literatura universal estaba capacitado para ponerle palabras a la historia de Juan y Eva Perón –con la de Isabelita y López Rega de subtrama– no podía ser otro que el mismísimo William Shakespeare).

Los argumentos de Hamilton parecen más sólidos cuando examinamos la trama secundaria de La segunda tragedia, que involucra a un Anselmus que convence a su fiel amigo Votarius de seducir a su esposa, quien primero le resiste y luego se enamora de él... Paso a paso se siguen las peripecias de la novela del Curioso impertinente, pero aquí surge otro problema, y es que se lo hace ineptamente, a la manera de las remakes de Hollywood, que eligen una obra perfecta para hacer de ella una versión pedestre y vulgar. Charles Hamilton trata de arreglarla sosteniendo que fue Shakespeare quien escribió la historia del Tirano y la Dama, y Fletcher la del marido impertinente, pero pocos lo han tomado en serio: la crítica especializada hace responsable de La segunda tragedia a Thomas Middleton, autor de las nada despreciables The Changeling, Women Beware Women y A Game at Chess.

Todavía puede aparecer el codiciado manuscrito descubierto por azar en alguna remota biblioteca europea, pero hasta entonces todo parece indicar que la obra resultante de la conjunción de los talentos de Cervantes y Shakespeare está, al menos en su versión original, definitivamente perdida. Quizá no haya mucho que lamentar: no siempre la unión de dos genios resulta en una genialidad proporcionalmente mayor. Los cuentos de Borges y Bioy Casares, sabemos, son inferiores a la producción de cada uno por separado; Alfred Hitchock siempre se negaba a adaptar obras de gran prestigio literario: cuando le preguntaron por qué no hacía Crimen y Castigo, su respuesta fue: “Porque Dostoievski ya lo ha hecho”. En su relato “Encuentro en Valladolid”, Anthony Burgess imagina un contacto personal entre Cervantes y Shakespeare, y nuevamente es el español quien influye sobre el inglés: “Dios”, truena en su cuento un Cervantes curtido e imponente ante un Shakespeare humilde y receptivo, “es un comediante. La tragedia es humana, demasiado humana. La comedia es divina”. Shakespeare se inclina ante la superioridad de esta visión y tras el encuentro presenta una nueva versión de Hamlet, una versión de siete horas que aliviana los tormentos mentales y espirituales del príncipe con la compañía terrenal de Falstaff y sus seguidores: Hamlet se olvida del suicidio, Hamlet derrota a sus enemigos y reina en Dinamarca: la comedia se impone sobre la tragedia. Shakespeare, uniendo a dos personajes y a dos géneros que hasta entonces había mantenido separados, descubre el secreto de Cervantes.

Los contactos personales entre escritores tienen a veces resultados decepcionantes (Burgess, experto en Joyce como era, debía tener en mente el célebre encuentro de este autor con Proust, del que no surgió otra revelación que el común aprecio de ambos por las trufas). Los encuentros que más han afectado la literatura (como el de Homero y Virigilio, Virgilio y Dante, Shakespeare y Milton, Homero y Joyce) sólo tuvieron lugar en la lectura de sus obras. En sus últimos años, Shakespeare ya no escribió tragedias: Pericles, Cimbelino, Un cuento de invierno, La tempestad, Los dos nobles compadres y sin duda el Cardenio perdido eran todos romances (pastorales, según la clasificación de Polonio; tragicomedias, las llamaría Fletcher), una forma madura, seria, de la visión cómica del mundo; la comedia no de los problemas que se desvanecen como los de un mal sueño en el happy end, sino la de la copa rebosante de sufrimientos bebida hasta el final, para encontrar en su fondo –y sólo en su fondo– el rostro de un Dios misericordioso. Los temperamentos o principios opuestos, en todas estas obras, ya no luchan entre sí hasta destruirse, sino que, al igual que don Quijote y Sancho en el transcurso de la novela de Cervantes, se van influyendo mutuamente, enriqueciéndose, hasta fundirse en una unidad superior. El aliento de las últimas obras de Shakespeare, hará decir Joyce a uno de sus personajes, es el espíritu de la reconciliación. La primera de éstas, Pericles, es de 1608, año en que empiezan a aparecer en el teatro de la época referencias a los personajes de Cervantes. No podemos saber si la lectura del Quijote fue lo que determinó este cambio en la poética de Shakespeare, pero todo parece indicar que no tuvo en él un lugar menor".

En este artículo se puede leer un fragmento del quinto acto de Cardenio o La segunda tragedia de la doncella, la obra considerada por el grafólogo Charles Hamilton el Cardenio perdido de Shakespeare.

26 de abril de 2007

Colette

"Sidonie Gabrielle Colette, aristocrática y orgullosa, siempre desafiante. Personaje ineludible del París de la belle époque, creadora de la libertina Claudine, Collete no se privó de ninguna pasión e hizo del erotismo una forma de amistad, como escribió el poeta Juan Gelman. En esta imagen tomada tres años antes de su muerte, atormentada por la artritis, Colette se sigue mostrando enérgica, consciente de su peso en la historia de la literatura y la liberación de la mujer".

24 de abril de 2007

El pueblo libro

"El hombre que me recibe en el restaurante del mejor hotel de Hay-on-Wye luce una barba canosa de varios días, tiene el párpado del ojo izquierdo caído, dormido por dos puntadas –una operación reciente–, viste un desaliñado jersey azul visiblemente agujerado por el hombro –¿la polilla?– y come de forma tan apresurada que temo que del plato a la boca se le vaya a caer el bocado. Sinceramente, no parece rey –tampoco es que yo conozca muchos; más bien ninguno. Habla con una voz gruesa que eleva para llamar la atención, se ríe de sus propias ocurrencias, y observa de manera desconfiada. Aparenta ser el típico hombre capaz de tomarse la libertad de darle una nalgada a la camarera, aunque sólo bromea con ella y la llama por su nombre de pila. Ella asiente a lo que diga el cliente. Todos saben en este lugar quién es él. El hombre hace una pausa, y antes de llevarse otro bocado de su pie de carne con puré de patatas, declara: “Soy el último trotskista del Reino Unido. ¿Quiere comer?” Son sólo las doce del día. Le acepto un café.

El hombre se llama Richard Booth, tiene 68 años, y es el Rey de este pequeño pueblo que bordea a Inglaterra, pero que pertenece a Gales, aunque Booth lo declaró independiente en abril de 1977, justo cuando se autoproclamó Rey de Hay y nombró a su caballo, un pura sangre blanco, Primer Ministro. Era una ocurrencia, pero las autoridades británicas picaron el anzuelo: se apresuraron a declarar que Hay-on-Wye pertenecía al Reino Unido. Los medios hicieron el resto. Hay-on-Wye iba a tener publicidad gratuita por varios años, si no es que para siempre. En cualquier caso, no era la primera vez. Algo más noble ya lo había dado a conocer al mundo con el sobrenombre de Town of books.

La caricatura en la que se ha convertido el Rey Booth es injusta consigo mismo: naturalmente es un hombre estrafalario, extravagante, pero este pueblo, inmerso en una cuenca de valles que pertenecen al Parque Nacional de Brecon Beacons, le debe a él, y a nadie más, su fama internacional por tener el mayor mercado concentrado de libros de segunda mano en el mundo –más de un millón de libros que han pasado por lo menos una vez por otras manos– con un flujo de 500.000 turistas al año, mérito por el que en 2004 se le concedió a este licenciado en Historia por la Universidad de Oxford el premio mbe por el servicio al turismo.

Desde hace dieciocho años, Hay-on-Wye también alberga dos festivales literarios al año –uno en verano y otro en invierno– de los que el monarca reniega: “Se trata de festivales de libros nuevos, no de segunda mano, y el auge de este pueblo, de su economía, se debe a los libros de segunda mano, no a los libros que la bbc o The Guardian quieren patrocinar: eso no pertenece a Hay; es un evento puramente comercial”, dice el Rey. “No pertenece a Hay”, pero pertenece: cada verano son invitadas personalidades de la talla de Bill Clinton para dar el pistolazo de salida a los diez días que dura el festival de este “Woodstock de la mente”, como el propio ex presidente estadounidense calificó entusiasmado al pueblecito de 1.846 habitantes. Aunque en algo lleva razón el Rey Booth: la historia que hizo célebre al pueblo se remonta a muchos años atrás, no a lo que Clinton, Paul McCartney, Van Morrisson o Ian McEwan –otros pregoneros del festival– hayan dicho sobre él.

A comienzos de la década de los sesenta, cuando Hay-on-Wye y las zonas rurales circundantes sufrían una depresión económica que había paralizado al pueblo, y obligado a emigrar a las familias, el entonces adinerado Richard Booth concibió una idea tan excéntrica como él: hacer de Hay-on-Wye un pueblo libro, el mayor mercado del mundo de libros de segunda mano. “Compras libros de todo el mundo, entonces tienes compradores de todo el mundo”, dice como una lección aprendida que difunde en letra impresa: Booth tiene su propia autobiografía, editada por él mismo.

El entonces futuro Rey compró un castillo en ruinas, compró casas a la deriva, las reformó, viajó por el mundo y compró libros de todo tipo, llenó las casas y llenó el castillo con los libros, y convirtió al pueblo, como en una historia romántica del medievo, en la atracción internacional que había concebido: admirablemente, funcionó. Luego vino lo del festival anual del que tanto se queja el Rey. “A diferencia de los libros nuevos, los libros de segunda mano pertenecen al mundo del intelecto, no requieren promoción, son una economía en sí, y además, su venta hace un favor a la ecología”, dice Booth entre bocado y bocado.

Actualmente, Hay-on-Wye cuenta con 33 casas-librería de segunda mano en activo, muchas de las cuales pertenecieron al Rey, quien las fue vendiendo poco a poco hasta quedarse sólo con dos; una de ellas, ubicada en el número 44 de la calle Lion, se anuncia como la librería de segunda mano más grande de Europa; su acervo: 300.000 títulos. Es como si uno estuviera en una biblioteca en venta. Pero las hay de todo tipo, especializadas en libros para niños, libros ilustrados, jardinería, primeras ediciones de clásicos, poesía, libros antiguos, mapas, turismo y, desde luego, literatura: todo Shakespeare, todo Wilde... toda una experiencia que trasciende al propio concepto del libro. Un paraíso, sin duda, para bibliófilos y amantes de lo inencontrable, pero también un sitio que invita a la contemplación de estanterías en medio de un Parque Natural, literalmente. Un pueblo libro.

Me despido de Booth e ingenuamente le preguntó si él vive allí, quiero decir, si vive en Hay-on-Wye, quizá porque había leído que tenía intenciones de mudarse a Alemania. Me mira como si no hubiese entendido nada de lo que me ha contado. Endurece el rostro y declara: “I am the King!”, como si dijera: ¡Este es mi pueblo!, !Lo concebí yo!"

El pueblo libro de Richard Booth
Juan Manuel Villalobos
Letras Libres, abril 2007.

Poesie-Automat

Poesie-Automat: La máquina de hacer poemas, un invento del escritor Hans Enzensberger.

Aquí la historia...

Hacer un artículo: Amado Nervo

Amé, fui amado, el sol acarició mi faz. ¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!, un verso del gran poeta romántico Amado Nervo que, con el seudónimo de Rip Rip, publicó un divertido artículo en el periódico El Nacional el 25 de febrero de 1896. Hoy lo rescatan en la serie Viajes al siglo XIX, impulsada por el Fondo de Cultura Económica, la Fundación para las Letras Mexicanas y la UNAM, cuyos primeros cinco tomos fueron presentados en el marco del Día Internacional del Libro:

Las letras producidas en el naciente México del siglo XIX se definieron por la búsqueda de una identidad, sobre todo en la segunda mitad. Durante las primeras cinco décadas, inmersos en las luchas por la Independencia, los hombres de letras vivían los propios avatares de la guerra, ya fuera en el campo de batalla o desde las trincheras políticas y periodísticas. Aun cuando el país tuvo pocos periodos de paz, la segunda parte de aquella centuria se caracterizó por la presencia de políticos-periodistas-escritores-historiadores-poetas: infinidad de rostros en personajes como Guillermo Prieto, Ignacio Ramírez El Nigromante, Francisco Zarco e Ignacio Manuel Altamirano, quienes produjeron una obra a caballo entre la crónica, el ensayo y la literatura, que poco se conoció a lo largo del siglo XX.

Desdeñados por ciertos escritores de la primera parte de ese siglo, muchos de aquellos hombres y mujeres de letras permanecieron olvidados, aunque en los últimos años se han producido una serie de esfuerzos para difundir su trabajo más allá de los círculos especializados. Tal es el objetivo de la serie Viajes al siglo XIX, impulsada por el Fondo de Cultura Económica, la Fundación para las Letras Mexicanas y la UNAM, cuyos primeros cinco tomos serán presentados en el marco del Día Internacional del Libro y los Derechos de Autor. La intención es recuperar la obra de autores decimonónicos, a través de antologías de la obra de Ignacio Manuel Altamirano, Joaquín Fernández de Lizardi, José T. Cuellar, Amado Nervo y Laura Méndez de Cuenca, los primeros que aparecen en la colección.

El artículo es estupendo, dice:

"Hacer un artículo"

Para escribir un artículo no se necesita más que un asunto: lo demás... es lo de menos. Hay en esto del periodismo mucho de maquinal. Lo más importante es saber bordar el vacío, esto es, llenar las cuartillas de reglamento con cualquier cosa. El periodista que es hábil en su métier, de nada, como Dios, hace un mundo de artículos, economizando con maestría laudable su sustancia gris para las grandes ocasiones, no de otra suerte que el tenor que sabe la Biblia economiza el caudal de su voz, reservándolo para el do de pecho que el público aguarda con impaciencia.

Decía Santa Teresa: “Prometedme un cuarto de hora diario de oración mental, y en nombre de Jesucristo os prometo el cielo”. Y –perdóneme la Santa esta parodia– yo digo: Prometedme un asunto diario, y en nombre de mi conocimiento del “oficio” os prometo un artículo diario; advirtiendo que no se necesita un gran asunto. Dénmelo ustedes mediano, grande o pequeño, que el artículo saldrá, aunque su importancia, es claro, estará en proporción del tópico. Si ustedes se achican, me achico, y si se acrecen, me acrezco. Desplúmese, por curiosidad, una ave del paraíso, y véase lo que queda. Así, exactamente, son muchos artículos de esos que agradan al público, de esos opulentos por su fraseología, de esos que divierten y aun encantan: aves del paraíso multicolores. Arranquen ustedes las plumas y hallarán... nada entre dos platos. Esto, por lo que ve a los artículos: en cuanto a los reportazgos, la cosa es peor aún.

Supongamos que un reporter hábil, hábil ante todo, gana uno cincuenta por columna y se lanza por esas calles de Dios, resuelto a encontrar hasta debajo de la tierra tres columnas para el periódico. Como los sucesos explotables escasean, el hurón del noticierismo anda y anda sin gran provecho. En las comisarías, nada; en el Palacio de Justicia, nada; en el ayuntamiento, nada. Total y fuerza, tras una mañana de huronear, dos noticias: un homicidio por celos y un rapto, acontecidos entre gente del pueblo. Aquí la cuestión es más difícil; no se trata de buscar asunto, que ya lo hay, sino de vestirlo de tal manera que ocupe lugar amplísimo. Al articulista le basta con una columna, con menos acaso. El reporter necesita tres; es decir, necesita cuatro pesos cincuenta centavos. Manos a la obra.

Empieza por el rapto:

La raptada, Fulana de Tal, nació en un pintoresco pueblecillo del distrito, famoso por sus flores y por su benigno clima; sus padres eran pobres, pero honrados, y ella constituía la dicha del hogar. Se levantaba cantando y se acostaba... cantando también: era muy cantadora. Su casita, blanca y aislada de las otras, levantábase en medio de un campo baldío (por ese campo entra el drama, en forma de Juan Rodríguez o de Pedro García). La familia era dichosa; el padre guiaba la yunta, la madre hacía la comida y la hija iba por agua a la fuente. Ahí, como los hijos de los patriarcas, el tal Juan Rodríguez y la raptada en ciernes se entendieron a maravilla, y el papá de la niña, que no era buey, aunque araba, descubrió el pastel y mandó a México a la enamorada, bajo la vigilancia de la mamá. Aquí la mamá se descuidó, y una noche (el reporter la describe con todos los colores imaginables) Juan Rodríguez o Pedro García, que para el caso es lo mismo, echaron a volar.

Sigue el reporter describiendo la desesperación de la madre, su queja a la autoridad, las diligencias de ésta, el hallazgo de los “tórtolos” y, por último, la pena que se les aplicará. En seguida hace el cómputo de las cuartillas: dos columnas; magnifico. ¡Si tendrá él buen cálculo!

Después la emprende con el homicidio por celos; otras dos columnas: cuatro pesos cincuenta, y dos o tres asuntos en perspectiva. El reporter enciende un cigarro y va a dar una vueltecita por Plateros. He aquí el procedimiento de eso que se llama escribir en los periódicos. El público gusta de él, porque al público le disgustan los esqueletos y le seducen las aves del paraíso. ¡Pero que no las desplume...!

23 de abril de 2007

De este lado, del otro lado: Muñoz Molina

La pregunta "¿Qué es la literatura?" ha recorrido páginas de escritores y filósofos, también de nosotros como lectores. Todos aportamos nuestra perspectiva sobre este arte de decir a través del ensayo, la reseña, la crítica, la ficción, la interpretación o lectura. Ayer leí un bello artículo de Antonio Muñoz Molina sobre este tema. Para él, la literatura es un camino que nos permite ir más allá de nuestro propio ser, el querer "averiguar lo que está al otro lado":

La literatura es imaginarse o querer averiguar lo que está al otro lado: más allá del umbral de la habitación, detrás de la puerta entornada que nuestra mano empujará o de la puerta cerrada con una llave que tal vez nos estará prohibido buscar; al otro lado de un río, detrás de una silueta azul de montañas. La literatura es contar lo que hemos encontrado a lo largo del camino elegido e imaginar lo que habríamos podido encontrar si hubiéramos escogido el otro, "the road not taken", en la hermosa expresión del poeta Robert Frost, si nos hubiéramos quedado con la otra mujer ya quimérica del poema de Yeats. Lo que hay a este lado, lo que nos parece que somos sin incertidumbre, lo que tenemos, merece sin duda una atención cuidadosa. Pero es precisamente esa atención a lo familiar la que nos revela en él la presencia de lo desconocido, las fronteras invisibles del otro lado de las cosas.

Literatura es contar el mundo con palabras, contar lo que existe y lo que no podría nunca existir, lo que nos ha sucedido y lo que nos pudo suceder tan sólo si el azar hubiera introducido un cambio mínimo en la trama de la vida. Lo que ahora se divide tan crudamente en las listas de ventas entre ficción y no ficción -¿pero cómo puede nombrarse a algo por lo que no es?- responde a las mismas fronteras que Aristóteles estableció entre la Poesía y la Historia, sobre las que tan agudamente reflexionó Cervantes en un libro tan fronterizo como el Quijote. Nosotros llamamos ficción a lo que Cervantes, lector de Aristóteles, llamó poesía: el relato de las cosas no como realmente fueron sino como pudieron o debieron ser. La historia, la narración de lo real, a nosotros se nos ha vuelto mucho más amplia, en la medida en que el método científico ha dilatado el campo de nuestros conocimientos y nos ha permitido conocer algunas de las leyes de la naturaleza. Por los mismos años en que Cervantes empezaba a conocer el éxito de su novela (que tristemente nunca lo sacó de pobre) y planeaba con cierta pereza la segunda parte, Galileo miraba por primera vez los cráteres de la Luna y las lunas de Júpiter gracias a la lente de su telescopio, y al mismo tiempo que inventaba el método experimental registraba sus descubrimientos con una escritura tan clara y tan bella que sería injusto no calificarla de literatura, y hasta de poesía. Dice Milan Kundera que Cervantes descorrió por primera vez el velo que impedía a la literatura mirar las cosas tal como son, y que al hacerlo inventó la novela, que es tal vez el arte más mestizo, el que aprovecha por igual lo cierto y lo inventado, y así rompe para siempre el velo de la idealización, traspasa la frontera entre lo posible y lo imposible. Pero es un velo semejante el que traspasa Galileo con su telescopio, una frontera igual de rigurosa la que rompe Robert Hooke mirando inversamente por un telescopio y descubriendo en él los reinos fantásticos y los animales increíbles contenidos en una gota de agua.

Si hay una frontera que conviene abolir cuanto antes, es la que al identificar literatura con ficción deja al otro lado y como en tierra de nadie ámbitos enteros de la expresión escrita. ¿Hay en el siglo XVIII prosas más resplandecientes que las de Gibbon o Buffon, siendo uno historiador y naturalista el otro? Decía el gran Cyrill Connolly que a él le convenía siempre escribir en las horas más luminosas de la mañana, para que la claridad del sol corrigiera su tendencia irlandesa o celta a los excesos de bruma. De un modo semejante, a los lectores de la literatura del siglo XIX nos conviene compensar las sombras dramáticas del melodrama gótico y de los folletines tremendos de Charles Dickens con la escritura sobria, precisa y no menos arrebatadora de Darwin. El diario del viaje del Beagle, The Origin of Species , The Descent of Man , por no hablar de la Autobiografía , contienen algunas de las historias mejor contadas de la lengua inglesa. El novelista mira con avaricia la realidad exterior o la propia memoria y mientras va contando inventa lo que vio: el naturalista, el historiador, el científico, el reportero de talento tienen la misma entrega a su relato, pero además de poner en él los cinco sentidos saben que han de mantenerse fieles al severo principio aristotélico de contar las cosas como son. Pero además el novelista es un parásito que se apodera también del lenguaje de lo real para fingirse cronista cuando está siendo un embustero, igual que se apodera de los lenguajes de la poesía o del periodismo y los parodia y los convierte en otra cosa, y al hacer borrosas y equívocas las fronteras entre la realidad y la ficción nos fuerza a agudizar la mirada para distinguir más claramente entre ellas, igual que un artista barroco al pintar un trompe l oeil , un trampantojo como se decía bellamente en español. El otro lado siempre está tentándonos. Por eso don Quijote, personaje de una novela, lee una novela titulada don Quijote, y Charles Darwin se adiestra en las artes narrativas de la ficción y hasta de los relatos de aventuras para esbozar una teoría que va a trastornar el mundo, y Arthur Conan Doyle imita en sus historias policiales el estilo de la ciencia experimental. Por eso Borges convierte en protagonista de un hallazgo tan improbable como el del Aleph a un narrador en primera persona que se llama Borges, y James Joyce cuenta exasperadamente todo lo que le sucede a un solo hombre en un solo día, un día en el que en apariencia no ocurre nada en particular.

Curiosidad y extrañeza: la literatura es deseo de conocimiento, y también recelo o sospecha hacia lo que se da por ya sabido. Pero nada puede darse de verdad por supuesto. Uno de los poemas que yo leo más veces y nunca se me agota es el que William Carlos William dedicó a un carrito de mano rojo mojado por la lluvia. Tiene sólo ocho versos, algo más de veinte sílabas inglesas, pero en esa brevedad se contiene exacta una presencia a la vez vulgar y memorable. Tu misma cara, que conoces de memoria, se vuelve la de un desconocido cuando la descubres por sorpresa en el espejo inesperado de un escaparate. No es una cara nueva, sino la cara verdadera, la que no te dejaban ver esas escamas que según Marcel Proust la costumbre nos pone delante de los ojos. Interrumpes las vacaciones de verano a causa de una emergencia y regresas por un día o por unas horas a la casa cerrada y desierta a la que no deberías volver hasta final de agosto: el sonido de la llave y el de la puerta al abrirse no son ahora los mismos porque interrumpen un silencio muy largo, y la penumbra de las habitaciones con las cortinas echadas parece sugerir el espacio de otra vida que no es la tuya. Sorprendes en las cosas más habituales una indiferencia casi dolorosa, porque han permanecido intactas e idénticas sin ti, y ahora parecen refractarias a tu llegada, como un perro que no se levanta para salir corriendo a recibirte.

El otro lado está en este lado. Ni el amor más intenso, el más fanático, el más correspondido, te permitirá saber qué hay ahora mismo en el pensamiento de la persona que te sonríe y entorna los ojos un poco antes de besarte. Por mucha ternura y cuidado que reciba el enfermo, está solo en el mundo con su dolor, y la punzada del dolor es más poderosa que la ternura y pesa más que el mundo entero. A cada paso que das pisas una frontera invisible. El mundo que hay a tu espalda y que tú no ves es un enorme país extranjero. El otro lado está dentro de uno mismo, en esos lugares y rostros que la conciencia había olvidado y que emergen con una claridad exacta en los sueños, sin que sepamos qué marea nos los ha devuelto, qué voluntad los ha salvado de perderse en el tiempo. El otro lado empieza a unos centímetros de la piel, al final de esa frontera que W. H. Auden sitúa "some thirty inches from my nose". En el mundo anglosajón, es una frontera más arriesgada de traspasar que la del río Grande, y cuando un desconocido roza por casualidad a otro se produce un espasmo retráctil, como de defensa contra una amenaza, igual que cuando unos ojos se detienen por más de unas décimas de segundo en otros. Quien más siente esa frontera tan próxima es el extranjero, el que se encuentra solo en el país y en la lengua, porque entonces todo lo que hay a su alrededor es el otro lado, y según él se mueven las personas y las cosas se apartan para que él no las roce, y las palabras se extinguen antes de que él las comprenda. El otro lado es el vagón del metro, la calle, la ciudad, el país entero: esa frontera no se abre con pasaportes ni visados, ni tiene puntos débiles por los que se pueda deslizar el emigrante clandestino. Está llena de carteles amenazadores: "No tresspassing", "Prohibido asomarse al exterior", "E pericoloso sporgersi", "Halt", "Stop". Carteles invisibles, alambradas de pinchos que no desgarran la piel, torres de vigilancia con reflectores que no ciegan los ojos y que sin embargo transmiten una aterradora sensación de peligro.

A un lado están los admitidos, los legítimos, los que tienen los papeles en orden, los que no deben temer nada de un registro ni ponerse nerviosos ante la mirada insistente de un policía de fronteras: del otro lado están todos los demás; el que lleva un pasaporte sospechoso; el que tiene miedo de que le abran la maleta; el que al aproximarse al puesto de control siente que va volviéndose culpable de algo, aunque no haya hecho nada, y al sentir eso ya mira como un sospechoso, y atrae la atención del que tendrá la potestad de expulsarlo.

Lo que casi nadie piensa es que este lado puede convertirse muy fácilmente en el otro lado: que el país al que uno creía pertenecer lo expulse o lo persiga o simplemente deje de existir, convirtiendo en apátridas a sus antiguos ciudadanos; que el guarda de frontera puede cualquier día encontrarse temblando delante de un puesto fronterizo en el que su uniforme y sus credenciales no sirven de nada; que a uno mismo, por diversas razones, se le quiebre la identidad en la que tanto confiaba y se encuentre perdido, extranjero, a merced de otros, expulsado en el otro lado, donde nadie lo conoce, donde nadie habla su lengua ni admite su cercanía y menos aún el roce de su piel porque es más oscura o porque es más pálida. Franz Kafka, que sabía tanto de fronteras y de extranjería, inventó la fábula del hombre que llega junto a la puerta de la ley y no puede cruzarla porque un guardián se lo impide. Pasa el tiempo, le llega el momento de morir, y sólo entonces le pregunta al guardián cómo es que a lo largo de los años nadie más se ha acercado a esa puerta. El motivo, le explica el guardián, es que esa puerta estaba reservada sólo para él.

La literatura nos ayuda a saber que este lado es también el otro lado: que el sufrimiento o la verdad del otro pueden ser los tuyos. La literatura alimenta nuestra rebeldía al sugerirnos la queja de Rimbaud, de que la vida está en otra parte, pero también nos enseña la otra verdad simétrica, que hay otros mundos pero están en éste. En el fondo, lo que hacen siempre los libros es ofrecernos el telescopio de Galileo y el microscopio de Robert Hooke, la invitación al viaje de Baudelaire y la advertencia de Pascal de que todos los infortunios le sobrevienen a un hombre por no saber quedarse solo en una habitación, la locura atolondrada de don Quijote y la lucidez triste y vencida de Alonso Quijano, el sosiego del señor de Montaigne rodeado de libros en la soledad apacible de su torre y la voluntad de huir de Huckleberry Finn o de Robert Louis Stevenson. El primer relato en prosa de nuestra cultura europea es el cuento del largo viaje del griego Herodoto más allá de las fronteras de lo conocido, y no es casual que de él proceda el uso de la palabra Historia. La actitud de Herodoto es la misma que dos mil quinientos años después nos inspiran los libros: ganas de descubrir lo que no sabemos, de averiguar historias y chismes de gente desconocida, de escuchar los cuentos más o menos fantásticos que quieran contarnos los viajeros que se crucen con nosotros. Es la actitud de los viajeros de las Mil y una noches , la de los peregrinos de Chaucer, la de los socios del inmortal club Pickwick, la de los marinos que se reúnen en algún puerto de Oriente o una barcaza del Támesis, las historias que cuenta el Marlow de Joseph Conrad.

Hay personas muy desagradables muy aficionadas a la literatura, y gente de corazón de pedernal para sus semejantes de carne y hueso que se conmueve hasta las lágrimas leyendo los padecimientos de personajes inventados, igual que hay canallas con una extrema sensibilidad para la música. No obstante, yo no creo que amara tanto los libros si no estuviera convencido de que hay en los mejores de ellos un poderoso elemento civilizador. La literatura, la de ficción y la otra, nos enseña la verdad doble y paradójica de que no hay experiencia que no sea única, y que al mismo tiempo no sea profundamente inteligible para casi cualquiera. Si yo me reconozco en el dolor de Héctor al separarse de su esposa y su hijo o en el placer absorto con que Mrs. Dalloway se deja llevar por la corriente callejera de Londres, si se me contagia la curiosidad de Darwin por un escarabajo y la del narrador de Marcel Proust por los invitados a una fiesta de la duquesa de Germantes, ¿cómo me voy a creer que otro hombre es mi enemigo porque habla otro idioma o vive al otro lado de una frontera? La literatura, al crear una fraternidad íntima y anchurosa entre escritores y lectores, prefigura la necesaria fraternidad civil sin la cual no es habitable el mundo.

22 de abril de 2007

Desnudo recostado, 1888: Gustav Klimt

Es una fría tarde en el estudio, pero las ventanas han de estar completamente abiertas para impedir que la trementina y demás productos químicos vicien el ambiente. Gerta, de huesos tan ligeros como paja y carne tan pálida como parafina, está de pie con los brazos cruzados sobre el pecho, esperando instrucciones.

Gustav no ve su desnudez. Ella apenas representa una mujer para él. Él ve un complejo problema de luces y sombras, de geometría, de volumen.

“¿Podrías taparte un pecho? El izquierdo, no el derecho. Bien. ¿Ahora podrías recostarte sobre una cama turca? Abre las piernas. Gira la rodilla hacia dentro. Muy bien”.

Greta obedece sin hacer comentarios, con la desganada paciencia de una mujer acostumbrada a ganar dinero con su cuerpo. Él la dibuja una y otra vez, articulaciones y rodillas, hombros y estómago. Ella hace poses dos minutos o de treinta. Gustav rellena hojas de su cuaderno de dibujo sin cesar.

Son las primeras horas de la tarde, pero ya ha anochecido y él trabaja febrilmente luchando contra la creciente oscuridad. Cuando ya no puede trabajar más, le hace saber que por ese día han terminado. Ella tiene la carne de gallina, de una palidez enfermiza, como observa él. La carne bajo las uñas de los pies está purpúrea. Ha vuelto a ser una mujer más que un ejercicio visual y también, de alguna manera, menos. Él se sube a la escalera y cierra las ventanas. Ella se pone la camisa y las medias, se abrocha el traje y se ata las botas. Todo parece una pérdida de esfuerzo para él.

“¿Quieres quedarte?”, pregunta. Ella asiente.

Hay una cama en la esquina y él la conduce hasta allí. Mientras él se desviste, ella espera, su cabeza apoyada contra una de sus estrechas manos. Él se sienta en la cama junto a ella y desabrocha y suelta y desata hasta que está de nuevo desnuda. Entonces él desliza su mano a través de su piel como si fuera un pincel.

Estoy terminando de leer El beso, una novela de Elizabeth Hickey de la que comentaré después. De ella transcribo esta descripción de este dibujo del notable pintor vienés.

15 de abril de 2007

El erotismo perverso de Juan García Ponce

Agradezco a Graciela Barrera, el comentario sobre mi libro:

Podría resultar aburrido leer un libro de análisis y crítica literaria de un determinado escritor y su obra, sobre todo si uno no conoce mucho acerca de ese autor y no se han leído sus libros. Sin embargo, no lo es. Al contrario, resulta interesante y enriquecedor conocer más a fondo sobre el literato que hemos elegido. Y si se trata de Juan García Ponce, considerado uno de los escritores latinoamericanos contemporáneos más relevantes, vale la pena profundizarse en sus letras.

Yo tenía una deuda pendiente: leer su obra. Sólo había leído algunos cuentos y no era posible seguir ignorando a este escritor que dedicó su vida a la literatura y al arte y que nos dejó una valiosa herencia en novela, cuento, ensayo, teatro, traducción y guión cinematográfico. Su novela Crónica de la intervención recientemente la han catalogado como una de las tres mejores obras mexicanas en los últimos treinta años.

Para acercarme al artista, compré el libro El erotismo perverso de Juan García Ponce. Lenguaje y silencio, escrito por la crítica literaria Magda Díaz y Morales y editado por la Universidad Veracruzana. Desde el inicio de la lectura me enganchó; me sentí en un aula universitaria tomando una clase de semiótica de la manera más amena y precisa. Ella comparte, como introducción, que García Ponce ha formado parte de su vida académica y personal. Presenta una semblanza del escritor, nombrando a escritores trascendentales como Musil, Klossowski, Bataille, Blanchot, Heidegger, Pavese, Proust entre otros, así como los amigos escritores y artistas que formaron la generación de Medio Siglo, entre ellos Sergio Pitol, Juan Vicente Melo y Tomás Segovia. La creación de este libro surge por la admiración del gran talento y humanismo de García Ponce, sobre todo desde el punto analítico del erotismo porque hay escasos estudios sobre el tema. Un libro que nos lleva de la mano y con detalles nos enseña los símbolos más sobresalientes de la narrativa del escritor yucateco.

La gracia de mi lectura radicó en que saqué de mi biblioteca los libros que tengo de García Ponce y tuve interrupciones leyendo algunos cuentos mencionados en el libro; algo que nunca me había pasado, pero la experiencia la disfruté. Fue como un aperitivo para regresar a las letras de Magda y seguir comprendiendo esa narrativa erótica de García Ponce a través de toda una teoría literaria que muestra la autora. Su mirada se adentra en las historias contadas en donde como protagonistas se distinguen mayoritariamente las mujeres, los escenarios son diversos: soledad, amor, pasión, lados oscuros, intimidad, desasosiegos, aventuras, arte y el logro de romper esquemas con una sociedad que niega una sexualidad y que conlleva a que el lenguaje sea un silencio. Silencio que se convierte en una escritura poética y que después de leer este libro, nada es igual.

5 de abril de 2007

Heidi: Johanna Spyri

Muy poco se sabe de la vida de la escritora suiza Johanna Spyri, creadora literaria de Heidi. En una página sobre ella, la que dejo de referencia (en la cual se puede bajar el libro de Heidi en castellano), dice:

Heidi comenzó su vida literaria poco después de 1870, mientras Europa sufría la guerra Franco-Prusiana. Johanna tenía entonces cuarenta y tres años y por espacio de dieciocho años había sido la esposa de Bernard Spyri, consejero del Cantón de Zürich. No obstante, el libro no fue publicado hasta 1880. Muchos de los personajes y de las escenas inolvidables de la obra eran queridos recuerdos de su propia niñez en la aldea de Hirzel, donde nació en Julio de 1827. La casa blanca sobre la montaña verde, que fue el lugar de su nacimiento, todavía se conserva a pocos kilómetros de la ciudad de Zürich. Desde las ventanas del piso superior se obtiene una vista de pinos obscuros junto al famoso lago de Zürich.

La escuela aldeana, a la cual concurrió primero Johanna y luego sus hermanas y hermanos, había sido una granero en medio de un sembrado. Seguramente su primer maestro debió haber sido muy poco hábil para confundir su timidez con holgazanería, humillándola constantemente ante toda la clase. El resultado fue que la sacó de allí y la envió a la otra escuela que funcionaba en casa del pastor de la villa. Como la misma Frau Spyri, su traductor, Charles Tritten, trató de reflejar los episodios de la vida de Johanna Spyri en su trazado de la adolescencia de Heidi; de tal modo, los días escolares de Heidi y sus posteriores tareas como maestra en la aldea de Dörfli, según se relatan en el segundo volumen de Heidi, Heidi y Peter, tienen mucho que ver con la propia adolescencia de Johanna Spyri. Así su interés por la música, su amor por los pájaros y las flores de los campos alpinos y de bosques cercanos a su hogar. Lo mismo que a Johanna, la Heidi señorita alentó muy poca curiosidad por lo que había más allá de las montañas que la rodeaban. Regresó de la escuela de Hawthorn con la alegría de pensar que pasaría el resto de su vida entre los queridos amigos de su infancia. Sabemos que Frau Spyri vivió feliz y contenta en aquel perímetro de pocos kilómetros en torno a Zürich. Cuatro años después de la publicación de Heidi, su querido esposo y compañero comprensivo, falleció. Su único hijo había muerto pequeño pocos años antes.
¿Quién no recuerda los personajes de Heidi, la música y las canciones, a la tía Dete, a la señorita Rottenmeier, al fiel San Bernardo, Niebla; aquellas cabritas en las montañas de los Alpes, a Pedro, el amigo de Heidi; a Clara, la niña inválida y rica y, por supuesto, al abuelo...

Pronto será el cumpleaños número 30 de Heidi, de la creación del personaje infantil japonés.

4 de abril de 2007

Érase veintiuna veces Caperucita Roja

Érase veintiuna veces Caperucita Roja. 21 ilustradoras japonesas (Valencia: Media Vaca, 2006)

Un libro precioso para todas las edades, de colección. De la misma manera que sucedió con Cortázar ilustrado, en este libro miramos y leemos veintiuna historias diferentes que llevan a cabo 21 ilustradoras japonesas y cuyo punto de partida es el cuento de Perrault, Caperucita roja.

"El proyecto tiene su origen en un taller para ilustradores que tuvo lugar en el Museo Itabashi de Japón durante el verano de 2003. Se pidió a los participantes, cuyos trabajos se reproducen íntegramente en el libro, que no se limitaran a poner sus dibujos junto a las palabras de Perrault, sino que se sintieran libres para hacer todos los cambios que desearan en función de sus propios intereses. El resultado es tan variado como sorprendente: hay historias de miedo, de risa y de aventuras, y los hay también de fantasmas, de amor y gastronomía".

Media Vaca.

3 de abril de 2007

El espejo ciego: Joseph Roth

Joseph Roth, El espejo ciego, Trad. Berta Vias Mahon (Barcelona: Acantilado, 2005)

El escritor y periodista Joseph Roth nace en Galitzia oriental en 1894, territorio que formaba parte del Imperio Austrohúngaro, sus padres eran judíos. La guerra y la caída del Imperio le provocó, según se cuenta en su biografía, un sentido de “pérdida de la patria”. Imaginemos lo que fue para ellos el repartir este Imperio en varios estados europeos… Roth “murió en París el 27 de mayo de 1939, al parecer consumido por el alcohol, hundido en un delirium tremens, según leemos. Fue enterrado en el cementerio Thiais, en la zona sur de París, en una extraña ceremonia en la que, según los biógrafos D. Bronsen y H. Kesten, se mezclaron judíos y católicos, comunistas y monárquicos. En su tumba dice, simplemente, “écrivain autrichien mort à Paris” (escritor austríaco muerto en París). Su familia desapareció en un campo de concentración. Su mujer fue asesinada en aplicación de las leyes eugenésicas y fue objeto de eutanasia legal, para eliminar enfermos mentales”.

La protagonista de El espejo ciego, Fini, es una joven vienesa de los años veinte, una Viena:

Donde las mujeres recibían por su trabajo la mitad del salario de los hombres, y los emigrantes luchaban por salir del arrabal y el gueto, la prostitución se enseñoreaba de la vida diaria. Hacia 1880, los archivos de la ciudad señalan la existencia de 2 mil prostitutas en el centro de la ciudad. Después de la catástrofe de la Primera Guerra Mundial, el año de 1918, los archivos señalan más de 28 mil. La explotación sexual abarcó cada vez más zonas de la vida diaria. De un modo casi natural, las sirvientas eran los objetos sexuales de sus patrones de la clase media y alta. La misoginia era la altanería hegemónica de los caballeros vieneses. A principios del siglo XX, los vieneses esperaban el castigo en algún momento de su vida; el pago bajo la forma de la sífilis y su efecto ineludible: la destrucción de la salud mental de la víctima. El tema del joven devastado por una enfermedad venérea, su estación final en la locura después de un periodo de intensa elegancia y creatividad artificiales, todo esto fue una constante del arte y la literatura de la época. Karl Kraus, el escritor satírico europeo más importante desde Jonathan Swift, vio en la hipocresía y el cinismo de la vida erótica vienesa el centro de una corrupción más universal. Kraus nos dice que muchas veces un aura de prostitución rodea siempre el esplendor y la ingenuidad del matrimonio aristócrata y burgués. Los favores sexuales se ofrecieron e intercambiaron no sólo en el burdel y en el ático de la criada, sino también en el palacio, en el salón art nouveau y en los salones intelectuales, en las salas de consulta de los eminentes profesores, de los médicos, abogados y jueces que Robert Musil describió con insuperable ironía en El hombre sin atributos.

En este contexto vivía Fini, con una madre dominante, arbitraria, opresora, y un padre que regresa lisiado de la guerra “misteriosamente empequeñecido y cargando con el olor a yodoformo, a higiene, a Cruz Roja y a tren”. La joven trabajaba en una oficina cuyo jefe, el doctor Finkelstein, gustaba de dictarle nombres en latín, palabras grandes y extrañas, que la ponían nerviosa. Una tarde va a una reunión con su amiga, Tilly, y conoce a un pintor llamado Ernest con quien inicia una grata relación amorosa pero que abandona al involucrarse con el que fuera novio de su amiga, Ludwig, un hombre mayor que ella con el que se une en matrimonio casi sin darse cuenta. A Ernest lo vuelve a ver después, pero ya las cosas son diferentes. Desde este momento ya nada le resulta admirable, su vida se convierte en días vacíos, sin esperanza, “como habitaciones sin amueblar”. El matrimonio es gris, sin nada que lo haga romántico como ella soñaba, se la pasa “llorando por dentro”. Pero en su destino estaba que conociera a Rabold, un revolucionario perseguido, lo escucha hablar en una plaza y “supo que a partir de entonces él colmaría sus días, todos sus sueños”. Regresan a ella las ilusiones y deja todo para irse con él:

En la oscuridad del atardecer, Fini se escurrió hasta la estación. Rabold no vivía lejos, a unas seis horas. En la sala de espera escribió un par de cartas. A casa y a Ludwig. Por la noche lo alcanzó y se hundió en su cama. La inquietud que la corroía había quedado aplacada. Todo deseo, sofocado. Fini, la infeliz, estaba muerta, felizmente resucitada en el mundo de Rabold.

Más la ironía del destino, y no sólo la del narrador (que usa notablemente, como podemos ver), decide por Fini...

1 de abril de 2007

Bares literarios

Leo, en el blog de Jean-François Fogel, que la revista Forbes en línea propone una lista de diez bares literarios, obviamente que sólo es desde el punto de vista anglosajón.

También, nota en Literaturame.